La herencia de Rilke

Lo que Rilke heredó en las notas y cartas de El testamento terminó por ser el trayecto, y no el final, de su búsqueda.
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Rainer Maria Rilke comenzó a escribir las Elegías de Duino el 21 de enero de 1912 y las terminó diez años después, a las seis de la tarde del 11 de febrero de 1922. Inmediatamente después de finalizada la décima elegía, le escribió en una carta a su amiga y protectora la princesa Maria von Thurn und Taxis: “me tiembla aún la mano”. A lo largo de esa década, hubo un silencio poético, que duró de 1916 a 1921, que no fue sino un largo proceso de reflexión entre el desasosiego por la aridez creativa y la espera del descubrimiento que cohesionara, poéticamente, lo que ya estaba resuelto en el interior del poeta. Para Eustaquio Barjau, Rilke “sabía desde hace tiempo en qué iba a consistir su decalogía”. Para el futuro de las Elegías, se ocupan las notas y borradores de cartas que el poeta de Praga, peregrino de mansiones y castillos, escribió a principios de 1921, y que tituló El testamento.

La obra fue publicada de manera póstuma en 1974 por Insel Verlag, después de una larga espera a que los herederos de Rilke la autorizaran. De acuerdo con su editor Ernst Zinn, un pequeño grupo de personas que conocía la existencia del documento prefirió mantenerlo oculto. Dos años más tarde, El testamento fue publicado por primera vez en español por Alianza Editorial. Las notas y comentarios de Zinn contextualizan, convenientemente, en un sentido biográfico, cronológico, espacial e incluso poético, lo que en el manuscrito Rilke expuso con vaguedad, y que habría quedado así de no ser por su editor.

Tras la Primera Guerra Mundial, en 1919, Rilke realizó una estancia en Suiza, país que “había sido imparcial y altruista durante los desórdenes de los últimos años”, según afirma en El testamento. A finales de 1920 fue invitado por el coronel Richard Ziegler y su esposa a pasar una temporada en el castillo de Berg am Irchel, en Zúrich. Fue poco antes de terminar su estancia en Berg (en mayo de 1921) que escribió las notas y borradores de cartas (dirigidas a su amiga la pintora Baladine Klossowska) de El testamento, aunque Zinn supone que antes de la versión definitiva existieron “primeras versiones”.

La obra inicia con una introducción, escrita por Rilke, redactada en tercera persona, bajo la forma, dice Zinn, de un “imaginario albacea”, que da cuenta de las causas históricas y personales de las cartas y notas. Para el editor, dichas anotaciones no fueron reflexiones aisladas en el pensar poético de Rilke desvinculadas del desarrollo de las Elegías de Duino: “Con una preocupación creciente, rayana en la desesperación, por la posibilidad de un final brusco de este ciclo poético, se obligó –en la primavera de 1921– a averiguar la razón de la ‘fatalidad’ que, cada vez más, amenazaba con frustrar la conclusión de dichas obras [las Elegías].” La averiguación de esta razón a través de El testamento fue la de un “examen de conciencia” sobre el fracaso poético del autor y el testimonio de la “última voluntad” de Rilke, a sus “supervivientes” y “hombres del futuro”.

Eustaquio Barjau, en el estudio introductorio a la edición de Cátedra de las Elegías de Duino y Los sonetos a Orfeo, sigue a Eudo Mason al señalar que no es viable considerar “que los acontecimientos que sacudieron Europa durante aquellos años [la Primera Guerra Mundial] desencadenaran en este autor una crisis cuya superación estuviera esperando y que no llegaría hasta cuatro años después [1922] de terminada la contienda”. No obstante, la introducción de Rilke a El testamento (cuyo título menciona Barjau) permite asociar, de manera significativa, los estragos de la guerra a las condiciones personales en que se hallaba el poeta: “Para hacer comprensible su situación al final de aquel invierno [su estancia en el castillo de Berg, en 1921], debemos mirar retrospectivamente hasta el verano del año 14. El estallido de la funesta guerra que desfiguró el mundo para un tiempo equivalente a muchas vidas humanas, le impidió regresar a aquella ciudad incomparable a la que le debía la mayor parte de sus posibilidades.”

La “ciudad incomparable” era París, a la cual Rilke no volvió, pues el inicio de la guerra lo sorprendió durante un viaje a Alemania, donde permaneció durante todo el conflicto. El llamado a Rilke para enlistarse en el ejército austrohúngaro, en 1915, dio un “final inesperado” al “único intento de reanudar sus trabajos”. Al año siguiente, gracias a algunas de sus amistades, Rilke fue desmovilizado. Fue hasta terminada la guerra que Rilke pudo “abandonar la ciudad tan y tanto tiempo sufrida [Múnich]” para dirigirse, como “una deseada llamada”, a Suiza. Ernst Zinn señala que el traslado a Suiza “hizo nacer en el poeta la esperanza de poder crear las condiciones de vida y de trabajo apropiadas para su obra capital”.

La presencia de la guerra sí incidió en la disponibilidad del autor para meditar en su ya largo silencio poético y volver a escribir. Aun cuando la apacible acogida de un país apartado del dolor de la guerra solo le ofreció a Rilke “una complacencia y una utilidad que superaba todas sus previsiones”, la estancia en el castillo de Berg am Irchel le permitió, por un lado, retomar las Elegías, un camino cuyo final, como señaló Barjau, ya estaba trazado en la interioridad de Rilke, aunque necesitado de las imágenes precisas; y, por otro lado, el lugar donde, en un período corto, las concluyera, pero en otro castillo, el de Muzot, también suizo, en 1922.

El testamento anticipa la imagen de los amantes que conformarán, en las Elegías de Duino, esa unión que termina por superar a la amada, para dirigir al amante a una experiencia interior más elevada, la del hombre que se alza y la del ángel que es la cumbre: Rilke pregunta si existía la amante, “¿La que comprendiera que él había sido arrojado mucho más allá de ella, al penetrarla?”. Esta serie de notas y borradores también confirman lo que Barjau describe como la superación de la “cosa de arte”, noción que Rilke dio a su obra previa a la guerra (El libro de las imágenes y Nuevos poemas) para referir a la apreciación de la obra de un modo objetivo, escindido de la condición psicológica del creador. Esta contemplación basada, según Barjau, en la vista (Augenmensch) será sustituida por la contemplación del hombre que escucha (Ohrenmensch). El testamento descubre esa intención del poeta hacia 1921: “Es extraño: me doy cuenta de cómo todo lo que ahora me rodea me ha pertenecido a través del oído… y por el oído me ha sido arrebatado […] Empezó a ser, en cierto modo, ‘ilustrado’ por las vocecillas de los pájaros.”

El testamento que, en voz del “imaginario albacea”, “expresa una voluntad que será su voluntad última, aunque a su corazón le espere la tarea de muchos años”,no es propiamente el legado de una conclusión o el fin desesperado de sus reflexiones ante el impedimento por continuar las Elegías de Duino, sino la herencia de un desarrollo, el tránsito de la inquietante esterilidad creativa, que en Rilke será siempre una carencia interior, a la posibilidad de la iluminación creadora bien escrutada. Fue un legado fundamentado más en la súbita recuperación de la necesidad por el ímpetu creador, bajo la forma de una reflexión poética en prosa, que la expresión de una impotencia creativa insalvable, imposible de revertir. Lo que Rilke heredó en las notas y cartas de El testamento terminó por ser el trayecto, y no el final, de su búsqueda. ~

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(Ciudad de México, 1982) es poeta y ensayista, autor del poemario Lisonjas (Luz María Gutiérrez Editores, 2000) y del estudio Introducción a la poesía de José Recek Saade (BUAP, 2022)


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