La invención del referéndum

El referéndum es una de las herramientas políticas más discutidas en los últimos años. Su historia cuenta una parte de la historia de la democracia.
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1. Año cinco antes de nuestra era

La historia estuvo a punto de empezar el 1 de marzo de 1788, cuando la Asamblea General del estado de Rhode Island publicó un decreto para someter “a la Consideración de los Hombres Libres del Estado” el proyecto de Constitución redactado por la Convención de Filadelfia. Al tratarse de un “Pacto entre Gobierno y Gobernados” los convocantes razonaban que este no podía modificarse “sin el Consentimiento expreso de todos los Hombres Libres, dado con sus propias Voces, tomadas individualmente, en las Asambleas Ciudadanas (Town Meetings)”. Ni siquiera emplearon el lenguaje de los votos. Todo con mayúsculas.

Los antifederalistas habían defendido que la Constitución debía ratificarse mediante votaciones populares en cada estado de la futura Unión, pero los federalistas consiguieron que se impusiera un procedimiento indirecto: las convenciones de delegados. Los antifederalistas solo desafiaron la disposición en Rhode Island.

Los rodislandeses hablaron, a primera vista, como un solo pueblo: 237 Síes y 2.708 Noes. Hablaron es la palabra, porque votaron de viva voz. Solo en unos pocos distritos hubo verdadera oposición, pero la participación fue baja, en torno a un tercio del censo. Los federalistas del estado habían rechazado la convocatoria. El proceso solo retrasó lo inevitable: una Convención ratificó la Constitución cuando ya era un hecho consumado por el resto de los estados. Hasta cien años más tarde las votaciones populares sobre las leyes, ya entonces llamadas referendos, no volvieron a discutirse en los Estados Unidos.

En realidad, hubo una segunda vez: la Orden de Secesión de los estados de la Confederación de 1861. Con eclecticismo entre las tradiciones federal y antifederal, dicha orden se consideraba válida tanto si la aprobaba una Convención como si lo hacía el voto popular. Virginia, Tennessee y Texas eligieron la vía comunitaria para su autodeterminación. Los condados que hoy forman Virginia Occidental se autodeterminaron contra el resto de su estado y acabaron separándose.

No habíamos empezado y ya asomaban todas las esquinas del problema.

2. Denominación y origen

El concepto de referéndum, bajo cualquier nombre, no se hizo necesario en el lenguaje político hasta la aparición de las modernas constituciones. Su verdadero nacimiento tuvo lugar en el transcurso de la Revolución francesa, antes de que existiese la democracia tal y como hoy pensamos en ella, y dio lugar a una práctica que se extendió por igual tanto en futuras democracias como en dictaduras: las consultas convocadas por el gobierno. Su segundo nacimiento fue algo posterior: consistió en la reinvención del autogobierno local y del pacto entre comunidades en Suiza, como parte de un proceso de reforma democrática. Aquí germinó el derecho de los ciudadanos a ser consultados sobre cualquier ley, e incluso el de iniciar la aprobación de una ley. Las consultas de arriba abajo y los instrumentos de democracia directa, de abajo hacia arriba, tuvieron historias muy distintas. En los Estados Unidos la idea antifederalista quedó arrinconada, pero la experiencia americana influyó en Francia y, a través de ella, en Suiza, desde donde la semilla regresó a finales del siglo XIX pero ya no a Nueva Inglaterra, sino al oeste del Misisipi.

La relación entre lo que llamamos referéndum y lo que llamamos democracia no es sencilla. En sus orígenes, además, las palabras significaban otra cosa. A finales del siglo XVIII la democracia era un término técnico para referirse a los raros lugares en los que los ciudadanos tenían el derecho de administrar sus asuntos a través de una asamblea. Los autores de la Enciclopedia (1751-1765) admitían que, tomado al pie de la letra, el concepto solo encajaba bien en San Marino, “una roca pelada que nadie quiere, gobernada por quinientos campesinos”. Ginebra les parecía el ejemplo más cumplido, pasando con naturalidad sobre sus clases hereditarias, que muy pocos tuvieran derecho a participar en la Asamblea y que aún menos, los ciudadanos puros, pudiesen ostentar cargos públicos. Aparte de los intelectuales, nadie usaba la palabra y nadie era todavía demócrata, sino patriota, jacobino, whig o lo que correspondiese.

La palabra referéndum no empieza a tener el significado que hoy le damos hasta la década de 1870. Proviene de un latinajo del lenguaje jurídico que se empleaba en Suiza cuando las decisiones colectivas se remitían de nuevo a los cantones por parte de sus delegados. En la Gaceta de Madrid del 17/08/1810 puede leerse una crónica firmada en Berna sobre la Dieta que se había celebrado poco antes. En un cierto punto los delegados intentaban acordar un sistema general para los “peazgos” en todos los cantones, “pero a causa de la variedad de instrucciones no se ha admitido más que ad referendum ed instruendum para el año que viene”. Es la ocurrencia más antigua que aparece en Google Books. El nuevo uso de la palabra lo introdujo el llamado Movimiento Democrático en la década de los sesenta, por analogía, para designar al reciente derecho de los ciudadanos a que se les consultase sobre una ley si lo pedían. Posiblemente lo escogieron porque resonaba gratamente en la tradición de libertad de los cantones, o tal vez fue un accidente. Solo el idioma alemán de Suiza lo ha adoptado, y solo para uno de los tipos de “votaciones populares”, los que se refieren a leyes ya aprobadas por el parlamento. En Alemania y en Austria los textos legales hablan de votaciones populares, sin más, que es como se llamaron siempre. Sin embargo, el término prendió en francés y en inglés, y voló a Estados Unidos y a la fama mundial.

3. Llamando a la nación

La primera votación “nacional” del mundo se celebró en Francia para aprobar la Constitución de la Montaña, o del Año i, en 1793. Participó el 26% de los ciudadanos varones, y el 99% (1.181.918) votaron Sí. La votación no fue secreta, sino en “asambleas primarias” a lo largo del mes de julio. La votación tampoco sirvió de mucho, pues el gobierno prolongó indefinidamente los poderes de excepción que ya tenía y la dejó sin efecto.

La Revolución francesa no fue acompañada de una ola de democracias, pero sí de referendos constitucionales y de un tipo especial de autodeterminación, en los que algunos territorios se agregaban a Francia o a otros Estados amigos. Salirse ya fue otra cosa. Cuando se aprobó la constitución montañesa el proceso estaba en marcha, pero hasta entonces solo se había ejercido en entidades semisoberanas. Entre 1791 y 1798 se celebró algún tipo de votación popular para declarar su adhesión o su anexión a Francia, o para ratificar sus constituciones, en Aviñón y Condado Venaissin, en el Condado de Niza, en Mónaco, en Saboya, en Ginebra, en Bélgica, en la República de Batavia (Países Bajos), en la República Cisrenana (capital Colonia), en la República Rauraciana (Jura), en la República Helvética, en la República Ligur, en la República Cisalpina –resultado de la fusión, mediante referéndum, de la República Traspadana, de capital Milán, y la República Cispadana, con sede en Bolonia– y en la República Véneta. La lista se lee como episodios de un tebeo de aventuras.

La constitución del directorio (1795), con su Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, también se aprobó con baja participación y casi nula oposición. A partir de aquí, el uso de la consulta popular ya solo pudo juzgarse autoritario y al servicio del gobierno. En los años siguientes Napoleón Bonaparte obtuvo por abrumadora mayoría la Constitución consular, el Consulado vitalicio y la corona imperial. La constitución de 1800 se refrendó con el 99,95% de votos afirmativos, con una participación de algo más de cuatro de cada diez varones adultos. El Consulado vitalicio (1802) le fue otorgado por el 99,77% de los votos y el Imperio (1804) por el 99,93%. Más de la mitad de los ciudadanos votaron entonces. La participación podía significar algo: a su regreso del exilio en Elba la Carta de 1815 también fue aprobada casi por unanimidad, pero votaron menos de un quinto de los convocados

La ola llegó a lugares remotos. El “Director Supremo” Bernardo O’Higgins celebró una consulta en Chile, en 1817, para ratificar la separación final de España, mediante el ingenioso expediente de recoger firmas en dos libros, los del Sí y los del No, para que no hubiera duda de cuál era el deseo de cada chileno. En 1846, el gobernador Roberts de Liberia convocó un referéndum de independencia, seguido de otro constitucional. Mucho había que afinar la vista para discernir la semilla democrática.

De nuevo en Francia, en 1851 Luis Napoleón recuperó el latinismo “plebiscito” para este género de votaciones. Consiguió un apoyo asombroso: el 92% de los votantes ratificaron su acceso al poder mediante un golpe de Estado, con una participación del 81%. Para celebrarlo hizo acuñar unas medallas de bronce con su nombre y efigie; en el reverso aparecía un ángel de la victoria y el adagio “Vox Populi Vox Dei”. Debió de hacer muchas, porque todavía hoy se pueden comprar por unos treinta euros. Un año más tarde, una mayoría semejante sancionaba el retorno del Imperio y en 1870 una nueva constitución. No es extraño que la Tercera República silenciara los plebiscitos durante casi un siglo. A veces se habla de una corrupción plebiscitaria de la idea de referéndum. Me parece un anacronismo, lo cierto es que las votaciones populares todavía estaban por democratizar.

En 1871 Ernest Renan había escrito: “No aspiramos a la igualdad, sino a la dominación. Los países de razas extranjeras deben ser países de siervos, de jornaleros y de obreros” (La reforma intelectual y moral). En 1882 dictó en la Sorbona su famosa conferencia Qué es una nación, donde la definió solemnemente como “el plebiscito de todos los días”. Nadie pudo pensar entonces que aquello iba de democracia.

4. Haciendo y rehaciendo la democracia

La segunda raíz del referéndum moderno se encuentra en Suiza, aunque la ola francesa pasara por allí y dejara un poso. La primera vez que los suizos votaron, digamos, como nación, lo hicieron napoleónicamente, para aprobar la Constitución de la República Helvética de 1789, tras haber sido ocupado el país. Los suizos pronto renegaron de su centralismo, pero retuvieron sus preceptos sobre la votación popular, como que las asambleas primarias de los cantones pudieran vetar cualquier cambio constitucional.

En contraste con el caso francés, las instituciones que colectivamente llamamos referendos fueron avanzando junto con la democracia en Suiza. El veto legislativo y la consulta obligatoria para cuestiones constitucionales se adoptaron en los cantones en los años treinta y cuarenta del siglo XIX. No hubo unanimidad, hubo una pequeña guerra civil para evitar la secesión de la Liga Particular, la Constitución de 1848 quedó en minoría en ocho de los 27 cantones, y muchos se mostraron divididos. Pero se aprobó, mientras que algunos cantones ya avanzaban otro paso con el derecho de iniciativa, una votación enteramente “desde abajo”. El llamado Movimiento Democrático promovió, en los años 60-70, la generalización del referéndum en todos los cantones y en los asuntos federales, lo que culminó en la Constitución de 1874. Una enmienda de 1891 estableció el derecho de iniciativa popular para la revisión de la Constitución misma. Fue la máxima expansión de los instrumentos de democracia directa.

El éxito de Suiza puede explicarse por la forma gradual en la que se introdujeron los mecanismos de votación a lo largo de todo un siglo, de lo cantonal a lo federal, y de la consulta por iniciativa de las élites a la iniciativa de los ciudadanos; o tal vez se deba a la genuina continuidad, con su debida reinvención, con los hábitos de participación y decisión colectiva presentes en la confederación helvética antes de la democracia moderna.

Suiza se parece un poco a lo que podría haber sido Estados Unidos si los antifederalistas hubieran triunfado. Más descentralizada, más comunitaria, y más desconfiada de la delegación y de los líderes. Durante la “era progresista” los populistas estadounidenses se fijaron en Suiza para diseñar su gran innovación institucional, el referéndum facultativo y la iniciativa ciudadana, que lograron implantar en numerosos estados del Oeste. En 1892 apareció La legislación directa de los ciudadanos mediante el referéndum y la iniciativa, de James Sullivan, activista y periodista que emigró a Suiza para aprenderlo todo de primera mano. Ese año se incluía el referéndum en el programa del partido populista. Se implantó por primera vez en Dakota del Sur en 1896.

En los Estados Unidos el referéndum arraigó después de la democracia representativa y la consolidación nacional; no antes, como en Francia, ni mientras tanto, como en Suiza. Aunque tuviera un bisabuelo antifederalista y un tío segundo confederal, la continuidad con las tradiciones de la democracia directa del estilo de los Town Meetings de Nueva Inglaterra era débil, por mucho que estimulara la imaginación y la retórica. Sus valedores querían reformar el régimen representativo, no sustituirlo. También querían la ampliación del sufragio, las primarias abiertas… y el voto de las mujeres. (Algunos cantones suizos se resistieron a esa intromisión hasta fechas cercanas.) Los populistas y progresistas afirmaban por experiencia que “el sistema” –como ya se decía– no les representaba. Que sus métodos llegaran a mejorarlo sigue siendo una saludable cuestión empírica.

5. El inventor

¿Por qué confiar una decisión al juicio de la mayoría? Un argumento muy importante es que de esta forma vivimos en paz, pero algunos siempre han querido creer que hay algo más. La ocurrencia más antigua de la sentencia “Vox Populi Vox Dei” que han encontrado los eruditos es del año 798: Alcuino de York le advertía por carta a Carlomagno en contra de tal consejo: “desenfreno” y “locura” es más bien lo que esperaba del vulgo. Ya entonces debía de ser común. La frase no es ni clásica ni bíblica, pero ha flotado en el curso de la historia con el perfume de ambas cosas. Tal vez provenga de una primitiva tradición electoral dentro de la Iglesia, pero se ha citado más entre los políticos mundanos.

Podría sorprender la simpatía de Maquiavelo. “Afirmo que el pueblo es más prudente, más estable y más juicioso que el príncipe. No sin razón se ha comparado la voz del pueblo con la voz de Dios” (Discurso sobre Tito Livio). Poco después añadía que el pueblo parecía tener “una facultad oculta” para el pronóstico y el discernimiento. No es que llegara a ser una frase radical. En Inglaterra se invoca en muchos panfletos políticos sobre el derecho del pueblo a participar en el gobierno junto con el Rey. Sin excesos. En la galería de retratos conservados sobre los elegidos en Francia para la Asamblea General de 1789 el visitante a la Biblioteca Nacional (en línea) puede comprobar que los que lucen el lema “Vox Populi Vox Dei” son todos sacerdotes. Nadie lo empleaba en 1791 cuando el antiguo Marqués de Condorcet, nuestro héroe, ingresó en la Asamblea de Francia.

En 1785, en un libro que la ciencia política tardó dos siglos en asimilar, el Ensayo sobre la aplicación del análisis de la probabilidad a las decisiones obtenidas por mayoría de votos, Condorcet había ofrecido, aunque sin referirse a ello, un fundamento matemático para la “facultad oculta” de Maquiavelo. Si cada individuo tuviera una propensión a acertar mejor que el azar de una moneda, y si cada uno emitiese su juicio de forma independiente, la mayoría tendría una probabilidad de dar con lo correcto que es muy superior a la del individuo. De hecho, puede crecer exponencialmente con el tamaño del grupo, hasta aproximarse a la certidumbre. Esto se conoce hoy como el Teorema de los Jurados.

La pertinencia de esta sabiduría para la democracia moderna puede no parecernos muy grande, pero eso no es lo que pensaba Condorcet. Nosotros entendemos la política más como enfrentamiento de intereses que como una manera de hallar la correcta solución a los problemas, no digamos ya para discernir la verdad. Al escribir de política, Condorcet distinguía entre votar según “la opinión” y según “la voluntad”. Si todos votáramos según nuestra opinión, aunque seamos libres de hacerlo con nuestra voluntad, la mayoría encontraría la mejor decisión (De la naturaleza de los poderes públicos en una nación libre, de 1792). Cuando Condorcet presentó el proyecto constitucional de la Gironda en 1793, del que fue el ponente principal, no tenía duda de que la Constitución debía ser refrendada por el conjunto de los ciudadanos. Las decisiones constitucionales, al menos esas, sí favorecían las condiciones en las que la opinión predominaba sobre la voluntad.

El siglo XVIII fue un siglo deísta. Los ilustrados creían en un dios sin voluntad, común a todas las religiones, que podía descubrirse en la armonía entre la razón y el mundo. Incluso un creyente como Leibniz había expuesto, a comienzo del periodo, una versión de esta armonía: vivimos en el mejor de los mundos posibles. Condorcet podría haber dicho que el dios que habla por boca del pueblo es el dios de los filósofos, el dios que da una constitución al mundo: un dios sin personalidad, sin emociones y sin deseos. La soberanía popular es como la de ese dios.

Pero como incluso en el mejor de los mundos posibles hay que bajar las escaleras con cuidado, Condorcet fue también el inventor de un sistema de control de las decisiones de gobierno basado, a su vez, en la democracia directa. Su proyecto constitucional contemplaba el derecho de veto legislativo y la capacidad de iniciativa legislativa popular, como instrumentos para guardarse de arbitrariedades, para regresar a la recta opinión mayoritaria cuando los representantes se desviasen, como recursos, en definitiva, para hacer más democrático el sistema de representación. Puede que Condorcet fuera la primera persona del mundo en emplear la expresión “democracia representativa”. Su proyecto constitucional fue rechazado por la Asamblea, pero dos ideas perduraron: la ratificación por votación nacional directa y la posibilidad de ejercer el veto popular a la legislación, aunque lo segundo no llegara a aplicarse. No pudo ayudar más, tuvo que correr a esconderse. El terror revolucionario lo persiguió y empujó a morir.

Que la democracia –constitucional y representativa– deba urbanizar la provincia de las votaciones populares, y que las votaciones populares puedan venir a enderezar la democracia –especialmente a sus representantes, también a sus constituciones– no es el resultado de una historia mal contada, casi todas acaban así. ~

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es profesor de sociología en la Universidad de Salamanca. En 2016 publicó La reforma electoral perfecta (Libros de la Catarata), escrito junto a José Manuel Pavía.


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