En junio del año pasado, asistí en Buenos Aires a una serie de conferencias de partidos de izquierdas del Cono Sur. Había representantes chilenos, argentinos, brasileños, paraguayos, uruguayos. Las charlas fueron poco fructíferas. La idea original consistía en traer dos temas europeos (el laborismo bajo Corbyn y Podemos, del que yo me ocupaba) y debatir sobre ellos, pero el formato derivó en una serie de monólogos autocomplacientes sobre la izquierda. Los más beligerantes eran los del Partido de los Trabajadores de Brasil. Su única baza para las elecciones que se aproximaban era explotar el estatus de mártir de su líder encarcelado Lula da Silva. El pueblo hará lo que diga Lula. Meses después ganó las elecciones Jair Bolsonaro, un exmilitar con tendencias autoritarias y nostálgico de la dictadura.
Casi todos los presentes compartían un estado mental: la izquierda debe recuperar el futuro, hablar de nuevo de utopías. Esto no podría conseguirse sin tener en cuenta las derrotas del pasado, algo especialmente importante en América Latina, que vive en una dialéctica constante entre revolución y contrarrevolución. Como explica Enzo Traverso en Melancolía de izquierda. Después de las utopías (Galaxia Gutenberg), para la izquierda “las tragedias y batallas perdidas del pasado son una carga y una deuda, pero también son la promesa de una redención”. Según esta lógica, la base sentimental de la izquierda es una combinación de memoria y utopía.
Pero ¿qué pasa cuando no es posible ya hablar de utopías? Aunque América Latina tiene motivos suficientes para imaginar un futuro mejor, la caída de la URSS colocó a la izquierda global en un presente eterno. La Unión Soviética fue durante décadas el elefante en la habitación de la izquierda. Incluso los partidos que rechazaban radicalmente el modelo soviético se veían influidos por su presencia. La URSS permitía el autoengaño de un mundo alternativo o más auténtico. Tras su caída, incluso los liberales dejaron de creer en el progreso: habíamos alcanzado el fin de la historia. El progreso a partir de ahora sería la gestión de la prosperidad del presente.
Como recuerda a menudo el filósofo John Gray, la utopía no murió del todo con el fin de la historia. La Gran Recesión podría definirse como la consecuencia de un triunfalismo y autocomplacencia liberal. Se idealizaron la globalización, la apertura de mercados y la extensión de la democracia liberal por todo el mundo. Pero es innegable que estamos huérfanos de futuro, que solo podemos imaginar como una distopía tecnológica o como un apocalipsis ambiental.
En este contexto, la izquierda ha perdido una de sus señas de identidad. Muertas las utopías y la promesa de un futuro ideal, solo queda la memoria. Como dice Traverso, “las utopías del siglo pasado han desaparecido, dejando el presente cargado de memoria pero incapaz de proyectarse en el futuro”. El resultado es un estado constante de melancolía.
La izquierda siempre ha tenido un componente melancólico. Suele idealizar sus derrotas y su memoria histórica. Como escribía León Trotski en Literatura y revolución, los marxistas no son como los futuristas que rechazan radicalmente el pasado; los marxistas alimentan sus utopías de las derrotas épicas del pasado: la Revolución francesa inspiró la Comuna y la Revolución de 1848, y estas a su vez inspiraron las revoluciones de 1905 y 1917 en Rusia, y así sucesivamente. Pero la derrota final de 1989 y 1991 no produjo una épica nueva. Tras la caída de la URSS, la izquierda radical, aunque mantuvo el voluntarismo que le caracteriza, se refugió en una melancolía pasiva. Cuando imagina un mundo alternativo, o el fin del capitalismo, ya no se ve como protagonista o vanguardia de ese cambio. El capitalismo se derrumbará por sus propias contradicciones, y solo toca esperar.
Puede existir una izquierda sin una idea de utopía. Es, de hecho, deseable. Bajo el concepto de utopía se esconden a menudo los sueños de totalitarios. Como escribía el pensador conservador Michael Oakeshott, los utopistas “nos dicen que han visto en sueños una forma de vida gloriosa y sin conflictos adecuada para toda la humanidad. […] Una visión de la condición humana de la que se ha eliminado todo conflicto, una visión de la actividad humana coordinada e impulsada en una sola dirección a la que sirven todos los recursos. Y este tipo de persona entiende el ejercicio del gobierno como la imposición de las características de la condición humana presentes en su sueño. Gobernar es transformar un sueño privado en una forma de vida de carácter público y obligatorio”.
Una izquierda sin utopía es, en cierto modo, una izquierda que ha aceptado (por convicción o resignación) el reformismo. Al mismo tiempo, como se preguntaba recientemente Manuel Arias Maldonado: ¿puede existir una izquierda, y por extensión una política, sin una idea de futuro? ¿Cómo se hace política en la era de lo inevitable y del presente eterno? Los partidos siguen vendiendo un futuro mejor, cambio, progreso. Pero el individuo melancólico posmoderno, escéptico con las grandes narraciones, cree que el futuro ya no existe. ~
Ricardo Dudda (Madrid, 1992) es periodista y miembro de la redacción de Letras Libres. Es autor de 'Mi padre alemán' (Libros del Asteroide, 2023).