Resulta difícil ver la serie Cobra Kai sin hacer una analogía de la profunda polarización en la sociedad estadounidense. Cobra Kai reúne a los dos antagonistas de la película Karate Kid más de treinta años después. Johnny Lawrence, el rubio bully karateca, se ha convertido en un solitario perdedor que malgasta su vida entre cantidades industriales de cerveza, películas ochenteras, chambitas mal pagadas y el recuerdo constante del momento en que su vida se fue al carajo: cuando Daniel LaRusso le asestó la implacable patada de la grulla en pleno rostro, en una de las escenas más famosas de la historia del cine. Daniel, por su parte, es un empresario exitoso, dueño de una cadena de concesionarias de autos, casado con la mujer perfecta y no exento de cierta pedantería y condescendencia.
Al final de los dos primeros episodios, el contraste entre ambos personajes es completo y muy simétrico. Pese a que los guionistas hicieron un esfuerzo heroico para no caer jamás en la más ligera politización de las diferencias entre Johnny y Daniel, ambos aparecen como estereotipos de la época. Dicho de otra manera, Johnny, marinado durante décadas en los jugos de su resentimiento y el recuerdo de agravios más ficticios que reales, podría ser un perfecto trumpista, y Daniel sería un digno representante de la progresía liberal estadounidense, acaudalado, exitoso, ilustrado y a tono con los tiempos.
A pesar de los esfuerzos de Steve Bannon por vestirlo con los ropajes de una teoría coherente, si bien intelectualmente pobre, mezcla de nacionalismo económico y chauvinismo cultural, el trumpismo es sobre todo una actitud ante la vida: la nostalgia del bully devenido loser. El trumpista promedio añora una época donde los valores que él cree representar eran hegemónicos en la cultura y política estadounidense. Una época en la que todo mundo podía decir lo que pensaba, libre de la camisa de fuerza de la “corrección política”, y la agresividad y la fuerza no solo eran socialmente aceptables, sino una aspiración de la gente común.
Esa época, por supuesto, no existió más que en las películas y otras representaciones de la cultura popular estadounidense. En las dos primeras temporadas de Cobra Kai es muy revelador que la vida de Johnny, desde el momento de recibir la patada fatídica hasta 33 años después cuando despierta en un departamento de medio pelo rodeado de botellas vacías, no tenga una narración mínimamente plausible, sino apenas unos retazos de recuerdo: el día que no asistió al nacimiento de su hijo y la confesión de que jamás olvidó a Ali, la novia que le quitó Daniel. El Johnny Lawrence de Cobra Kai parece haber vivido los últimos treinta años en una cueva; no conoce el internet y su habla es una caricatura del léxico sexista y homofóbico del hard rock de los años ochenta.
El trumpismo es también un atajo entre una época dorada, el tiempo lejano en que America era great y el oscuro presente en que viven los trumpistas, arrinconados por su forma de hablar, su torpeza sociocultural y las creencias más desaforadas, como la idea de que las “élites liberales” les han robado hasta la Navidad. A diferencia de Johnny Lawrence, que con su rubia y ultramasculina presencia karateca dominaba los pasillos de la preparatoria y las idílicas lunadas de la playa californiana, el trumpista promedio no experimentó en su persona esa gloria perdida. Si bien los santones más visibles del trumpismo son hombres blancos de la tercera edad, Rudolph Giuliani en primer lugar, las fuerzas de choque, como los Proud Boys y otros similares, están integradas por hombres relativamente jóvenes que crecieron en los años noventa o en la primera década del nuevo siglo, inmersos en un medio cultural que ya rechazaba el estereotipo viril de los héroes ochenteros en favor de cierta apelación a la multiculturalidad, aunque fuera solo en la superficie. La suya es una nostalgia como la que describe Joaquín Sabina: “no hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió”.
Antes de la irrupción de Trump en la campaña electoral de 2016, la actitud que ahora llamamos “trumpismo” era una actitud marginal, un tanto vergonzante y humillada de antemano por el hecho de que el rasero que utilizaba para aquilatar su fracaso eran los propios valores de su villano favorito: las élites culturales estadounidenses. Era una actitud loser, en suma. Sus practicantes habrían vuelto al sótano de sus padres, a rezongar en sus empleos mal pagados y a resignarse a malvivir entre pobreza y adicciones, si el sorpresivo triunfo de Trump en noviembre de 2016 no hubiera agregado un elemento a la ecuación: el poder.
Este es, por supuesto, un recuento parcial, pero también un intento de ubicar al trumpismo más allá de las explicaciones sociológicas sobre las condiciones de la clase trabajadora blanca, la configuración del mapa electoral en Estados Unidos, y los cambios demográficos como destino ineludible y motor del resentimiento racial. Si vemos al trumpismo como una actitud latente en conflictivo diálogo con los cambiantes valores de la sociedad y la cultura popular estadounidense, podemos quizás entender también cómo pudo sobrevivir y casi dar otra campanada en las elecciones de 2020, a pesar de que la gestión de Trump como presidente, especialmente en el último año, ha sido un desastre de proporciones bíblicas.
Como explica Daniel LaRusso en un episodio de la segunda temporada de Cobra Kai, el atractivo de la fuerza es inmenso, enceguecedor para quienes han vivido en la impotencia. “Payback time”, lo llamaron muchos fanáticos de Trump, empezando por su hijo. El tiempo de la revancha. El trumpismo en el poder disfrutó menos sus triunfos que las derrotas de sus adversarios. “Own the libs” fue el mantra de los trumpistas, algo que solo puede traducirse como “joderse a los liberales”, y lo llevaron a sus últimas consecuencias. Algún día quizás alguien haga el conteo de todos los fanáticos de Trump que murieron de covid por negarse a usar cubrebocas y así “own the libs”.
En Cobra Kai, los personajes pasan de víctimas a victimarios. Los bullies reciben su merecido, sus víctimas se convierten en los nuevos bullies, y vuelta al inicio, mientras los dos antagonistas, por caminos muy diferentes, buscan encontrar el equilibrio. ¿Es posible algo similar en la sociedad estadounidense? El trumpismo está aferrado al poder tras la derrota electoral porque tiene terror de volver a quedar reducido a su esencia: una actitud loser. El presidente entrante ofrece una política de reconciliación, pero es difícil que los trumpistas más convencidos acepten la mano extendida cuando imaginan que esa misma mano los ha abofeteado repetidamente. La reconciliación del trumpismo tiene que ser, en primera instancia, individual. Como los afroamericanos y los mexicoamericanos antes que ellos, los trumpistas deben dejar de aceptar la imagen que la cultura dominante les ofrece y, sobre todo, la fantasía de que alguna vez fueron la especie dominante sobre el planeta. ~
Politólogo, egresado de la UNAM y de la New School for Social Research.