¿Cómo minimizamos las pérdidas de bienestar producidas por la pandemia entre nuestra ciudadanía? Esa es la pregunta central de política económica (de hecho, de política, punto) a la que se enfrentan todos los gobiernos del mundo hoy día. Renta, riqueza, salud y cualquier otro indicador que se nos pueda ocurrir para medir la calidad de vida se van a reducir en los próximos meses en todo el hemisferio occidental, y más allá. El trabajo del político electo se vuelve como el del repartidor de botes salvavidas en el Titanic. Ante semejante dilema no hay respuestas sencillas, aunque deseemos guiarlas por nuestros sesgos ideológicos previos. No: ni la forma del propio dilema está clara en nuestras mentes porque lo primero que ha hecho el virus es modificar los presupuestos para la toma de decisiones. Tenemos que reconstruir nuestra visión, desde abajo, desde las preferencias de cada uno, si queremos entender las posibles (y observadas) reacciones desde la cúspide de la pirámide política.
El cambio en las preferencias
Tradicionalmente, la disciplina económica ha optado por asumir las preferencias de los agentes (tú, yo, electores, empresas, hogares, políticos) como dadas, exógenas a sus modelos. Pero en las últimas décadas la disciplina ha abierto la caja negra del cómo y por qué llegamos a querer lo que queremos. Un shock de las dimensiones que tiene esta pandemia supone una oportunidad única para analizar estos aspectos.
Podemos partir de una hipótesis plausible: la epidemia ha modificado el orden de nuestras preferencias. Nos ha devuelto, al menos momentáneamente, a la base de la pirámide de Maslow: las necesidades básicas de salud, alimento, refugio que muchos dábamos por sentadas vuelven a estar en juego. La primera tiene un impacto mucho más simétrico que las otras dos. Al menos en el primer brote, el riesgo de contagio es relativamente independiente del nivel de ingresos y ahorro de que uno disponga. Nadie está a salvo de la enfermedad. Así que, como ese riesgo está distribuido de manera más o menos equitativa entre la sociedad, durante las primeras semanas el cambio de preferencias y también de actitudes es casi unísono: todos aumentamos precauciones, reducimos nuestro contacto con el mundo fuera de nuestro hogar, consumimos menos, no invertimos nada, nos quedamos a la expectativa. Pero a partir de ese momento se hace evidente que nuestras capacidades para cubrir las otras dos necesidades básicas (alimento, refugio) son bien distintas, correlacionando lógicamente renta y riqueza.
En paralelo, lo que era precaución individual se convierte en ley: los gobiernos, ante la dificultad de frenar al virus mediante el aislamiento individualizado de casos, y observando el desborde que viven las zonas de contagios inadvertidos hasta que fue demasiado tarde (Wuhan, norte de Italia, Madrid, Guayaquil, Nueva York), sopesan y, en la mayoría de los casos, imponen fuertes restricciones a la movilidad, cuyo formato último es el confinamiento generalizado de la población. Además de su efecto esperado sobre el propio virus, esta medida también tiene efectos sobre las preferencias de la ciudadanía. Por un lado, confirma que estábamos en lo cierto cuando cambiamos nuestro orden de prioridades: efectivamente, si se toman este tipo de medidas en el mundo, pensamos, la situación debe ser bastante grave. En ese sentido el virus trae consigo una profecía autocumplida de contracción de la oferta y la demanda, de retraimiento económico inevitable. Pero por otro lado acentúa las diferencias sobre cómo cubrir dichas necesidades. Llegando a cierto punto deja de estar claro que esta profecía autocumplida (el remedio y sus efectos secundarios) no sea peor que la propia enfermedad.
Las curvas
Una manera un tanto cruda pero útil de hacernos una idea de la creciente divergencia de perspectivas es dibujar una gráfica (véase la siguiente columna) con dos razones para la pérdida de bienestar, similar al que usó el economista colombiano Leopoldo Fergusson en su artículo “Eligiendo tragedias”:
((La República, 16 de abril de 2020 (bit.ly/2T3bdlY). ))en el eje vertical ponemos las vidas perdidas o perjudicadas por la Covid-19; en el horizontal, las que salen dañadas por la crisis económica.
Sobre el gráfico podemos dibujar dos posiciones opuestas respecto a la relación entre ambos valores. La línea roja equivale a asumir un dilema perfecto: cuanto más protejamos la salud frente al nuevo virus, mayor daño sufrirá el bienestar (también medido en otros efectos sobre la propia salud, de hecho) a causa de la pérdida de ingresos. La línea verde, que discurre en diagonal contraria, entiende que existe una relación virtuosa entre parar el virus y hacer lo propio con la economía. Cuando escuchamos a algunos epidemiólogos batiéndose a capa y espada con opinadores que hablan de poblaciones enteras asfixiadas por una especie de dictadura de las medidas sanitarias, realmente lo que hay detrás es una discusión sobre cuál de estos dos modelos representa de manera más fidedigna la realidad.
Entre medias se encuentra una posición que yo mismo he defendido en las últimas semanas: la de la curva amarilla. Este supuesto acepta, como la verde, que la economía sufriría particularmente con una crisis sanitaria sin precedentes. Al mismo tiempo, asume en conjunto con la roja que la salud también sufre con una cuarentena estricta, completa y continuada. La economía, por su parte, sufre en cualquier caso. Ya sea por las propias medidas de cuarentena, ya sea por la caída de la demanda y de la inversión. Hay un punto en esta curva que representa el momento relativo en el que la pérdida de bienestar es la menor posible. Para las dos opciones extremas ese punto es, por lógica, la cuarentena total (verde) o la apertura completa para, digamos, dejar que el virus corra libre hasta agotarse (roja). La primera llevaría aparejados importantes apoyos inmediatos para compensar la falta de actividad, mientras que, para la segunda, la política económica ideal es la reactivación de la marcha económica normal. La opción intermedia sitúa el punto entre las dos, en un lugar indeterminado pero no identificado con ninguna de ambas alternativas y, por tanto, trataría de equilibrar la minimización de pérdidas con el flujo de ayudas.
El párrafo anterior incluye el participio porque, tras un breve intercambio en redes con el propio Fergusson, y leyendo a personas particularmente sensibles al posible dilema duro que implican las cuarentenas (por ejemplo, a Marcela Meléndez, economista jefe del PNUD en América Latina y el Caribe), mi perspectiva se ha modificado: ya no veo solo una curva, sino varias. Para aquellas personas menos expuestas a los riesgos sanitarios, pero más vulnerables a la pérdida de ingresos, la curva roja tendrá más sentido. Por el contrario, para quienes no vayan a sufrir una caída económica importante, o que sí están en peligro de enfermedad grave por contagio de SARS-COV-2, la curva verde es mucho más cercana a sus intereses.
Lo interesante es que esta exposición variable a riesgos se traduce mal a las divisiones clásicas de coaliciones socioeconómicas de votantes que influyen las políticas en una decisión o en otra. Las personas con ingresos menores, o menos estables, con trabajos informales, o precarios (por ejemplo, con contratos temporales), sin capital humano acumulado, sin ahorros observan la crisis como una amenaza mayor que el virus. Pero también es cierto que inversionistas y propietarios de negocios, grandes o pequeños, pueden enfrentarse a un problema imprevisto de solvencia. Empresarios y trabajadores de base están del mismo lado: el de preferir un daño mínimo a la economía, suplido si es necesario con ayudas destinadas a proteger sus pérdidas. En el otro, encontramos a profesionales que puedan teletrabajar con facilidad, a quienes se ocupen en sectores que van a verse menos afectados por la bajada de demanda, o empleados con contratos indefinidos y empresas grandes listas para enfrentar la falta de liquidez por largo tiempo. Todos ellos, sobre todo quienes dispongan de ahorros, familiares con ingresos relativamente estables o capital humano del que habrá demanda en el futuro, pueden permitirse una mayor preocupación epidemiológica, e idealmente deberían estar dispuestos a pagar por sus costes, sanitarios y en transferencias sociales, a través de los impuestos correspondientes.
La cosa se complica todavía más cuando tenemos en cuenta factores sociodemográficos. Como mostró Claudia Hupkau en un análisis publicado en EsadeEcPol (think tank de cuyo equipo formo parte), “las mujeres tienen mayor probabilidad que los hombres de haber perdido su empleo desde el inicio de la crisis de la Covid-19 porque están sobrerrepresentadas en sectores cerrados por la cuarentena”. A ello añade que “las medidas de confinamiento pueden tener consecuencias en el reparto de responsabilidades en el hogar y el cuidado de los hijos. Las mujeres son más propensas a ser las únicas provisoras de cuidado infantil, lo que podría acentuarse durante la crisis sanitaria”. Esto apunta a una división no solo de género, sino también en hogares con o sin hijos. La combinación de teletrabajo con cuidados y educación en casa es, esencialmente, insostenible. Y, como enuncia Hupkau, la carga no se reparte de manera simétrica entre sexos.
Con la edad de nuevo se introduce otra variable divisoria de preferencias. Las personas mayores están en alto riesgo ante el virus, y es posible que ello les lleve a pedir medidas más severas. Sobre todo si sus ingresos están protegidos por una pensión suficiente. Pero para quienes necesiten seguir trabajando para vivir, a pesar de haber cumplido la edad de vida laboral, la visión será la contraria. De igual manera, las políticas diferenciadas para la protección de las personas mayores (por ejemplo, la imposición de cuarentenas estratificadas por edad) no parecen haber sentado del todo bien en estos segmentos, que las ven como una reducción paternalista de autonomía.
Partidos y gobiernos ante una decisión poco clara
En resumen, aunque el campo de juego de formación de preferencias esté claro, y las distintas visiones que se pueden producir sobre él también (acumulando un abanico de curvas distintas en cada sociedad), la interpretación de todo ello por parte de quien toma las decisiones sujetas al voto no está nada clara. Y lo peor es que las plataformas partidistas tradicionales tampoco sirven demasiado. Los politólogos Christopher H. Achen y Larry M. Bartels mostraron en su Democracy for realists el enorme peso que tienen las posiciones de dichas plataformas para que cada uno de nosotros nos formemos una opinión sobre tal o cual tema: muchas veces, miramos qué piensan nuestros referentes ideológicos y nos ubicamos en consecuencia. Pero esto es mucho más difícil ante un problema nuevo, poco explorado por cualquier político occidental en el pasado reciente, y que, como hemos visto, no tiene una división fácil entre coaliciones preconcebidas.
Así que por ahora el correlato con la división izquierda-derecha de las medidas tomadas es más bien difuso. Las posiciones de los gobiernos de Argentina, Colombia, España y Perú son más parecidas entre ellas de lo que sugeriría la variada tendencia ideológica de sus gobernantes. En todos estos países se han combinado cuarentenas de largo alcance con una ampliación de las ayudas destinadas a proteger a familias y empresas de la pérdida de ingresos.
El contraste con Brasil y México, las dos grandes referencias de los populismos hispanoamericanos, es evidente. Tanto Andrés Manuel López Obrador como Jair Bolsonaro han asumido plenamente la hipótesis del dilema perfecto entre salud y economía: están en la lógica de la curva roja, apostando (en esto, junto a Donald Trump) porque la marcha productiva resurja cuanto antes. Esa es la ayuda que ofrecen a su población, ninguna más: simplemente, la promesa de que las muertes que produzca el virus valdrán la pena. Sin embargo, no es que uno pueda establecer una relación exclusiva entre populismo y preocupación por la economía. Como ejemplo están los casos de Italia y El Salvador, ambos con políticas que parecen pensadas para encajar con la “curva verde” y ambos con gobiernos encabezados por nuevos liderazgos más cercanos al populismo que a ningún otro polo ideológico.
Dada la enorme novedad del reto, su imposible encaje con ninguno de los ejes existentes (ni siquiera en el más novedoso de todos, la dicotomía abierto-cerrado personificada por el dueto Macron-Trump que alimenta miedos y esperanzas liberales de nuestro tiempo), para entender las decisiones de cada gobierno debemos completar nuestra caja de herramientas con la economía política, la psicología y la historia.
Por ejemplo, en esta coyuntura, la mera limitación ideológica permite que un gobierno de izquierda pueda decidir entre una política antipobreza basada en la necesidad de garantizar el trabajo a los segmentos más vulnerables aun a costa de una mayor tasa de contagios, y activar mecanismos redistributivos junto a cuarentenas masivas para proteger el bienestar de quien se quede en casa. Si su limitación fiscal es mayor (economía política), o si el gobernante ha mantenido una actitud que dificulta el uso amplio de las vías de gasto público existentes y bajo ningún concepto desea entrar en tensión con su yo de hace unos meses (psicología), será más probable que se encalle en la primera posición, propia de la curva roja. Así es como podríamos explicar las decisiones de amlo: un presupuesto de escasa profundidad, unido a una retórica constante de oposición austera a lo que él considera como “poderes establecidos” dentro y alrededor del Estado, le dejan sin espacio de maniobra para apoyar a su propia población.
En España, en ausencia de ambas barreras u otras similares, y dada la magnitud que adquirió el brote, la decisión por el modelo de círculo virtuoso y protección a cualquier precio era la consecuencia más lógica. Aun así, hubo y hay tensiones dentro de la coalición de gobierno, que reúne a la vieja centroizquierda con la nueva izquierda escorada al extremo, a la hora de decidir cómo y hacia quién redistribuir. Para explicarlas, podemos atender a las diferentes audiencias del psoe de Pedro Sánchez y el Podemos de Pablo Iglesias. Es cierto que la unión de jubilados, trabajadores indefinidos, funcionarios y jóvenes profesionales liberales (los perfiles más significativos entre los votantes de izquierda españoles) es casi perfecta para dirigir a un gobierno hacia la curva verde. Pero mientras los primeros tres segmentos poblacionales van a demandar que se amplíen los sistemas de ayuda que ya existen, que les benefician sustancialmente porque el Estado de bienestar español se basa en la protección por categoría de empleo pasado o presente, la juventud urbana aspira a que se consoliden nuevos canales que les alcancen: ayudas para autónomos, compensaciones y moratorias de alquileres, o incluso una renta básica que encuentra reticencias entre los sectores más anquilosados de la vieja izquierda, pese a contar con nítidos apoyos entre personas que estarían normalmente a la derecha del actual gobierno.
De hecho, en el centro y la derecha las distinciones son igualmente complejas e informativas de los matices que muchas veces se escapan ante las comparaciones ideológicas toscas que normalmente usamos, o que usábamos antes de la pandemia. Martín Vizcarra e Iván Duque no son ni parecidos entre sí, ni mucho menos similares a Alberto Fernández. Y, sin embargo, Perú, Colombia y Argentina están poniendo en marcha programas de transferencias con vocación particularmente inclusiva (la dificultad aquí estriba a nivel operativo: no es nada fácil hacer llegar ayudas a millones de personas que no disponen de cuenta bancaria ni rastro fiscal distinguible). Todos contrastan fuertemente con la referencia más extrema de la derecha en la región: Bolsonaro, cuyos principales legitimadores ante el liberal-conservadurismo moderado (los ministros de Salud y Justicia) lo han abandonado en estas semanas. En un espectro ideológico similar al colombiano, el gobierno chileno ha mantenido una posición mixta bastante distintiva, que de hecho tiene mucho que ver con la curva amarilla (algo anaranjada, es cierto), tratando de encontrar un punto intermedio entre la necesidad de distancia social que afecta a la marcha normal de la economía y la provisión de puntos de apoyo a ciertas porciones vulnerables de la población. Incluso dentro de Colombia, por ejemplo, se da la circunstancia de que una alcaldía socioliberal, como la de Bogotá, coincide en este tipo de medidas con un gobierno conservador (aunque el propio Duque es probablemente el menos conservador de todo su entorno).
¿Un nuevo paradigma?
Más allá de ejemplos concretos, ¿hay algún hilo conductor que podamos intuir en esta variedad de respuestas? ¿Hay algo que defina a aquellos gobiernos que, efectivamente, son capaces de ver el abanico de curvas distintas entre la roja y la verde, identificando la estratificación de necesidades de su población como algo a atender de manera diferenciada? El lector pensará que dicha aproximación es más probable entre aquellos que se ubican alrededor de la moderación ponderada (socioliberales, socialdemócratas abiertos, liberal-conservadores en ese orden de factores) que hoy día encarnan líderes como Angela Merkel, Jacinda Ardern, Emmanuel Macron o Claudia López. Es posible, pero también es temprano para observar nada más allá de las trayectorias individualizadas de cada país, y a veces incluso de cada región o de cada ciudad. La tentación de adivinar un nuevo paradigma de respuesta equilibrada es grande, pero quizá la prisa y los sesgos le jueguen una mala pasada al lector. A la mente le encanta observar patrones donde solo hay caos. Y en la respuesta tan variada, en tan corto tiempo, a un reto tan grande, el patrón más probable es el caos. ~
(Valencia, 1985) es director adjunto en el Centro de Políticas Económicas de Esade (EsadeEcPol), doctor en sociología por la Universidad de Ginebra, miembro del colectivo Politikon, y coautor de El muro invisible (Debate, 2017). Escribe en El País.