Claudina Domingo
Las enemigas
Ciudad de México, Sexto Piso, 2017, 158 pp.
Los nueve cuentos que conforman este libro gravitan en torno a la enemistad. Menos predecible son los blancos de ese antagonismo: la muerte, la maternidad, la hermandad y, en particular, el lenguaje. Distintas voces, en su mayoría de mujeres, exponen sus vínculos con los otros a través de historias relacionadas con el destierro, la exclusión. Entre silencios, conversaciones fragmentadas e incesantes arrestos de pensamiento, los personajes de Claudina Domingo (Ciudad de México, 1982) dejan en claro que si bien uno puede lidiar con su propio pasado comportándose con hostilidad también puede hallar en el trato compasivo un camino a la reconciliación.
La búsqueda de esa complicidad, el proceso que conduce a la compasión, es lo que mejor define a los cuentos de Las enemigas: en un principio, los personajes parecen claudicar ante un lenguaje que les acontece, una fuerza poética que los distiende y los contrae y que los lleva de la interacción fragmentada con el exterior al vagabundeo interno. El flujo de pensamiento sumerge a los protagonistas en un mundo paralelo al presente y la superposición de tiempos les permite reconstruir las partes truculentas e inefables de su pasado. En su interior, los personajes esperan con impaciencia una compasión que el mundo exterior no les brinda. No obstante, en un segundo momento, el presente fustiga a los personajes y los obliga a salir de sí mismos para encontrarse con los otros y transformar las ideas que tenían acerca de ellos.
Narrado desde una poderosa segunda persona, “Corazón de la montaña” cuenta la historia de una madre que busca a su hija desaparecida: en una suerte de peregrinación por el Mictlán, mientras caminas por el desierto de Real de Catorce, “tú” recuerdas escenas de la compleja relación con tu hermana (quien te acompaña en la búsqueda) y las agresiones que mutuamente se infligieron años atrás. Durante el recorrido tu pensamiento va y viene del pasado y frases torpes interrumpen el silencio propio del desierto. En algún momento se revela una clave sobre la desaparición de tu hija que te devuelve al mundo presente. Es entonces, en la mudez que impone una noticia desgarradora, que tu hermana entiende tu dolor y se muestra compasiva: “El cuerpo de tu hermana, tibio y firme, desprende todavía su aroma a yerba. El suelo bajo tus rodillas, de piedra, sopesa tu carne blanda, tus huesos que han de durar menos que sus guijarros. Estás cantando una canción, una canción que habías olvidado y que se deshilacha en vocales desnucadas. El coro de tu hermana es un susurro y un lento mecimiento. Te vas a quedar sin voz. Te vas a quedar sin agua. Anochece mientras Jazmín te asiste en el parto de la muerte.”
Sin embargo, no siempre sucede que los otros lleguen a ser solidarios, incluso si la situación lo amerita. En “Una casa en el aire”, Claudio asiste al velorio de su madre. El recuerdo del jardín que le perteneció invade sus pensamientos y puede escuchar a las flores maldiciendo su orfandad: “Un viento cálido mece una buganvilia que le escupe una leperada. ‘Plantas rabiosas y canallas.’ Recibe una andanada de insultos. –Yo qué culpa tengo, también era mi madre –dice en medio del patio y por un momento todas callan. De pronto le cae el veinte: ellas no han podido despedirse de Carmen. Mete una maceta de geranios a la casa. La estridencia florea en la sala: la roja liviandad con que los geranios hablan de todo el jardín.” A diferencia de las mujeres de “Corazón de la montaña”, los parientes de Claudio no hacen el mínimo intento por comprenderlo; durante el velorio y el entierro, mientras el protagonista se pierde en el alcohol y en sí mismo, la familia se dedica a señalarlo como un estorbo, como el vicioso incorregible al que hay que juzgar. Ante ese panorama, Claudio aspira a encontrar una respuesta indulgente en el jardín que, como él, sufre huérfano en soledad.
En ocasiones –y así queda claro en otros relatos del volumen–, para compartir el horror de una historia íntima, es necesario que los personajes descubran un lenguaje común o al menos uno asintótico, que logre que sus historias se aproximen aunque no se toquen. En “Las manos invisibles”, Olga viaja a visitar a sus padres; en aquella casa se aloja también Margarita, una hermana suya recién llegada. Esta niña, de la que ignora todo, se encuentra embarazada, se comunica a través de alaridos sin sentido y requiere de una cantidad inimaginable de cuidados. Cuando Olga, entre sueños, entiende el sombrío origen del embarazo de Margarita, se compadece de ella. Solo desde la empatía puede decodificar sus gritos, entender el lenguaje del otro.
La mayor parte de los personajes de este libro se presentan como seres atormentados, en ocasiones por la muerte, en ocasiones por sus familias. El habla parece aislarlos hasta convertirlos en meros extraños. Sin embargo, incluso desde su exilio interior, todos se muestran propensos a la complicidad, abiertos a la reconciliación: las barreras del lenguaje se reducen cuando se sufre con el otro, cuando se acompaña al otro en el dolor. La mejor apuesta de Las enemigas es su exploración de cómo la realidad transforma las ficciones con las que narramos nuestro propio pasado y cómo el horror anónimo genera no solo conmoción sino cercanía. ~
(Ciudad de México, 1994) es escritora. Ha publicado, entre otros medios, en Revista de la Universidad de México, Tierra Adentro y Gatopardo.