Alessandro Baricco
Una cierta idea de mundo
Traducción de Carmen García
Barcelona, Anagrama, 2020, 200 pp.
Una cierta idea de mundo es un libro escrito por un bárbaro. Todo le parece genial a Baricco. Dice de Dickens: “ese hombre era un genio”. Spinoza fue “el último genio universal”. El Romanticismo fue una reacción genial a la Ilustración. Javier Cercas escribió un “libro genial”. La querella entre Antiguos y Modernos es la lucha “entre dos ideas geniales”. Las tácticas del futbol son geniales lo mismo que Desgracia de J. M. Coetzee. Alessandro Baricco es un bárbaro hechizado por el mundo y no lo oculta.
Baricco es un prolífico narrador (autor de novelas entre las que destacan Seda, Mr. Gwyn y La esposa joven), ensayista polémico (Next, El alma de Hegel y las vacas de Wisconsin, Los bárbaros) y dramaturgo (Novecento). Es un ferviente promotor de la lectura. Nació en Turín en 1958. Hace algunos años se mudó de ciudad y por tanto de casa. Decidió no llevarse ninguno de sus libros. En su nueva casa siguió leyendo: formó otra biblioteca. Al cabo de diez años de lecturas, Baricco seleccionó cincuenta libros y se propuso comentarlos, uno a uno, semanalmente en un diario italiano de gran circulación (La Repubblica). “Estos cincuenta son fruto de la casualidad, de lo que por azar he leído en un período de mi vida, solo eso”, afirma en el prólogo.
También es un campeón de lo nuevo, está convencido de que la modernidad ganó la partida y de que es necesario rescatar lo más valioso del pasado para transmitirlo bajo formas novedosas. Espectaculares, de ser posible. Ese es el poderoso alegato que defiende en Los bárbaros. Nada puede ser aburrido. En especial los libros, porque para un joven estos compiten con multitud de pantallas y dispositivos. Desconozco en qué sección dominical de La Repubblica aparecieron originalmente los artículos de Baricco, pero es claro que el turinés se dirige a una audiencia joven. Su propósito es invitarlos a leer. Esto es, los convoca a aislarse y a estar en silencio quietos durante varias horas, concentrados en el sentido de un libro. Una operación muy compleja. Sobre todo porque para ese joven ya no operan los códigos que antes prestigiaban la lectura. Ese mundo (el humanismo liberal) se terminó. Quedan las ruinas.
Lo hace desde un punto de vista ajeno a la melancolía. Leer es una aventura. Un placer. Un estímulo para la inteligencia. Una sociedad lectora es una sociedad culta y esta es ajena a la barbarie. Tristemente el siglo XX nos mostró que ese sueño ilustrado fue una ilusión. La Alemania de los años treinta era una sociedad en la que abundaban las editoriales y los periódicos, las bibliotecas y los museos, las salas de música. En ese contexto ilustrado nació el nazismo. Para George Steiner, tal vez el último de los grandes representantes del humanismo liberal, esa barbarie fue la culminación de la alta cultura, no su negación. ¿Se puede escribir poesía luego de Auschwitz?, preguntó Adorno.
El humanismo se desfondó. Se cuestionó el progreso. Se extravió la fe. Pero se siguió escribiendo poesía. Se siguieron publicando novelas, grandes novelas. La ciencia, con sus contradicciones, no ha dejado de avanzar aceleradamente. Hacia los años sesenta, con las pujantes manifestaciones de una nueva generación, resultó claro que se estaba gestando un mundo nuevo, una nueva cultura (pop) y una forma diferente de entender el tiempo. Octavio Paz, en 1967, todavía de manera algo confusa, apuntaba en Corriente alterna “la aparición en nuestra historia de otro tiempo y otro espacio”. La transformación, el paso de lo antiguo a lo nuevo, ha sido lenta, pero inexorable. Los nuevos bárbaros asediaron la muralla y conquistaron la ciudad letrada. El tesoro que encontraron lo repartieron primero de manera legal (comenzó entonces la venta masiva de libros en los puestos de periódicos) y luego como se pudo (a través de los pdf que circulan profusamente por las redes). Las grandes bibliotecas ahora son digitales. El canon fue cuestionado y relativizado. Ahora se lee con música.
La noción de que “todo, en el mundo, existe para concluir en un libro” (Mallarmé) le resulta ajena a las nuevas generaciones. Hay que invitarlas y seducirlas. Los bárbaros de la generación anterior invitan a los nuevos bárbaros a pasear por los restos de la vieja cultura que convive con la más reciente. Por eso Baricco, en Una cierta idea de mundo, incluye y comenta libros de futbolistas y tenistas, de políticos y religiosos, de filósofos clásicos (Descartes, Spinoza) y modernos (Pierre Hadot), de valores consagrados (Dickens, Lampedusa) y de lo relativamente nuevo (Bolaño, Cercas). La amplitud de temas permite que todos quepan, un ómnibus de lectores. Para reforzar la invitación, Baricco utiliza y abusa de un lenguaje chabacano. Así describe los albores del racionalismo: “Dos personajes que en el wéstern del pensamiento podrían encarnar, por así decirlo, a los dos pistoleros más rápidos de la frontera: Spinoza y Leibniz. Digamos que Descartes les había procurado las Colt, y ellos disparaban como nadie.” Respecto a la polémica entre los Antiguos y los Modernos, escribe que “el partido se jugó de nuevo entre los siglos XVIII y XIX, cuando los Antiguos se volvieron a presentar en el campo de juego con un nuevo nombre (los Románticos) y con una estrategia diferente: fue un partido muy disputado y esta vez ganaron los Antiguos (los Románticos) por dos buenos goles de diferencia”. Se trata de utilizar todos los recursos al alcance de la mano para rescatar los vestigios de la cultura humanista y transmitirlos a los nuevos lectores. Baricco lo tiene claro: “la historia de la cultura no es un hábito de esnob en convalecencia, sino un modo de reconstruir la prehistoria de nuestros pensamientos, de nuestras preguntas y de nuestras respuestas”. Por eso Baricco comenta en este libro (y antes en un diario de gran tiraje) cincuenta libros de temas heterogéneos. En la amplia red que tiende Baricco caerá alguien interesado en el tema que trata de modo naíf y seductor. Y ya en la red, el lector encuentra que Baricco no abarata sus temas. Que su lenguaje chabacano es una estrategia para introducir a temas complejos. El autor, aconseja Baricco, debe encontrar “un instrumento capaz de guiarnos a través de la historia con lucidez y nitidez, o sea, con facilidad”. Eso es precisamente lo que él mismo hace en Una cierta idea de mundo. Convencernos de que leer es una aventura. De que leer a Descartes es emocionante (y ciertamente lo es). De que las ruinas guardan todavía algunos tesoros.
¿Se puede escribir poesía después de Auschwitz? Se puede. Es una poesía distinta a la que antes se escribía. Antes se escribía desde la certidumbre de creencias trascendentes: Dios, el Estado, el Espíritu, la Cultura. Ahora desde la fugacidad y la incertidumbre, la superficie y la levedad.
¿Para qué leer? Contesta Baricco: “leemos por el simple placer de la lectura, y para salvarnos”. La reunión de estos elementos antitéticos es una característica de su estilo: el “simple placer” y la salvación. ¿De qué nos salva la lectura? ¿Estamos perdidos, estamos caídos? Baricco no lo dice, pero podemos entreverlo. ¿Para qué sirve escribir, para qué sirven los escritores? ¿Cuál es su función en el mundo? ¿Escribir para qué? Para darles nombre a las cosas, a los estados de ánimo, a las ideas, a lo intangible. Para nombrar los infinitos matices del mundo. Matices que nos asombran. Como la forma en que Homero describe la caída de un guerrero, el impacto de la lanza, el polvo, la sangre, el miedo. La literatura añade asombro al mundo y Alessandro Baricco se ha empeñado en difundir esa vieja idea entre los nuevos bárbaros. ~