A finales del siglo IV, Agustín de Hipona descubrió a Ambrosio de Milán leyendo en silencio. Si hay un momento que funda el imaginario del lector moderno, es ese hallazgo. Hasta entonces, leer era un acto oral y colectivo. El obispo de Milán lo volvió silente, velado, íntimo. Durante siglos, los lectores hemos creído que ese imaginario –el del lector absorto, meticuloso– permanecía intacto. Pero en las postrimerías de la cultura letrada surgen signos de su desgaste.
Este desgaste no afecta solo al lector. Si el lector moderno nació con el silencio de Ambrosio, el autor moderno surge del retiro: la figura del creador hermético, aislado en su torre. Ambos imaginarios se sostienen mutuamente. Cuando uno se desgasta, se desgasta el otro.
Uno de los signos más evidentes del deterioro actual es el retorno del autor. Como todo revenant, regresa transformado: ya no es el genio taciturno recluido en su obra, sino el creador ubicuo, cuya vida pública amenaza con devorarlo. Rodeado por una cultura que exige transparencia y accesibilidad, se aproxima a la figura del influencer, quien existe menos por lo que escribe que por lo que dice de lo que escribe. Memorias de un leedor de Pablo Sol Mora se puede leer como un contrapunto de ese espacio fracturado. No tematiza explícitamente el ocaso de este imaginario, pero su existencia misma responde a esta erosión.
A manera de respuesta, Sol Mora elige una forma del vasto imaginario para sí mismo: el leedor. Heredero del ejercicio silencioso, el leedor se distingue del lector contemporáneo. Es sensible al asombro que provoca la literatura; es riguroso con los materiales y consigo mismo; es capaz de asumir el riesgo que implica leer verdaderamente, y nunca regresar intacto.
Al escribir estas Memorias, el leedor se transforma en autor: protagonista de su propio relato, fuente de significados, constructor de sentido. La estrategia de Sol Mora es invertir los roles sin traicionarlos. No es el autor ubicuo que rinde culto al comentario público de su obra. No sabemos cuánto es biografía y cuánto ficción. Pero no importa. Asistimos a la construcción de un imaginario propio a través de un personaje que aparece y desaparece para ceder la voz a lo fundamental: los libros leídos.
Veinticuatro libros integran la biblioteca íntima que presenta Sol Mora. La organización es cronológica, pero también biográfica, pues cada libro marca un momento de su formación como leedor. El canon es deliberadamente misceláneo. Hay espacio para la adaptación infantil de Alicia en el país de las maravillas junto a las Meditaciones de Marco Aurelio; hay espacio para José Agustín, para Conan Doyle. Hay, incluso, espacio para la lectura “absolutamente mercenaria” del Quijote. Esta ausencia de jerarquías explica por qué un imaginario propio escapa a los mandatos culturales, a las campañas publicitarias, a las exigencias de una comunidad de “lectores” que aceptan pasivamente lo que, se supone, deben leer.
Esta ausencia de jerarquías no es casual. Sol Mora cimenta su imaginario sobre tres principios fundamentales.
Primero: frente al consumo, la dignidad del libro. A primera vista, Sol Mora profesa una veneración excesiva por el libro como objeto. Se detiene en ediciones, colecciones, traducciones, años; en librerías, en bibliotecas. Sin embargo, la minuciosidad no es fetichismo: es resistencia en contra del libro como mercancía fugaz –producido, consumido y descartado–. Cuando el autor asocia a Chéjov, por ejemplo, con la Serie Azul de la colección Austral, no está haciendo una acotación nostálgica; está fijando un concepto de lectura encarnada en libros concretos, históricos, rastreables. El conocimiento de que “allí donde probablemente no había ningún libro, había un Austral”, revela la profunda historia de cómo se distribuyó la cultura, cómo avanzó el leedor hacia nuevos horizontes. Así, Sol Mora marca un contraste: el cuidado editorial frente a la prisa de publicar y la lectura fugaz.
Segundo: frente a la facilidad, el riesgo. La cultura contemporánea promete acceso inmediato a todo: resúmenes, tutoriales, clásicos en minutos, cómo posar con un libro en la mano. Promete que leer es fácil, que todo libro es accesible con mínimo esfuerzo. El leedor sospecha de esta promesa y se resiste. No busca dificultad técnica –un libro complejo por complicado–, sino confrontación: textos que lo pongan en riesgo, que lo transformen. Por eso lee Peanuts con el rigor de un filólogo: no porque sea difícil, sino porque exige atención absoluta. Por eso se encierra a leer los Diarios de Kafka como quien se prepara para un duelo. Sol Mora retoma la cita conocida del praguense: “Un libro debe ser el hacha que rompa el mar helado que hay dentro de nosotros.” Leer no es consumir información. Para el leedor es asumir el riesgo del hachazo, buscarlo.
Tercero: frente a las etiquetas, la conversación. Las etiquetas editoriales fragmentan la literatura en categorías cada vez más estrechas, que vacían su significado. El leedor aplica un criterio, exclusivo: ¿ese texto me confronta? Paradójicamente, la mirada única multiplica las posibilidades de lectura. Síntoma de esta visión es el gesto inusual de incluir, entre sus veinticuatro libros, a la crítica literaria. No como literatura ancilar, sino con un sentido pleno. George Steiner y Christopher Domínguez Michael entran en su canon con los mismos derechos que Thomas Mann, que López Velarde. El fondo se manifiesta: para el leedor, la literatura no es ni una categoría editorial ni un término académico. Incluye, puede incluir, cualquier texto con el filo de un hacha. La crítica literaria –cuando se arriesga, cuando es verdadera– rompe el mar helado. Al sortear las etiquetas, el leedor defiende la conversación franca: esa que se entabla entre quien lee y quien escribe.
¿Es conservador este imaginario? A primera vista, podría parecerlo. Un lector que exige materialidad, riesgo, rigor suena peligrosamente cercano al elitismo cultural, al círculo hermético. Pero hay una diferencia radical: el leedor no defiende un canon cerrado, sino una disposición. No se trata de qué libros leer, sino de qué es la lectura. Solo entendiendo esta diferencia podemos advertir que el imaginario del leedor no es conservador: es subversivo. Resiste la mercantilización de la lectura, la reducción del libro a un contenido. Y en un mundo que nos exige leer rápido, leer mucho, leer lo correcto, la subversión consiste en leer despacio, leer poco, leer lo que no se debe, leer diferente.
En rigor, Sol Mora no escribe estas Memorias para nosotros. Las escribe para sí mismo, sabiendo que el leedor es, en esencia, un solitario ambrosiano. Pero, al publicarlas, realiza un gesto paradójico: construye una comunidad de agustinos. Lectores que no necesitan ser vistos leyendo, pero que necesitan saber que no están solos. Que otros, en algún lugar, leen. Leen en silencio. Leen con la esperanza de que el mar helado está a punto de romperse. ~