He elegido la creación para escapar al crimen.
Albert Camus
En 1950, y después de hacer gala de sus habilidades en el boogie-woogie de La Rose Rouge, Albert Camus discutía animadamente con Octavio Paz, según recordó Carlos Fuentes de aquel tiempo prodigioso cuando conoció al poeta mexicano y junto con él recorrió los bares existencialistas de París. A kilómetros de distancia y debido al acoso del hermano Leoncio –profesor del colegio La Salle, donde estudiaba–, el devoto adolescente Mario Vargas Llosa se había vuelto “un descreído” de la religión e ingresó al Colegio Militar Leoncio Prado. Solo entonces, cuenta en El pez en el agua, “me atreví a desafiar a la gente que me rodeaba con el exabrupto: ‘Yo no creo, soy un ateo’”. Al salir del Colegio, se inscribió en la Alianza Francesa y para 1953 ya leía a Gide, Camus o Saint-Exupéry. Sustituta de la religión, la literatura también puede obrar milagros y nos convierte, sin que nos demos cuenta, a una fe quizá más perdurable. Si lo había librado –aun metafóricamente– de la horrenda cárcel que significaba el trato con “ese señor que era mi papá”, lo transformaría más tarde con la convicción de que el escritor era el hombre más libre del mundo y que su vocación, la literatura, era “una forma de resistencia al poder”.
No voy a hablar aquí del fallido intento de convertirse en presidente del Perú ni de cómo comprendió que la idea de entrar a la contienda –que “la promesa fuera por fin historia”– no se lograba mediante la política. Me interesa más el relato de su devoción primera –la de quien halla en la literatura esa forma de resistencia– y su decurso hasta el conocido momento en que renuncia a Casa de las Américas y a su militancia de izquierda. Seguir su vocación literaria en ese camino nos guía a su primera colaboración en la revista cubana –“Los Carnets de Albert Camus” (1964)– y el arco que se despliega hasta su penúltima colaboración en Plural, la revista de Octavio Paz, donde publicó “Albert Camus y la moral de los límites”, en 1975. Ambos textos fueron recogidos en el libro Entre Sartre y Camus (1981), título dedicado no casualmente a Paz, y no es noticia lo que él mismo admite en sus primeras páginas cuando reconoce que acabó “dándole la razón a Camus dos décadas después de habérsela dado a Sartre”.
Fue a mediados de los cincuenta cuando Vargas Llosa conoció a Luis Loayza, quien se volvería uno de sus grandes amigos y uno de sus primeros preceptores literarios. Loayza y otro compañero lo habían apodado “el sartrecillo valiente” por su admiración al filósofo, pero Loayza prefería a Camus. En 1958 –después de buscar infructuosamente una entrevista con su admirado Sartre en París– conoció al autor de El hombre rebelde: “Me acerqué, balbuceando, en mi mal francés, que lo admiraba mucho y que quería entregarle una revista y, ante mi desconcierto, me respondió unas frases amables en buen español […]. Estaba con el impermeable de las fotos y el cigarrillo de costumbre entre los dedos.”
En 1962 leyó los Carnets, de Camus, y publicó su lectura en Casa en 1964. Allí quiso explicarse cómo el francés había pasado de ser un rebelde al “lastimoso puesto de un escritor oficial, desdeñado por el público”. No le parecía suficiente la explicación que se aducía, relacionada con la actitud de Camus frente a la guerra de Argelia, cuando había preferido, entre la causa justa y la minoría, a la última. Su elección había sido de tipo moral. Sus palabras –“Ahora están poniendo bombas en los tranvías de Argel. Mi madre podría estar en uno de esos tranvías. Si esa es la justicia, entonces prefiero a mi madre”– fueron muy repetidas entonces y sus críticos consideraron que su actitud revelaba una deplorable defensa del colonialismo francés.
En su comentario, el peruano hizo énfasis en que tanto Camus como su obra habían caído en el limbo y nada podría sacarlos de allí (aunque él mismo lo estuviera haciendo). Todo se debía a un “malentendido”: Camus no era un filósofo sino un narrador de “prosa seductora” y sus personajes tenían vida porque gracias a ellos podíamos “conocer mejor al hombre contemporáneo, prisionero del absurdo y la angustia”. No obstante, creía que cuando los lectores descubrieran al verdadero Camus –no el filósofo, el narrador–, volverían a leerlo. Había algo más que llamaba su atención y, si seguimos su estela en la revista cubana, podremos advertirlo con mayor claridad. Como en Plural, el peruano publicó solo ocho veces en Casa y participó en una encuesta sobre “El papel del intelectual en los movimientos de liberación nacional”. Su última aparición en la revista, a inicios de 1971, fue un fragmento de Conversación en La Catedral, seleccionado por Abelardo Oquendo, pues Casa se dedicó a la literatura peruana. Justo entonces comenzaba de manera frontal su distanciamiento de la revista. En enero había asistido, junto con Cortázar, a una accidentada reunión del Comité de Colaboradores que fue la última pues después de aquel encuentro se disolvió, como pudimos leer en la carta de Cortázar a Ángel Rama del 23 de marzo de ese año, en la que también le contó: “me agarré fraternalmente a patadas con los compañeros cubanos”. La carta finalizó con la noticia de que a Cortázar le acababan de anunciar el arresto de Heberto Padilla. Antes de estos acontecimientos, podemos seguir la ruta de Vargas Llosa relacionada con la defensa de su vocación e imaginar que Roberto Fernández Retamar –director de Casa y a quien Carlos Fuentes bautizó como el Zhdánov cubano– habrá leído sus textos con una especie, primero, de temor y luego de disgusto. Pronto agregó el nombre del peruano a su propia lista, émula de la soviética: Los enemigos del pueblo.
La revista publicó un fragmento de La Casa Verde y, más adelante, otro de Los cachorros. Allí también apareció el Vargas Llosa crítico de arte y publicó un artículo sobre Francisco Espinoza Dueñas en donde puede advertirse su interés por las obras que, al hablarle a los hombres, consiguen que estos reconozcan los dramas de la historia. La de Espinoza era una obra que respondía, también, al que consideró “dilema” entre historia y belleza propuesto por Breton a partir de la frase “en nuestra época la belleza es convulsiva”.
Dedicó igualmente dos colaboraciones a Arguedas: un ensayo y una reseña de Los ríos profundos, esa obra a la que tanto debe La ciudad y los perros. En “José María Arguedas y el indio”, contra el espíritu de la revista, criticó el “racismo al revés” del indigenismo así como su insuficiencia estética, debida a la obstinación de ver a la literatura como un vehículo ideológico, olvidando el compromiso de atender al “coeficiente estético”. Sin este, la literatura dejaba de existir pues de nada valían las buenas intenciones. El escritor debía comprometerse con la sociedad, consigo mismo y, sobre todo, con su vocación, pues la literatura no solo era un medio. Era también un fin y “para ser ‘útil’ debe primero existir. Conviene recordarlo a esos poetas que se llaman ‘revolucionarios’ e incurren en nuestros días en el error de los indigenistas de hace treinta años: ser un buen poeta no consiste en ser un buen militante”. Arguedas, como lo muestra en la reseña a Los ríos profundos, había logrado manifestar una realidad interior. Gracias a la literatura, nos mostraba las raíces del mal y la historia era observada desde el individuo: “única manera de que el testimonio literario sea viviente y no cristalice en un esquema muerto”.
En 1965, Vargas Llosa leyó la segunda parte de los Carnets y le exaltó la obsesión del francés por el estilo. Su reflexión no fue publicada en Casa, pero se encuentra en Entre Sartre y Camus y allí reflexiona sobre los distintos modos en que un pensador y un artista se relacionan con la verdad. Para el pensador, la verdad era “anterior a la escritura” y esta la culminación racional de sus descubrimientos. Para el artista la escritura era solo el principio de un proceso y en él dominaba un elemento esencial, de carácter espontáneo: “la intuición de la belleza”. Aunque no abunda en ello, lamenta que “la distorsión de su vocación” –entre el pensador y el artista– hubiera provocado en Camus “un desgarramiento trágico”. No volvería a escribir sobre el francés sino hasta que él mismo hubiera abrazado ya, sin ambages, su propia vocación.
La participación del peruano en la encuesta sobre el papel del intelectual habrá dado señales de alarma a Fernández Retamar. En la presentación de la encuesta se planteó la división que la revista asumió desde su inicio: “Allá el imperialismo, de este lado los que tengan el corazón y otros órganos en el debido sitio.” La encuesta apareció después de que, en 1966, Casa se lanzara contra Pablo Neruda y Carlos Fuentes por haber asistido a un congreso del Pen Club en Nueva York y por la entrevista de Fuentes en Life en Español donde aseguró que la guerra fría cultural había acabado. Para los cubanos no, y la agria polémica que se desató fue el primer indicio de la ruptura que varios escritores tendrían con la Revolución, entre ellos Vargas Llosa. Fueron sus respuestas las que abrieron el dosier y en ellas argumentó sobre la diferencia entre el creador y el intelectual. Ambos debían participar en la lucha por la liberación nacional y reemplazar el sistema vigente por uno socialista, aunque para el escritor significara “un desgarramiento irremediable, ya que en el creador el elemento determinante no es nunca racional sino espontáneo, incontrolable, esencialmente intuitivo. Y el escritor no puede poner ese elemento al servicio de nada”. Había que asumir esa desgarradura y hacer con ella literatura.
Firmada el 8 de enero de 1967 por los miembros del Comité de Colaboradores, entre ellos el peruano, una “Declaración” abrió el número 41 de Casa. El documento expresaba las tensiones que la revista debió asumir después de su agresiva postura contra Neruda, Fuentes, Mundo Nuevo y el financiamiento de la cia. Aunque en ella fue evidente que los miembros del Comité apoyaban “la irrestricta libertad creadora”, la declaración también argüía que los escritores debían asumir “su responsabilidad social” y contribuir con su obra a “la lucha por la liberación de los pueblos latinoamericanos”. Es probable que las frases sobre la libertad creadora fueran obra del peruano y de Cortázar, que entonces intentaban remendar la relación de Fuentes con la revista y en La Habana habían hablado sobre ello.
Pero algo se había fracturado. Apenas salió de La Habana, Vargas Llosa escribió una “Crónica de Cuba”, que apareció en Cuba, una revolución en marcha (Ruedo Ibérico, 1967), donde publicaron desde Fidel Castro hasta Fernández Retamar. Aunque allí hizo una defensa de la isla contra el bloqueo norteamericano y narró su experiencia conmovida al conocer el “Plan Banao”, también criticó sus formas de propaganda. Le parecían penosos los testimonios hagiográficos que pretendían mostrarla “como un dechado de perfecciones”, como un país al que el socialismo hubiera liberado, mágicamente, “de toda deficiencia y problema y convertido en invulnerable a la crítica”. Eso no era verdad y sostuvo que aún había aspectos discutibles de la Revolución. La Revolución y sus comisarios nunca estuvieron dispuestos a discutir sus errores.
Ese mismo año, Vargas Llosa recibió el Premio Rómulo Gallegos. Se habrán escandalizado en Casa cuando en el número 17 de Mundo Nuevo –esa revista “lacaya del imperialismo”– apareció el discurso del peruano. “La literatura es fuego” se llamó aquella pieza en la que defendió a Cuba “del imperio que la saquea”, pero recordó que el escritor era un insatisfecho permanente cuya vocación nacía de su desacuerdo con el mundo; la literatura, que no era conformista, se erigía en “una forma de insurrección permanente” y solo cumpliendo esta condición la literatura podía ser útil a la sociedad.
Pronto, en el número 45, publicó un texto central para entender el asunto de la vocación. Incluido en un dosier sobre “La situación del intelectual latinoamericano”, en “Sebastián Salazar Bondy y la vocación del escritor en el Perú” escribió frases que habrán escandalizado a sus anfitriones. Había dos clases de escritores: los que vendían su alma al diablo al renunciar a la escritura y aquellos para quienes la literatura era su actividad vital. El verdadero escritor era un rebelde; la vocación, una solitaria y la literatura una pasión intransferible que exigía una lealtad absoluta. Era sabido “que a la solitaria hay que conquistarla y conservarla mediante una empecinada, rabiosa asiduidad. Porque el escritor, que es el hombre más libre frente a los demás y el mundo, ante su vocación es un esclavo. Si no se la sirve y alimenta diariamente, la solitaria se resiente y se va”.
Para 1971, Vargas Llosa había elegido ya dónde estaba su lealtad y, después del caso Padilla, se convirtió en uno de los escritores tácitamente prohibidos en Casa. Ese mismo año, en México apareció Plural, de la que se convirtió en autor y amigo. En sus páginas volvió entonces a Camus.
En febrero de 1975 había ocurrido un atentado terrorista en Lima. Después de años, Vargas Llosa abrió El hombre rebelde y, pese a haber desairado a su autor en el pasado –“desaires” en los que encuentro un germen de acuerdo–, sus páginas le ofrecieron respuestas al horror. Comprendió así que “la idolatría de la historia” y la certeza de que en ella se decidía el destino de los hombres era un dogma. En “Camus o la moral de los límites”, destacó los valores del francés –el honor, la amistad, la dignidad humana– y coincidió en su desprecio por los dogmas. Contra ellos se alzaba la idea de libertad, inseparable de la tarea del creador, ese “adversario pequeño, pero pertinaz”, pues sabía que “la defensa de la libertad es no tanto un deber moral como una necesidad física, ya que la libertad es requisito esencial de su vocación, es decir, de su vida”. ¿No diríamos lo mismo de Vargas Llosa? El “descreído” había hallado su verdadera fe. ~