Esta nota debería explicarlo todo

Fallecido en 2021, Jimmie Durham fue un importante artista y activista de origen cheroqui, cuya obra fue motivo de dos exposiciones en Nápoles. Una de ellas, "Humanity is not a completed project", busca mapear una curiosidad que abordó la historia, el poder, la ciencia, la poesía y la arquitectura.
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Hay al menos cuatro preámbulos para llegar a la retrospectiva de Jimmie Durham en el Museo Madre de Nápoles, Humanity is not a completed project, primera desde la muerte del artista en 2021, a los 81 años.

En el primero, Durham nos habla desde una enorme pantalla plana situada cerca de la entrada del edificio, parte del Palazzo Donnaregina, fundado en el siglo XIII. Sentado frente a la cámara, o desde podios alrededor del mundo, el artista, poeta y activista entrado en años nos cuenta anécdotas y relativiza cualquier certeza, hablando lentamente, hilando frases que parecen aforismos rematados con pequeñas risas, como un profesor que termina la enseñanza con humor para imprimirla en la memoria de quien escucha. Así nos platica que, cuando vivía en México (entre 1989 y 1993) con la también artista y activista Maria Thereza Alves, tenían que ir a la estación para tomar el autobús a Cuernavaca, “y ahí había un puesto de seguridad, un arco que en realidad no servía para nada, pero todos teníamos que pasar por ahí y pretender que servía para algo, pretender que el guardia de seguridad también servía para algo. Y pensé: esto es una obra de arte genial… es lo mismo el Arco del Triunfo en Francia… la historia oficial siempre es tonta, especialmente la historia que tiene este tipo de mentiras tontas”, dice entre risas.

Unos metros más adelante, al pie de las escaleras del palazzo, en su parte construida en el siglo XIX y renovada por Álvaro Siza en 2005, un monitor en forma de cubo negro nos muestra al artista sentado. De una mesa a su izquierda toma una madera con dos chicharras entre las que agita un desarmador, produciendo el timbre exacto de un teléfono antiguo (The telephone call, 2006). Deja a un lado la herramienta y toma del piso el recibidor de un teléfono negro, “¿Diga?… No, no sé nada de eso, solo me dijo que tomara el teléfono y pretendiera hablar con alguien…”, rápidamente la conversación se transforma de absurda a tensa y su expresión se endurece: “No diga eso… ¿por qué dice eso?… voy a tener que colgar…”, pone el recibidor en su regazo y mientras respira hondo desde su silla, calmándose después del fuerte disgusto, nosotros queremos saber más de este melodrama de dos minutos en donde el artista nos muestra que no hacen falta grandes puestas en escena para despertar nuestra sed de morbo y credulidad, aunque sepamos muy bien que todo es mentira.

El timbre nos acompaña mientras subimos las escaleras del edificio, cruzando en el camino uno de los poemas de Durham impresos en la pared: “Quiero que mis palabras sean tan elocuentes como el sonido de un cascabel…” ¡Rrring!, ¡rrring! Esta arquitectura, a la vez antigua y súper contemporánea, de altísimos techos, lajas de basalto, mármol blanco y herrería, ubicada en el corazón de esta ciudad sedimentaria en donde cada piedra tiene algo que decir sobre el pasado, es en su conjunto la introducción perfecta para esta muestra, y su curadora Kathryn Weir lo sabe.

Última exposición en su mandato de tres años como directora del museo, Humanity is not a completed project es tanto el título de una obra de Durham como una frase de despedida de Weir, quien instaló en su paso por la institución un programa que por primera vez abordó las interconexiones entre el colonialismo y el fascismo, entre el arte y el poder a partir de historias poco conocidas ubicadas en Nápoles durante el régimen de preguerra de Mussolini (Belleza y terror: lugares del colonialismo y el fascismo, 2022); los orígenes desde el contexto local italiano y la aceleración de la crisis climática (Repensando la naturaleza, 2021-22); o la relativización del concepto de progreso y las distopías que produce, reconociendo en Nápoles dinámicas similares a las que se dan en otras regiones australes de Italia y países del sur global (Utopía y distopía: el mito del progreso visto desde el sur, 2021-22).

Estos son temas que preocuparon y ocuparon intensamente a Durham, quien en los años sesenta y setenta militó a tiempo completo en los movimientos de derechos civiles de los indio americanos de Estados Unidos, al mismo tiempo que se inspiraba en aspectos de su herencia cheroqui para comentar en sus obras sobre los peligros de la taxonomización de una cultura, de su transformación de materia viva a pastiche de tarjeta postal o, tal vez peor, en requisito identitario. Si la retrospectiva evita el recorrido estrictamente cronológico a favor de una serie de constelaciones conceptuales y formales, algunas obras y conjuntos clave ubican el pensamiento de un artista que vio venir de muy lejos los actuales debates en torno a la identidad, tal vez sin medir del todo las proporciones polarizantes que tomarían, particularmente en Estados Unidos.

De uno de estos conjuntos, tal vez el que agrupa las obras en las que Durham se permitió ser más didáctico (Museum of European Normality, 2018, en colaboración con Maria Thereza Alves, o The Indian family, 1985), sobresale un largo panel horizontal nunca antes presentado, God’s own drunks de 1974, parte de la obra y tesis visual con la que Durham se graduó de la escuela de Bellas Artes de Génova en 1973. En ella, el artista traza visualmente con fotografías y dibujos, agregando comentarios entre informativos, poéticos y satíricos, la historia del aplanamiento del folclor suizo, expresión compleja del sincretismo de los antiguos ritos paganos, cristianos y germánicos de la región alpina que para los años setenta ya era producto de consumo banal. El efecto de espejo es elocuente como el cascabel: la destrucción de la riqueza cultural no es exclusiva de los exóticos y desconocidos pueblos indios, parecía advertir. En la misma sala, una pequeña escultura en madera de un gavilán en vuelo realizada por Durham a los catorce años (Night hawk, 1954) completa el retrato temprano de un artista y los intereses que exploraría en una trayectoria indefinible, dominada por la intensidad de su obra escultórica.

Distintos núcleos muestran sus esculturas en todo su esplendor, desde la tercera sala en la que, con una modesta fotografía de archivo, la curadora recuerda la disposición de un denso conjunto de obras en la exposición histórica Original re-runs, en el Institute of Contemporary Art en Londres (1994), de la que exhibe Armadillo (1991), A dead deer (1986) y Racoon (skunk) (1989). En esta y otras esculturas, Durham monta el cráneo de distintos animales en elementos connotados de control urbano como vallas policiacas de Nueva York o vigas de madera de distintos espesores, orígenes y épocas, levantando con ellos a los animales de la tierra y llevándolos a alturas más cercanas a nuestra escala pero sin humanizarlos, más bien convirtiéndolos en apariciones místicas, todavía salvajes e indomables, revestidas de texturas y materiales inesperados que nunca dejan de ser lo que son para al mismo tiempo ser parte de las obras.

Ese acercamiento casi animista a los materiales, ya fuera su origen natural o industrial, es una noción constante en la obra de Durham. De esto, las esculturas Malinche (1988-1992) y Cortez (sic) (1991-1992) son ejemplos paradigmáticos. Malinche tiene historia propia, ilustrativa de la vida errante de un artista que se sentía, en sus propias palabras, “tanto un inmigrante como un refugiado” que “buscó la felicidad” fuera de Estados Unidos en Génova, Cuernavaca, Berlín y Nápoles. Según Alves, México fue el país en el que se sintieron mejor, rodeados de culturas indígenas que, en su evidente abundancia, no podían ser ocultadas. Es probablemente este encuentro con México lo que llevó a Durham a cambiar la identidad y forma de la escultura que presentó inicialmente como Pocahontas en la exposición Pocahontas and the little carpenter (Matt’s Gallery, Londres, 1988), y que desde 1992 se convirtió en Malinche. El cuerpo de la mujer, previamente sugerido por una silla alta y una larga túnica de color oscuro, está ahora claramente descrito: si en Pocahontas era abstracto pero majestuoso, en Malinche es explícito pero vulnerable. Sus brazos de madera culminan en manos delgadas que sostienen un lienzo blanco que cubre su sexo y sus piernas, unas piernas vestidas de blanco hasta los tobillos y más allá un pie pequeñito, desnudo, humano. El otro, enorme y natural, hecho de hojas de agave que bien podrían ser de tabaco. La espalda encorvada sugerida por un tronco hace colgar del espacio un sostén dorado. La vergüenza atormenta el rostro híbrido de mujer-reptil con unos ojos que nos miran, atrapados entre su mundo y nuestro imaginario inquisidor. En palabras del artista, “el mito de Pocahontas y John Smith se convirtió en un operante importante en la construcción de América y encontramos sus contrapartes por todo el hemisferio. En Brasil se cuenta la historia de una mujer llamada Iragema; en México, Malinche”.

Según las instrucciones de Durham, Cortez se ubica siempre en una sala contigua, con Malinche dándole la espalda. Otra obra de su periodo morelense en el que vivían, según Olivier Debroise, “en una casa hecha de puras escaleras, frente al Salto de San Antón”, Cortez es la antítesis sensible de Malinche, porque no deja de ser sensible aunque su cuerpo entero tenga el aura de una bazuca. Sus ojos azules ven hacia el horizonte, más allá de nosotros. La mueca de la boca y el rictus de la cara hablan el lenguaje de los metales que rodean su cráneo y las vigas que le dan forma a su cuerpo, como un cyborg que necesita poleas, tornillos y bisagras de acero para moverse porque no es nada sin la tecnología que lo ancla en el espacio humano; su cuerpo entero es un arma y los cañones están en su cabeza y triplicados en su miembro que nos apunta. Su brazo izquierdo, único síntoma de humanidad, parece una prótesis cubierta de una perturbadora piel que termina en la mano forrada de un guante inerte.

Sobra decir que la colonización de América está constantemente en la imaginación de Durham en su paso por México, en donde vivió cuatro años pero en donde exhibió una sola vez en la muestra Si Colón supiera…, curada por Rina Epelstein y Olivier Debroise en el Museo de Monterrey en 1992, año de las muy disputadas celebraciones por el quinto centenario del descubrimiento y evangelización de América, en términos de la época. Más adelante en la exposición del Museo Madre regresamos a este año emblemático en la documentación del performance Virginia/Veracruz realizado en las calles de Madrid por Durham y Alves con la participación de Alan Michelson. En la acción, los tres utilizan un bozal de cuero que les cubre la boca pero que les sujeta también la cabeza con cintas que les aprietan contra la frente una serie de fotografías y postales con imágenes que reproducen el supuesto ideal de la familia (blanca, heterosexual, de clase media) y otras imposiciones sociales contra las cuales los artistas se encuentran simbólicamente silenciados. Armados o, más bien, así desarmados, caminan por las calles de España e Inglaterra, visitando los monumentos de los poderes imperiales. La obra recuerda la de otro dúo, el de Coco Fusco y Guillermo Gómez Peña, quienes en Couple in the cage: Two undiscovered Amerindians visit the West (1992-1993) llevaron la idea a un registro extremo, ilustrando dolorosamente la realidad enfrentada por los pueblos originarios. El dúo se exhibió encerrado en una jaula en distintos contextos, entre museos y plazas en Europa y Estados Unidos, despertando en una parte de los públicos el catálogo entero de reacciones racistas al utilizar los mismos códigos (aunque fueran satirizados) de los zoológicos humanos.

La digestión de las colonizaciones nunca abandonó la obra de Durham, pero sí se transformó con el tiempo, volviéndose granular, porosa a la curiosidad del artista por las singularidades de la ciencia, la historia y su relación inseparable con la palabra; con la arquitectura y sus elementos más fundamentales, como las piedras, temas con los que la curadora compone distintos paisajes formales a lo largo de la muestra que nos recuerdan con frecuencia el sentido del humor del artista, permitiéndonos al mismo tiempo aproximarnos a la obra y a la persona.

En uno de estos paisajes dedicado a la arquitectura encontramos una referencia a ese arco del que nos hablaba Jimmie en el primer preludio, a esa mentira tonta de la historia de la que decide apropiarse, creando una serie de arcos del triunfo de uso personal con materiales disímiles (Arc de Triomphe for personal use (red), 2007), tal vez llamando nuestra atención a que la historia es de quien tenga el presupuesto para crear los monumentos durables a las victorias imaginarias.

Otro arco, entrañable por ser a la vez emotivo, profundo y mágicamente absurdo, nos acerca al final del recorrido al mostrar la última obra que dejó Durham sobre la mesa de trabajo en su estudio de Nápoles, a unos cuantos pasos del museo: el enorme cráneo de una tortuga vaciado en bronce (Cast turtle head [obra inacabada en curso], 2021), como una versión añejada de sus esculturas más impresionantes. Frente a esta, una serie de paneles de madera acumulan nombres impresos, pintados o grabados en distintos materiales debajo de una pequeña placa que con aires de oficialidad anuncia “The names of the team of scientists who submitted an article on the human chromosome 14 in Nature magazine” (2003); y a un lado, como rompiendo con la gravedad del conjunto, una escultura compuesta por una serie de tubos ensamblados, vestidos con una camisa negra fusionada a la superficie del plástico y rematada en su parte baja con la frase escrita a mano “Esta nota debería explicarlo todo” (This note should explain everything, 1996).

Mi trabajo se basa en la idea de la ciencia como curiosidad, como un modo nuevo de ver las cosas, en la investigación sin preconcepción que lleva al cambio y a la innovación. Eso es lo que la ciencia significa para mí: una falta de ideas predefinidas, la aceptación del descubrimiento, una visión inesperada de la realidad.

A lo lejos, el timbre del teléfono suena con fuerza, mezclándose por momentos con la voz del artista mientras recita uno de sus poemas, colmando el espacio con una intensidad que no le debe nada al cascabel de la serpiente.

¡Rrrrrring! ~

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