Ilustración: Ari Chávez Chacón

Mátalos en caliente

Hasta 1879 Porfirio Díaz no había manchado nunca su carrera con actos de crueldad, pero ese año ordenó reprimir a los responsables de un motín. Se decía que había pedido que los asesinaran “en caliente”.
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En México, en 1879, los derechos de importación de las mercancías equivalían a dos terceras partes de los ingresos del Tesoro. La aduana más importante era por mucho la de Veracruz, que recaudó ese año alrededor de seis millones de pesos. Con el objeto de proteger esos ingresos, el presidente Porfirio Díaz había expedido una ley para reprimir el contrabando en México. Este pudo ser controlado, las rentas de las aduanas volvieron a producir lo que solían, pero los comerciantes estaban molestos, sobre todo en el puerto de Veracruz. Había un aire de oposición a la ley. El gobernador del estado era el general Luis Mier y Terán, ligado al puerto desde los tiempos de la Reforma. Trabajó de cerca, ahí, con Benito Juárez e Ignacio Mejía. “Le tenían especial cariño”, escribió Ramón Prida, sin embargo, “lo consideraban un muchacho alocado”.

((Ramón Prida, “El 25 de junio de 1879”, Conferencias de carácter histórico,

México, Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística, 1935, pp. 24-25.
 
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 Luis era el amigo del alma de Porfirio. “Como amigo era inmejorable”, afirmó, “pero a la vez era algo ligero y había poca solidez en su carácter”.

((Porfirio Díaz, Memorias: 1830-1867 (tomo II), México, Tipografía de la Oficina Impresora de Estampillas, 1893, p. 254.
 
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 Era popular en el estado: honesto en el manejo de los fondos, promotor de la agricultura, impulsor de la educación, inspirador de repartimientos de tierras entre los campesinos. Estaba casado con Adela Cuesta, hermana del coronel Miguel Cuesta, el jefe de armas de Veracruz.

Teodoro Dehesa trabajaba como vista de la hacienda del puerto de Veracruz. Era uno de los amigos más queridos de Mier y Terán. El gobernador supervisaba muchas de las labores en el puerto. No paraba. Tenía la costumbre de pasar a su oficina al caer el sol para dar una vuelta por la playa. “Una de tantas noches, caminando en dicha playa, nos encontramos en dirección opuesta a la nuestra a Antonio Ituarte y a Pancho Cueto”, refirió Teodoro. “Al encontrarnos noté como que Terán quería abrirse paso entre ellos y le noté el movimiento al bolsillo de la derecha. Comprendí que podía resultar algo grande y entonces le hablé y le dije que fuera prudente. Por fin logré sacarlo de la playa y acompañarlo hasta su casa”, contó Dehesa. “Como su esposa lo esperaba, desde abajo del zaguán le grité: Adelita, ahí va el Cristiano y no lo deje salir, mañana le platicaré.”

((Teodoro Dehesa, Memorias, Archivo Rodrigo Fernández Chedraui.
 
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 El incidente revela lo que sucedía en el puerto. Mier y Terán sabía que ambos conspiraban contra el gobierno –uno de ellos, Ituarte, exayudante suyo, había sido miembro del Estado Mayor del general Carlos Fuero–. Sabía también que eran parte de una conspiración más grande. “Los principales trabajos de los revolucionarios se reducen a hacerse de la plaza de Veracruz y de los vapores”, le escribió por esas fechas al presidente Díaz, en alusión a los vapores de gue- rra Independencia y Libertad, tras observar que su base la tenían “en la Península”.

(( Carta de Luis Mier y Terán a Porfirio Díaz, Veracruz, 11 de mayo de 1879, en Alberto María Carreño (ed.), Archivo del general Porfirio Díaz, México, Editorial Elede, 1947-1961, vol. XXX, pp. 53-54.
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 Sabía que trabajaban a las órdenes del coronel José Cueto, quien permanecía oculto fuera de las murallas de la ciudad (era hermano de Pancho, el muchacho al que vio en la playa). Y sabía que tenían nexos con la península de Yucatán por medio de Vicente Capmany, un capitán de barco originario de Campeche, acusado ya de revolucionario por el Ministerio de Guerra.

El 7 de junio, Mier y Terán recibió una nota del presidente Díaz que le decía que el agente de los rebeldes en la Ciudad de México era Felipe Robleda, veracruzano, medio hermano del coronel José Cueto. Recibió después un telegrama en clave del ministro de Guerra que le informaba lo siguiente: “En papeles cogidos anoche a Robleda aparecen comprometidos el teniente Agapito Páez y subtenientes Joaquín Vira y Jacinto Robleda, del 23º Batallón; además, el capitán Pineda del 25º. Convendría remitir a estos oficiales. Carlos Fuero debe estar ahora por Orizaba o Xalapa. Está nombrado jefe de las armas en esa zona. El presidente mandará a usted copia de una carta interesantísima, que le dará mucha luz acerca de lo que se trama.”

((Telegrama de Manuel González a Luis Mier y Terán, México, 11 de junio de 1879 (caja 16, foja 1 01405 del Archivo Manuel González, México, Universidad Iberoamericana).
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 La carta interesantísima le fue enviada sin demora a Veracruz. Ella involucraba, en efecto, al general Carlos Fuero, quien residía en el país desde hacía ya más de un año, tras vivir en el exilio con el expresidente Lerdo. Fuero tenía mando de tropas en el estado, luego de su reincorporación al ejército. ¿Era el jefe de los conspiradores? Ellos parecían tener, en todo caso, el apoyo de una parte de los batallones destacados en el puerto, el 23º y el 25º. Así lo revelaban las cartas de Robleda. La intercepción de su correspondencia le permitió al gobierno descubrir los nombres de todos los que trabajaban con ese fin en Veracruz. Uno de ellos era Ramón Albert. Díaz lo comunicó de inmediato a Mier y Terán: “Un doctor Albert, residente en esa, asegura que cuenta con la guardia nacional de esa misma ciudad para un movimiento revolucionario. Manda vigilarlo con mucha prudencia y escrupulosidad.”

((Telegrama de Porfirio Díaz a Luis Mier y Terán, México, 12 de junio de 1879, en Carreño, op. cit., vol. XXV, p. 31.
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 El doctor Ramón Albert era el enlace de Veracruz con la península de Yucatán. Era campechano, igual que Capmany. Mier y Terán lo conocía. Un testimonio dice que fueron amigos en su juventud. Sus destinos, ahora, iban a colisionar. Albert jamás habría querido ser su víctima, pero Mier y Terán, a su vez, tampoco habría querido ser su verdugo.

Hacía calor aquel 24 de junio en Veracruz. Dehesa buscó en su casa, por la tarde, al gobernador. “Adelita me dijo: Pase, Teodorito, está en la recámara. Y así lo hice. Terán estaba solo en camisola, abanicándose”, rememoraría. “Nada noté en él de extraordinario. Parecióme ligeramente abstraído.”

((Dehesa, op. cit.
 
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 Luis Mier y Terán no recibía aún los mensajes que habrían de alterar para siempre el curso de su vida. Los empezó a recibir después de caer el sol. Eran cerca de las ocho de la noche cuando leyó la nota del alcalde de Alvarado. Le llegaba por extraordinario, porque estaba cortada la línea del telégrafo. Pasó lo que temía. Escribió de inmediato a la capital, para transmitir la noticia del alcalde. “Particípame que vapor Libertad”, dijo, “se ha pronunciado, saliendo fuera de la barra de Alvarado”.

((Telegrama de Luis Mier y Terán al Ministerio de Guerra, Veracruz, 24 de junio de 1879, en el Diario Oficial, 27 de junio de 1879, Hemeroteca Nacional de México (HNM).
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 La víspera por la noche, estando fondeados en Tlacotalpan los cañoneros Libertad e Independencia, un grupo de alvaradeños, encabezados por el comandante Antonio Vela, tomó posesión del Libertad, de acuerdo con algunos de sus tripulantes, y salió hacia el puerto de Alvarado, donde un piquete del 24º Batallón, tras desconocer al gobierno, abordó el vapor de guerra para zarpar hacia La Laguna. Mier y Terán envió un telegrama más a la capital, una hora después. Comunicaba que había mandado reforzar la guarnición con doscientos cincuenta hombres, para terminar así: “aprehendidos algunos comprometidos en esta plaza”.

((Telegrama (bis) de Luis Mier y Terán al Ministerio de Guerra, Veracruz, 24 de junio de 1879, en el Diario Oficial, 27 de junio de 1879 (HNM).
 
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 La policía no pudo localizar a José Cueto ni a Felipe Robleda. Pero aprehendió a los otros. Vicente Capmany fue capturado a bordo de su buque, el bergantín Unión, surto en la bahía de Veracruz; fue consignado al gobernador en el Palacio de Gobierno. Ramón Albert fue apresado en la calle, bajo la lluvia, al tener que salir de su escondite; fue llevado a la cárcel de la ciudad, donde ya también estaban Antonio Ituarte y Francisco Cueto, así como Jaime Rodríguez, originario como él de la península.

Porfirio Díaz recibió en el Palacio Nacional los telegramas que desde las nueve de la noche comenzaron a llegar de Veracruz, remitidos por el Ministerio de Guerra. Estaba amotinado el cañonero Libertad; estaba rebelado el pueblo de Alvarado; estaba en duda el apoyo de la guarnición de Veracruz, baluarte de la aduana, que trataba de reforzar Mier y Terán. Había malestar en toda la región por el combate al contrabando. Había aviso de que la rebelión tenía nexos con la península, donde hubo de hecho levantamientos al grito de “¡Viva el vapor Libertad!”, como luego sabría, secundados por los partidarios del exgobernador Joaquín Baranda.

(( Carta de Marcelino Castilla a Porfirio Díaz, Campeche, 3 de julio de 1879, en Carreño, op. cit., vol. XXX, p. 65.
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 Había incertidumbre, en fin, sobre la lealtad del general Fuero. Hacia las diez y media de la noche, Díaz recibió el telegrama en que Mier y Terán le hacía saber que acababa de apresar a los comprometidos de Veracruz. Después recibió uno más, en el que le pedía sus instrucciones. Es posible que haya tomado la decisión sin medir sus consecuencias, ofuscado por el pánico. Parece más probable que, con frialdad, haya decidido sofocar de raíz una rebelión que trastornaría al país en el momento en que iba a ser decidido el candidato que lo sucedería en la presidencia. Pasada la medianoche mandó un telegrama en clave, en el que ordenaba reprimir con violencia la revolución en Veracruz.

Era ya el 25 de junio, miércoles. Hacia la una y media de la madrugada, Mier y Terán recibió el telegrama del general Díaz. Actuó de inmediato, con la fidelidad de un animal. Salió del Palacio de Gobierno hacia el cuartel del 23º Batallón. A las dos en punto de la mañana, Capmany fue pasado por las armas por orden del gobernador de Veracruz. Un cabo le dio el tiro de gracia. Veinte minutos después Mier y Terán llegó al cuartel del 25º Batallón, donde lo esperaba su cuñado, el coronel Cuesta. Ordenó al teniente coronel Rosalino Martínez, jefe del batallón, el relevo de los oficiales cuyos nombres aparecían en la lista de sospechosos que tenía, enviada por el Ministerio de Guerra. Eran cuatro: el capitán Antonio Loredo, el teniente Juan Caro, el teniente Manuel Roselló y el subteniente Antonio Rubalcaba. El gobernador los llevó con él, vigilados por Cuesta y Martínez, hasta el cuartel del 23º Batallón. Ahí, en el cuarto de banderas, les anunció que serían fusilados, por conspiradores. El mayor Juvencio Robles alzó la voz en su defensa, afirmó que confiaba en todos ellos. Hubo un altercado, resuelto con la decisión de liberar a dos. Caro y Rubalcaba fueron llevados hacia el arco número 6, al fondo del patio. Rubalcaba palideció, perdió el conocimiento, fue rematado por un cabo en el suelo. Caro opuso resistencia, trató de huir; murió un soldado, fueron heridos dos más, después él mismo, reaprehendido, cayó bajo las balas de sus compañeros. Mier y Terán lo vio todo. Eran las tres de la mañana. El resto de los prisioneros esperaba en la oscuridad. “A las cuatro y media de la mañana fueron sacados de la cárcel de la ciudad”, manifiesta un testimonio. “Atravesaron rumbo al sur las calles que median hasta llegar al cuartel del Batallón 23º. Los recibió en la puerta el mismo gobernador, llamando por lista a uno después de otro.”

((Declaración de Joaquín Alcalde, México, 22 de septiembre de 1879, en Proceso instruido por la segunda sección del gran jurado con motivo de los acontecimientos ocurridos en la ciudad de Veracruz la noche del 24 al 25 de junio de 1879 (Secretaría de la Cámara de Diputados), México, Imprenta del Comercio de Dublán y Compañía, 1880, p. 49. La reconstrucción de los asesinatos está basada en esta declaración de Alcalde, fiscal en el gran jurado de la Cámara de Diputados que enjuició a Mier y Terán, la cual, a su vez, está sustentada en las revelaciones de los testigos que consultó, entre los que destaca Antonio Loredo, capitán del 25º Batallón de Veracruz. Ella coincide en casi todo con el informe que, tres días después de los hechos, el juez Rafael de Zayas Enríquez rindió a la Suprema Corte de Justicia.
 
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 Eran Ramón Albert, Antonio Ituarte, Francisco Cueto, Jaime Rodríguez, Lorenzo Portilla y Luis Alva. Todos fueron ejecutados bajo los arcos 2 y 3 del cuartel. Uno de ellos, Luis Alva, administrador del Hospital Militar en tiempos de Lerdo, el último en morir, tuvo que ser amarrado a una de las columnas del patio para recibir la descarga. Alva era valiente. Había enfrentado a los franceses en el sitio de Puebla; había luchado en la batalla del 2 de abril, donde con treinta hombres desalojó a los doscientos imperialistas que ocupaban la manzana del Hospicio.

Había silencio una vez más en Veracruz. Mier y Terán estaba aún en el cuartel del 23º Batallón. Hacia las 5:45 de la mañana envió un telegrama en clave a Díaz. “Cumplí con tu orden telegráfica de las doce y treinta y ocho minutos de la noche del 24 del presente: han sido vistos por las armas Vicente Capmany, persona que arregló el pronunciamiento del Libertad, el práctico Jaime Rodríguez que lo ayudó en esta empresa, el doctor Ramón Albert Hernández que venía de Mérida para este fin”, informó en aquel telegrama, largo y fúnebre, que citaba también a Antonio Ituarte, Francisco Cueto, Luis Alva y Lorenzo Portilla, “lo mismo que los oficiales teniente Juan Caro y subteniente Antonio Rubalcaba, ambos del 25º, comprendidos en la lista que me remitió el ministro de Guerra”.

((Telegrama de Luis Mier y Terán a Porfirio Díaz, Veracruz, 25 de junio de 1879, en Carreño, op. cit., vol. XXV, p. 36.
 
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 Los cadáveres fueron conducidos en un carretón a una fosa localizada lejos de la ciudad. Pasadas las seis de la mañana, el juez de distrito llegó al cuartel del 23º Batallón. Corrían rumores de que unas personas habían sido ejecutadas en la madrugada. Rafael de Zayas Enríquez tenía entonces treinta años de edad. Era abogado, literato y periodista, y también masón. Luego de ser diputado en la legislatura del estado, con apoyo del gobernador, fue nombrado juez de distrito en Veracruz. Eran amigos, aunque estaban distanciados desde hacía tiempo, tras ser absuelto por falta de pruebas don Vicente Capmany. Zayas Enríquez habló con él al amanecer. Volvió a buscarlo más tarde por la mañana, a petición de las viudas de los asesinados, que deseaban recuperar los cuerpos de sus maridos. Tuvo con él un encuentro en el cuarto de banderas del cuartel del 23º Batallón. Mier y Terán le dijo ahí, en voz muy baja, lo que repetiría después a todo el mundo: que había obedecido una orden superior. “Y me entregó un telegrama. No sé qué es lo que dice aquí, le observé, el telegrama está en cifras”, habría de recordar él mismo cuarenta años más tarde. “Sí, está en cifras, pero aquí lo tiene usted traducido, y aquí está la clave, por si quiere usted ratificarlo.”

(( Rafael de Zayas Enríquez, La verdad sobre el 25 de junio: apuntes para la historia, Mérida, Imprenta de la Revista de Yucatán, 1919, p. 62.
 
))

 Zayas Enríquez quedó impresionado con lo que leyó. Entonces, repuesto, le pidió al gobernador el telegrama que había originado esa orden del presidente. “Terán se sintió confundido y me dijo con voz vacilante: Más tarde se lo enseñaré”, diría él. “Después de esa entrevista en el cuartel, no volvimos a vernos jamás.”

((Ibid., p. 63. Nadie conoce, hasta el día de hoy, el telegrama de Mier y Terán que originó la orden de Díaz –es decir, el tercero de los tres que mandó a México la noche del 24 de junio de 1879.
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El 25 de junio por la tarde, el Diario Oficial dio a conocer la noticia de la rebelión del cañonero Libertad. “La muerte de nueve de los sublevados”, declaró, “fue el resultado de una intentona que fracasó debido a la actividad y energía que desplegaron el jefe de la fuerza federal y el gobernador del estado”.

((Diario Oficial, 25 de junio de 1879 (HNM).
 
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 El Siglo XIX fue el primero en comentar esa noticia al día siguiente: estimaba que había que esperar hasta conocer los pormenores de la tragedia para poder entonces hablar con solidez. Díaz comprendió que necesitaba una coartada –algo que justificara, ante la opinión, la muerte de nueve personas en Veracruz–. Así lo comentó a Mier y Terán. “Debes comprender que mi carácter de gobernador me aleja de la ejecución inmediata de las resoluciones de la Federación”, le respondió él con algo de rudeza, pues estaba resentido, sin duda, “y si tomé el participio que ves, es porque quise que tus órdenes se ejecuten exactamente y porque deseo que no tengas tropiezo en tu administración. Es necesario que me mandes un mensaje firmado por el ministro de Gobernación, con fecha 23, en el que se me ordene simplemente la aprehensión de los nueve individuos que murieron y su remisión a México; que de esa manera se razonará el motivo por que se mandaron pasar de la cárcel al cuartel. Creo que de la manera que te explico el asunto en este telegrama se llena tu idea”.

((Telegrama de Luis Mier y Terán a Porfirio Díaz, Veracruz, 26 de junio de 1879, en Carreño, op. cit., vol. XXV, p. 38.
 
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 Díaz accedió a la propuesta: dio instrucciones a su ministro de Gobernación de mandar a Veracruz un telegrama, prefechado, en el que ordenaba al gobernador la captura de las personas que fueron asesinadas en el puerto, junto con el general Bonifacio Topete, involucrado en una conspiración en San Andrés Chalchicomula, y el general Carlos Fuero, sospechoso de ser parte de la rebelión de Veracruz. El Diario Oficial publicó el 27 de junio, en la página tres, los mensajes enviados al Ministerio de Guerra el día de la tragedia, el último de ellos prefabricado, suscrito por el coronel Cuesta. “Tengo la honra de participar a usted”, decía, “que en la madrugada de hoy, entre tres y cuatro de la mañana, los presos Vicente Capmany, Ramón Albert Hernández, Antonio Ituarte, Francisco Cueto, Lorenzo Portilla, Jaime Rodríguez y Luis Alva, conducidos de la casa de detención de esta ciudad al cuartel, y ayudados por los oficiales Juan Caro y Antonio Rubalcaba, se echaron sobre la guardia de prevención, la que hizo uso de sus armas, y en el desorden que este hecho ocasionó, resultaron por parte de los amotinados los siete presos referidos muertos, más los oficiales Caro y Rubalcaba”.

((Telegrama de Miguel Cuesta al Ministerio de Guerra, Veracruz, 25 de junio de 1879, en el Diario Oficial, 27 de junio de 1879 (HNM).
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 Esa fue la coartada: los prisioneros habían muerto al intentar huir de la guardia que los custodiaba. Díaz debió saber que lo que hacía era deshonroso. Autorizaba desde el poder aquello que había condenado desde la oposición: el asesinato encubierto por “la funesta frase de ley fuga” –fueron sus palabras– que perpetraba con impunidad la autoridad en México.

((Plan de La Noria, Oaxaca, noviembre de 1871, en Jorge L. Tamayo (ed.), Benito Juárez: documentos, discursos y correspondencia, México, Secretaría del Patrimonio Nacional, 1964-1970, vol. XV, p. 503. Díaz acusó ahí al gobierno de Juárez de conculcar “la inviolabilidad de la vida humana, convirtiendo en práctica cotidiana asesinatos horrorosos, hasta el grado de hacer proverbial la funesta frase de ley fuga”.
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“Los sucesos de Veracruz”, decía la nota del Diario Oficial. “El Ejecutivo confía en el buen sentido de la nación para que esta juzgue con imparcialidad la conducta que ha observado aquel con respecto a dichos acontecimientos.”

((Diario Oficial, 28 de junio de 1879 (HNM).
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 Era evidente la preocupación del gobierno: el escándalo estaba a punto de salir fuera de su control. Y así ocurrió. El 29 de junio, los masones expulsaron de la orden a Mier y Terán. El 30 de junio, las familias de las víctimas acusaron ante los poderes de la unión al gobernador de Veracruz. El 1 de julio, la fiscalía de la Suprema Corte, en un pedimento, exigió una averiguación acerca de los hechos ocurridos en el puerto para que fueran consignados al gran jurado de la Cámara de Diputados. La opinión estaba ya, esos días, unida toda contra el Supremo Gobierno. “En las conversaciones, en los salones, en la calle, en el palacio de justicia, en el teatro, en todas partes, no se habla sino de los sucesos desgraciadísimos de Veracruz”, dijo entonces La Libertad. “Pero en los sucesos de Veracruz existe otro aspecto que hasta ahora no ha sido debidamente analizado. Nadie, absolutamente nadie, niega que estalló un pronunciamiento –un pronunciamiento que si hubiese sido coronado por el éxito habría causado irreparables males a esta sociedad–.”

((La Libertad, 3 de julio de 1879 (HNM).
))

 La reflexión, pertinente, apareció en una editorial del periódico que dirigía Justo Sierra, sobrino de Luis Méndez, el abogado que habría de defender a Mier y Terán. Ella provocó la ira del resto de la prensa: los redactores del diario fueron acusados de ser cómplices del crimen, esbirros del poder. Hubo un estallido de indignación. Nada justificaba, en efecto, los asesinatos de Veracruz, que ilustraban un hábito que era costumbre en el país: “el expediente de transportar a los presos de un lugar a otro, y fusilarlos en el camino bajo el pretexto de que querían evadirse”, como dijo sin ambages José María Vigil.

((El Monitor Republicano, 18 de julio de 1879 (HNM).
 
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Las sospechas acabaron por llegar a lo más alto. Los masones las recogieron en la exhortación que hicieron el 13 de julio por medio del gran secretario general de la orden, Alfredo Chavero, grado 33. “Alega el señor Luis Mier y Terán, y esto se nos ha referido por masones que han llegado a este oriente del de Veracruz, que él ha sido el instrumento de órdenes superiores”, decía Chavero, por lo que hacía un llamado al maestro y hermano Porfirio, gran inspector general, para declarar, “bajo la fe del juramento masón, si ha tenido o no participio directo o indirecto en los crímenes cometidos en Veracruz”.

((Exhortación del Supremo Consejo de México a Porfirio Díaz, México, 13 de julio de 1879 (legajo 79, caja 89, documento 31688 de la Colección Porfirio Díaz, México, Universidad Iberoamericana).
 
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 El general Díaz no podía ignorar la exhortación de los masones; tampoco les podía descubrir la verdad. Optó por decir que debía callar. “Es de tal naturaleza delicado y tiene tal conexión con las funciones de mi cargo civil, que no podría pronunciar ninguna palabra acerca de ese mismo asunto, sin que se entendiera pronunciada por el jefe de la administración. En este concepto, yo suplico a mis honorables hermanos que me permitan guardar silencio.”

(( Respuesta de Porfirio Díaz al Supremo Consejo de México, México, 16 de julio de 1879, en La Libertad, 1 de agosto de 1879 (HNM).
 
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 Mier y Terán afirmaba, en privado, que había sido el instrumento de una orden superior, pero al mismo tiempo buscaba con empeño ocultar esa verdad al público. Por esas fechas pidió a Díaz desmentir una declaración aparecida en La Nueva Era de Campeche, que decía que Albert y Capmany habían sido pasados por las armas por sus lazos con los sublevados del vapor Libertad. No sabía qué hacer con la verdad, que lo condenaba, pero también lo liberaba. Vivía una pesadilla en Veracruz. Las viudas de los asesinados le salían al paso con sus hijos, lo insultaban; él mismo detenía la mano del policía que lo cuidaba para que las mujeres y los niños no fueran molestados. “El vacío se fue haciendo cada día más notable alrededor de Terán”, recordaría Dehesa. “Estimaba como un deber acompañarlo en su soledad. En la parte del Palacio en que estuvieron mucho tiempo las oficinas del registro civil, nos encontramos Terán y yo, solos, sentados en el balcón. Yo miraba al mar la salida de la luna, cuando de improviso me dijo Terán: Cristiano, ¿conoce usted la opinión pública respecto de mí? Sin vacilar le contesté: Cristiano, como yo soy amigo de usted, no he de engañarle, la opinión pública está en contra de usted. Es verdad, Cristiano, yo me he hundido para todos los días de mi vida, pero he salvado al país… Y dijo una gran verdad. Me habló del telegrama en que el general Díaz le dio las órdenes de ejecución, ofreciéndome mostrármelo, cosa que nunca llegó a tener lugar. A Adelita la oí hablar del telegrama, pero yo nunca lo vi.”

((Dehesa, op. cit.
))

Un periódico de escándalo en la capital, El Tranchete, fue el primero en hablar de telegramas enviados en clave a Veracruz por el secretario del presidente, don José Vega Limón. La noticia fue retomada por otros periódicos, más serios, entre ellos El Monitor Republicano. “Voces sueltas llegan hasta el Palacio”, anunció, “de que Terán posee ciertos telegramas en cifra y que está resuelto a presentarlos a la hora en que se vea perdido. Aseguran los vagos rumores a que venimos haciendo referencia, que esos telegramas quitan gran parte de la responsabilidad al gobernador veracruzano y la arrojan sobre el general Díaz”.

((El Monitor Republicano, 26 de septiembre de 1879 (HNM).
 
))

 Existían, en efecto, los telegramas en cifra –y existía, en concreto, el que daba la orden de reprimir–. Era el que Mier y Terán le había mostrado al juez Zayas Enríquez; el mismo que había evocado en la plática con su amigo Dehesa. El telegrama decía lo siguiente: “Enterado de tus tres mensajes de esta noche. 5100 285 163 con el 3274 4207 30 3653 3028 1010 166 y si se 3729 5100 2858 3745 6281 3735 4352 y el 8324 por 8342 456 65 163 6425. 3015 166 con los 1301 238 de 71 239 971 y después 1624 4484 y 1310 3735 4352 5100 3000 3862 6343 65 492 y 5100 se 2295 en esa ciudad. 97 165 218 235 48 71 64 que debe 2481 493 3862 879 166 por 93 257 20 4154 y 5100 1506 3154 6039, Porfirio Díaz.”

((Telegrama (cifrado) de Porfirio Díaz a Luis Mier y Terán, México, 24 de junio de 1879, en Carreño, op. cit., vol. XXV, pp. 12-13.
 
))

 Tenía escrito Transmítase al pie de la página, con la firma de Vega Limón. Mier y Terán guardaba su copia descifrada. Decía así: “Enterado de tus tres mensajes de esta noche. Que Vela con el Independencia persiga al Libertad hasta capturarlo, y si se logra, que fusile luego todos los oficiales y el diez por ciento de la tripulación. Hacerlo con los comprometidos en esa campaña, y después dar parte, y con los oficiales que había mandado traer de allá y que se encuentran en esa ciudad. Felipe Robleda, que debe estar allí, manda buscarlo por extramuros y que corra igual suerte, Porfirio Díaz.”

((Telegrama (descifrado) de Porfirio Díaz a Luis Mier y Terán, México, 24 de junio de 1879, en Carreño, op. cit., vol. XXV, pp. 34-35.
 
))

El telegrama constaba de tres partes. La primera hacía referencia a los amotinados del cañonero Libertad. Díaz daba instrucciones de despachar en su persecución al general Eulalio Vela, al frente del vapor Independencia. Ordenaba fusilar, en caso de capturarlos, a todos los oficiales y el diez por ciento de la tripulación. Así lo disponía la ordenanza en vigor. “Serán castigados con la pena de muerte, los militares que aprovechándose de las fuerzas que manden, o de los elementos militares que hayan sido puestos a su disposición para el servicio o defensa de la República, se alcen en actitud hostil”, decía el párrafo IV del Artículo 3733º, “para sustraer de la obediencia del gobierno toda o alguna parte de la República, o algunas de sus tropas”.

(( Artículo 3733º de la ordenanza militar en vigor en 1879, en Ordenanza general para el Ejército de la República Mexicana, México, Imprenta de I. Cumplido, 1882, vol. III, pp. 230-231.
))

 Mier y Terán, en todo caso, no tuvo tiempo de hacer nada: la noche que supo la noticia del motín, los rebeldes del vapor, al frente de los cuales estaba el comandante Antonio Vela, acababan de robar 3,600 pesos a la aduana de La Laguna, en la Isla del Carmen, para luego volver hacia Alvarado, momento en que los soldados fieles al gobierno retomaron el control del barco –“batiéndose bizarramente el marinero Miguel Sáyago, que mató a Vela”–.

((Diligencias instruidas en averiguación del pronunciamiento del vapor de guerra Libertad la noche del 23 de junio del mismo año, Veracruz, 30 de junio de 1879, en Carreño, op. cit., vol. XXV, p. 33.
 
))

 El vapor Libertad llegó entonces a Veracruz, donde el juez Zayas Enríquez, quien temía que los rebeldes que sobrevivían pudieran ser ejecutados, telegrafió a la Suprema Corte, que a su vez intercedió por ellos frente al Ejecutivo. Todo eso pasaría después de la noche de la tragedia. En esa noche, tras disponer la ejecución de los amotinados, el presidente Díaz, en su telegrama, ordenaba hacer lo mismo con los comprometidos en esa campaña y con los oficiales que había mandado traer de allá. Esta parte de su telegrama, la segunda, es la más importante, pues es la que ordena la ejecución de las nueve personas que murieron en Veracruz. Mier y Terán acababa de aprehender a algunos comprometidos en el puerto: recibió la orden de fusilarlos. Y tenía en su posesión los nombres de los oficiales que, por sospechosos, el gobierno había resuelto remitir a la capital: recibió la orden de fusilarlos. Su caso era distinto al de los amotinados del vapor Libertad. Porque el gobernador no los sorprendió en vías de hecho, ni siquiera los encontró reunidos. Así lo sabía el presidente, quien sabía también que la ley no lo autorizaba a ordenar su ejecución –la de ninguno de ellos, civiles o militares– sin haber antes un juicio, como tampoco lo autorizaba a ejecutar a la persona que nombraba en la última parte de su telegrama, la tercera: Felipe Robleda, decía, que corra igual suerte. Robleda logró sobrevivir a la matanza porque no pudo ser ubicado, aunque con la sospecha de muchos de que había sido un delator.

Porfirio no destruyó el telegrama en clave donde ordenaba reprimir la revolución: ahí, en su archivo, habría de aparecer cerca de un siglo más tarde. Tampoco evadió hablar del tema con sus amigos, como sabía que lo hacía con frecuencia el propio Mier y Terán. Había algo en especial que lamentaba. “Alguna vez que estuve en México y que visité al general Díaz en Palacio”, refirió Dehesa, “trajo la conversación al asunto del 25 de junio, preguntándome qué decía Adela. Le contesté que nada que yo supiera. Entonces me dijo que había sabido que le echaba la culpa a él de todo lo acontecido, y que no había tal, que cuando Terán le puso un telegrama muy alarmante, diciéndole que los cañoneros se habían pronunciado, que la guarnición estaba sumada y que le diera instrucciones, le contestó que in fraganti fusilara a los comprometidos y que diezmara la guarnición, que para haber cumplido habría hecho lo segundo”.

((Teodoro Dehesa, op. cit.
))

 El general, al parecer, le reprochaba a su amigo haber obedecido su orden con exceso de fidelidad.

El telegrama que daba la orden de reprimir no fue nunca conocido por el público en general. Pero circulaba la especie de que decía Mátalos en caliente. Así lo deja ver el comentario de un periódico de oposición que, por esas fechas, criticó la forma de proceder contra unos oficiales acusados de motín en un cuerpo de Rurales. “¿Por qué el señor Díaz aleja de la capital a esos reos?”, preguntó El Republicano. “¿No es mejor y más expedita la fórmula Mátalos en caliente?”

((Citado por El Monitor Republicano, 5 de agosto de 1880 (HNM).
))

 La expresión capturaba la esencia del telegrama del presidente, que ordenaba la muerte de los rebeldes en caliente, es decir, sin formación de causa, en el momento de la insurrección. Porfirio Díaz no había manchado nunca su carrera con actos de crueldad. Los asesinatos que ordenó la noche de la tragedia fueron los primeros. La orden dada era inmoral: es posible que algunos de los asesinados hayan sido inocentes, como quizá Lorenzo Portilla, pero sobre todo los oficiales Caro y Rubalcaba. Y era ilegal: todos los asesinados cayeron ejecutados en la oscuridad de un cuartel, sin haber sido juzgados con las formalidades que exigía la ley. Pero fue también eficaz. La determinación de actuar, la brutalidad con que la insurrección fue suprimida de raíz aterrorizó a la oposición, forzó la paz en un momento de fragilidad en la república. “El Cristiano se ha hecho temer de todos los que no tienen una conciencia limpia respecto de la paz pública”, escribió por esos días el general Pedro Hinojosa, comisionado por el gobierno para garantizar la tranquilidad en la península de Yucatán. “La noticia de los acontecimientos de Veracruz, y la falta de ciertos hombres, ha concurrido a la paz de que gozan estos estados. Da tristeza tener que convencerse de la necesidad de escarmentar enérgicamente a los revoltosos de nuestra patria.”

((Carta de Pedro Hinojosa a Manuel González, Mérida, 20 de julio de 1879 (caja 17, foja 1 02328 del Archivo Manuel González, México, Universidad Iberoamericana).
))

La revolución murió aplastada con violencia ese verano. En el ocaso de su régimen, Porfirio Díaz, inusitadamente, abrió su corazón en una entrevista larga y franca que ocurrió en el castillo de Chapultepec. En ella evocó las circunstancias en las que comenzó la pacificación de México. Debió sin duda recordar la noche de la tragedia en Veracruz. “Fuimos duros, a veces fuimos duros hasta la crueldad”, dijo sin remordimientos. “Fue necesario derramar un poco de sangre, para poder salvar mucha sangre. La sangre que se derramó era mala, la que se salvó era buena. La paz era necesaria, aun cuando fuese una paz forzada.”

(( James Creelman, Entrevista Díaz-Creelman, México, UNAM-Instituto de Historia, 1963, p. 18. La traducción de Mario Julio del Campo fue ajustada, por mí, a partir del texto de la entrevista en inglés, que también es reproducida en la edición de la UNAM.
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Fragmento editado del libro Porfirio Díaz, su vida y su tiempo: la ambición (1867-1884),

que aparecerá este mes en Debate.

 

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