Un montón de hombres es una guerra

Los hallazgos en el rancho Izaguirre en Teuchitlán nos recuerdan que, en la historia nacional, la masacre y el dolor no son excepciones, sino formas recurrentes de ejercer el poder. Reescribir ese orden se ha vuelto indispensable hoy que el crimen organizado ha convertido la desaparición forzada y la violencia en mecanismos de control social.
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Parece que el dolor es inherente a nuestro país. Desde los relatos fundacionales hasta la violencia contemporánea, el horror se ha convertido en una suerte de destino, en un mecanismo de dominación y en una cicatriz persistente. Desde la Conquista hasta la necropolítica contemporánea, el horror ha sido tanto el síntoma como el método del poder. La masacre, la desaparición, la tortura y el despojo no irrumpen en la historia nacional como excepciones, sino como formas recurrentes de ordenar el territorio y administrar la vida y la muerte. José Revueltas ya advertía que México es un país donde la opresión no solo se ejerce, sino que se reproduce con precisión casi científica, manteniendo a las clases subalternas en una condición de perpetua clausura.

El 5 de marzo de 2025, el colectivo Guerreros Buscadores de Jalisco ingresó al rancho Izaguirre, en el sureste del municipio de Teuchitlán. Lo que hallaron allí fue una inscripción más en la larga crónica de la barbarie nacional: un campo de adiestramiento y matanza, un territorio donde la violencia había sido meticulosamente organizada, donde el horror no era la irrupción del caos, sino el resultado de un orden preciso. El horror no se improvisa, se administra. No se esconde, se institucionaliza.

Lo que le siguió fue uno de los episodios más desafortunados en la historia reciente del país. Por un lado, las redes y el debate público se inundaron de comparaciones apresuradas con los campos de concentración de la Alemania nazi, intentando encajar el horror de Teuchitlán en un marco histórico ajeno, que más que generar empatía parecía una forma de apropiarse del dolor con una ligereza inquietante. En lugar de comprender la especificidad de la violencia en México, estas analogías diluían la tragedia en una narrativa grandilocuente, desviando la atención de las víctimas y de las condiciones concretas que hicieron posible ese hallazgo. Por otro lado, algunas de las respuestas desde el oficialismo resultaron insensibles. La falta de precisión en los primeros comunicados y la insistencia en desmentir apresuradamente a los colectivos de búsqueda sin contar con información suficiente evidenciaron una desconexión con la gravedad de lo ocurrido. No se trató solo de un problema de comunicación, sino de una ausencia de sensibilidad hacia quienes han dedicado su vida a una de las tareas más dolorosas: encontrar lo que parieron.

La violencia que hoy atraviesa al país no es una anomalía ni una irrupción repentina del caos; es el resultado de un proceso que ha venido intensificándose a lo largo de las últimas décadas, moldeado por las dinámicas fluctuantes entre el Estado y los grupos del crimen organizado. Para comprender cómo hemos llegado a este presente doloroso, es necesario mirar más allá de las narrativas simplistas de buenos contra malos, de orden contra desorden, y adentrarnos en las motivaciones y los incentivos que han configurado las guerras criminales en México. La violencia no es un fenómeno unidimensional: es un entramado complejo en el que la competencia y la cooperación entre el crimen y el Estado se entrelazan de manera ambigua, lejos de ser una relación de suma cero.

El estudio del crimen organizado en América Latina ha transitado desde enfoques que lo concebían como un ente aislado y en oposición al Estado, hacia perspectivas que reconocen la existencia de una zona gris donde las fronteras entre ambos se desdibujan. En Estados con alta capacidad institucional, el crimen organizado opera “flotando sobre el radar”, con una influencia limitada a través de la corrupción o la colusión ocasional. Sin embargo, en contextos de democracias más débiles o en transición, como el caso mexicano, esta relación adopta una forma más difusa: una interacción que oscila entre la competencia y la colaboración, donde el Estado puede ser tanto antagonista como facilitador del crimen.

En México, esta fluctuación ha sido evidente a lo largo de los últimos cuarenta años. La crisis interna del Cártel de Guadalajara tras el asesinato del agente de la DEA Enrique “Kiki” Camarena en 1985 marcó el inicio de una reconfiguración criminal que, con el tiempo, llevó a la proliferación de nuevos grupos y al aumento de la violencia. Durante los años noventa, mientras el país avanzaba en su transición democrática, el crimen organizado aprovechó las fisuras de un sistema político en transformación, adaptándose a los nuevos equilibrios de poder y redefiniendo su relación con las autoridades. No fue sino hasta 2006, con la declaración de la “Guerra contra el narcotráfico”, que el Estado adoptó una estrategia de confrontación frontal, alterando radicalmente las reglas del juego.

Sin embargo, lejos de consolidar un nuevo orden, esta guerra exacerbó las tensiones y aceleró la fragmentación de los grupos criminales, lo cual derivó en una espiral de violencia sin precedentes. A medida que los grandes cárteles se fracturaban en células más pequeñas, la lógica de la confrontación directa derivó en una diversificación de la violencia, en la que el objetivo ya no era únicamente el tráfico de drogas, sino el control territorial en su sentido más amplio. En este contexto, los regímenes de gobernanza mutaron: en muchas regiones del país, la autoridad formal cedió el poder a estructuras criminales que se consolidaron como actores dominantes a nivel local. La gobernanza criminal es una forma específica de orden en la que los grupos del crimen organizado ejercen funciones de control social, imposición de normas e incluso regulación de mercados, tanto legales como ilegales.

El ejercicio del terror se volvió central en esta disputa territorial. En un escenario donde el Estado ya no es el único actor con capacidad de imponer orden, los grupos criminales han hecho del horror un mecanismo de gobernanza: la violencia extrema no solo es una herramienta para eliminar rivales, sino una estrategia para disciplinar comunidades y marcar territorios. En este contexto, la desaparición forzada ha adquirido un papel central como mecanismo de control social para generar un estado de incertidumbre permanente en el que la ausencia se convierte en un recordatorio constante del poder de quienes la ejecutan.

A diferencia de otras formas de violencia, la desaparición forzada no deja cuerpos visibles ni escenas del crimen inmediatas; su eficacia radica en su ambigüedad y en la imposibilidad de cerrar el duelo. Sin embargo, el hallazgo de fosas clandestinas representa un punto crucial en este proceso: las fosas no solo son evidencia de un crimen. Lejos de ser meros espacios de ocultamiento, funcionan como una exhibición de dominio territorial.

Entender la violencia en México exige reconocer estos patrones de transformación en la relación entre el Estado y el crimen organizado. La guerra intensificada en 2006 no solo ha dejado un saldo devastador en términos de homicidios y desapariciones, sino que ha reconfigurado la estructura misma del poder en el país. Los territorios ya no se disputan únicamente con armas, sino también con el control del miedo, con la instauración de órdenes paralelos donde la violencia extrema opera como la principal herramienta de regulación social. Las fosas clandestinas, lejos de ser meros depósitos de cuerpos, son monumentos de esta nueva forma de soberanía criminal. Mientras el Estado continúe sin reconocer esta mutación en los regímenes de gobernanza, la violencia seguirá reproduciéndose bajo nuevas formas, perpetuando la impunidad y consolidando el horror como norma.

Las madres buscadoras son un reflejo desgarrador de la omisión del Estado. En su dolor, ellas se han convertido en las principales agentes de búsqueda, asumiendo lo que debería ser una tarea gubernamental. En lugar de ser respaldadas por un sistema que garantice justicia y esclarecimiento, estas mujeres han tenido que enfrentar la indiferencia institucional, la descoordinación y la impunidad que rodean el horror de la desaparición forzada. Las madres no solo buscan los cuerpos de sus hijos, sino también la visibilidad de un país sumido en una necropolítica que ha naturalizado el ejercicio de la muerte y el olvido. Este vacío dejado por el Estado ha transformado a las madres en una suerte de administradoras del sufrimiento colectivo, quienes, en su lucha por la verdad y la justicia, han asumido el papel de un Estado que no ha sido capaz de responder ante el horror que atraviesa al país. La necropolítica, que considera a ciertas vidas como prescindibles, se ha infiltrado en cada rincón del sistema, exacerbando la violencia y la desaparición, creando una política del abandono que las madres enfrentan con cada paso en su incansable búsqueda. El hallazgo de fosas clandestinas, como las descubiertas en Teuchitlán, es solo un ejemplo más de cómo el crimen organizado ha colapsado las estructuras del Estado y cómo las madres, con su dolor y determinación, se han visto forzadas a ocupar el espacio dejado por un sistema que no ofrece respuestas.

Pero ¿es posible imaginar otra política, una que no esté definida por el dolor? ¿Cómo subvertir una historia que parece escrita desde la herida? Quizá la respuesta no esté en la negación del horror, sino en su confrontación, en la recuperación de la memoria como acto de resistencia, en la organización, en el intento obstinado de convertir la tristeza en potencia transformadora. En la posibilidad, aún lejana, de que la política no sea el arte de administrar la muerte, sino la práctica incesante de reinventar la vida. ~


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