El domingo 31 de agosto de 2014 pasé la tarde con una pareja de amigos. Ella, periodista también, decía que siempre había querido trabajar en Bruselas. Yo, un historiador y casi sociólogo aspirante a doctor en relaciones internacionales, respondí que si había terminado en un periódico era por las crónicas de los grandes corresponsales, los de guerra y los que contaron la caída de la URSS, la de Yugoslavia, de Bagdad, de Mogadiscio. Los que explicaron el mundo tras el “fin de la historia” o el “choque de civilizaciones”. El “bang-bang” club de fotoperiodistas de la crueldad del apartheid y la foto del buitre. Dije, sin mentir y recordando que ese mismo año me había autoenviado en mis días libres a la Ucrania del Maidán, que mi gran sueño era irme lejos, hacer reportajes, entrevistas, cubrir grandes citas, y que precisamente por eso ansiaba cualquier destino. Salvo Bruselas. Bajo ningún concepto, defendí con convicción. “Nunca pasa nada, es un coñazo”, dije con las infinitas noticias de negociaciones, cuotas y rescates que había editado a mis compañeros. “Es una mierda de sitio”, insistí, recordando experiencias como mucho mediocres en Interrail, vacaciones y numerosos viajes de trabajo. Nunca he estado tan equivocado.
Menos de veinticuatro horas después, el director me llamó al despacho, algo muy poco habitual. Entró también el número dos, algo todavía más extraño. Un rápido repaso mental descartó alguna pifia importante en un artículo, pero una queja de alguien poderoso parecía lo más probable. Hasta que me preguntaron, desempolvando mi candidatura para una vacante reciente para Nueva York, si seguía estando interesado en ser corresponsal. Inmediatamente me vi en Manhattan, en Broadway, en la onu. Cubriendo las elecciones que acabarían aupando a Donald Trump, contando las finales de la nba o algo que hubiera ocurrido en Montana, lo que fuera. Cuando el director, muy satisfecho con mi confirmación, me dijo que Bruselas me iba a encantar sufrí un cortocircuito. “Nueva York, queréis decir.” “No, no, Bruselas”, zanjaron mientras resumían una serie de movimientos inesperados que habían abierto un hueco.
Resignado más que ilusionado, abrumado y pensando en términos de sacrificio temporal antes que de un destino mejor, respondí que sí, pidiendo unas horas para reflexionar, aunque todos sabíamos que no había marcha atrás. Llamé a mi amiga, que todavía me odia por ello, y empecé los trámites. Menos de tres semanas después aterricé en la capital comunitaria, directo a las audiencias de confirmación de los comisarios para la nueva Comisión Juncker, que arrancaba tras las elecciones europeas y la pausa de verano.
Los tres mitos
Llegué un miércoles. El domingo, tras tres fiestas hasta el amanecer en tres locales diferentes y habiéndome prácticamente enamorado, desmonté el primer y más poderoso mito: el que sostiene que Bruselas es una ciudad aburrida. Antes de final de mes cayó el segundo, la idea de que iba a echar de menos la redacción porque el trabajo en Bruselas es gris como su cielo, tedioso, mecánico, técnico y nada estimulante. Y eso a pesar de que guardo en mis imágenes destacadas del móvil la foto que le hice a la pantalla de la sala de prensa de la Comisión el día que asistí a uno de mis primeros off the record. “Technical briefing on the Commission Delegated Act and Draft Proposal for a Council Implementation Act on Ex-Ante Contributions for Resolution Financing Arrangements under the brrd and srm.”
En algún momento del lustro posterior, mucho más difícil de precisar, cayó el tercer mito, el más importante, el de Europa. Porque Europa no existe. No existe el continente que los españoles, acomplejados y víctimas del síndrome orteguiano, soñaron durante décadas como solución al gran problema patrio. Un lugar casi idílico que nace solo al cruzar los Pirineos, caracterizado por la educación, la riqueza, el orden y el progreso. Un lugar civilizado en el que extrañamente parece que no se vive muy bien, porque en ningún lugar se está mejor que en casa, pero que tiene líderes más honestos, mejor gestión pública, menos corrupción. Un mundo en el que los políticos son más altos, más listos y más guapos y saben ponerse de acuerdo y resolver las preocupaciones.
No existe esa Europa, ni tampoco la Unión Europea que la mayoría ha concebido desde 1986. Un sitio ajeno, frío, técnico, formado por instituciones apolíticas que buscan el bien común y no tienen agenda. Un ente todopoderoso y al mismo tiempo impotente que controla todas nuestras vidas pero que solo sabe decir “deeply concerned” en las grandes catástrofes. Una potencia de la mala regulación y de vagos y sinvergüenzas que nos joden con tapones pegados a las botellas.
No existe esa Europa del mal llamado “proyecto” que nos sacó de pobres con los fondos estructurales y de cohesión, que sirve para vigilar y vigilarnos, que impide los desmanes de nuestros representantes liberticidas y en la que no pintamos nada. Una Unión que oprime a los pueblos y a las naciones, aunque absolutamente nada importante se puede hacer sin la voluntad unánime de las capitales y su voto final. Un ente supranacional que según los críticos al mismo tiempo nos subyuga, pero afortunadamente nos impide seguir nuestros instintos más peligrosos, poniendo límites constantes a los posibles desmanes.
Siempre que doy una charla a estudiantes arranco diciendo que el trabajo de corresponsal en Bruselas es único, el mejor en todo el mundo, el más difícil y, poco a poco, el peor también. Es presencial y, contra las leyendas, no se puede hacer en casa en pijama. Me ha permitido viajar por toda Europa y por todo el mundo, estar en los despachos de Merkel o Macron o en una mina a kilómetros de profundidad en el círculo polar. Ver a Draghi en Fráncfort y en Roma. Cubrir elecciones, ir a zonas de guerra, ver cómo se desactivan bombas en Jordania, hablar con premios Nobel y Sájarov, escuchar a víctimas de genocidios y cabrear a altos funcionarios.
Es un trabajo que te permite y te obliga a aprender, desde la regulación del Banco Central Europeo a las cláusulas de la Constitución griega. De las normas internacionales sobre inmigración a los recursos militares de la otan. De las cláusulas del mercado del gas y la electricidad (confieso que esto nunca llegué a entenderlo del todo) a los protocolos del Brexit. Ser corresponsal en Bruselas te permite conocer y tratar, de forma regular, a altos funcionarios, diplomáticos, ministros y secretarios de Estado. Con un acceso completamente imposible e impensable en cualquier otra corresponsalía. Es el único destino en el que hay que esquivar a las fuentes en vez de perseguirlas.
Es también el trabajo más difícil del mundo. No solo porque todo pasa por Bruselas y es abrumador, imposible de seguir. Comisión Europea, Consejo, Parlamento, Banco Central Europeo, la agencia del medicamento en la pandemia, la de protección alimentaria en una crisis, la de reguladores eléctricos cuando el precio del gas se dispara. La otan, la política del Benelux, el Comité de las Regiones (miento, esto nunca). O porque cualquier cosa que pase en el continente tiene siempre un ángulo comunitario central. Periodismo es eso que juegan once contra once y siempre le toca escribir al corresponsal de Bruselas.
Es un trabajo exigente porque no hay uno, o dos, o tres medios de referencia en los que un periodista aislado o perdido pueda apoyarse. Porque además de lo internacional, lo nacional pasa por allí, a veces de forma lógica, a veces porque unos políticos huyen de la justicia y se van a vivir a Waterloo. O porque un gobierno y su oposición, incapaces de renovar el Consejo General del Poder Judicial, necesitan mediación. O porque el sistema, impotente y expuesto, necesita que alguien con prestigio se pronuncie sobre la ley de amnistía y nos diga que España es un país democrático.
El de corresponsal comunitario es un trabajo difícil porque (afortunadamente) suele pesar tanto o más la policy que las politics, lo que permite abstraerse de la declaración vacía diaria pero obliga a estudiar una regulación complejísima, en diversos idiomas. Y vivir de briefing en briefing, hasta ocho en un día antes de una cumbre. Pero es un trabajo imposible, ante todo, porque ni tu público ni a menudo tus jefes y compañeros entienden la Unión Europea. Ni les interesa. Saben que es importante, mucho, pero generalmente no lo suficiente como para justificar pinchar y leerlo en detalle, con los matices.
Escribir sobre el proceso de toma de decisiones, sobre las cumbres, sobre una pieza legislativa es tan fascinante como frustrante. No tiene un equivalente natural con un Estado o un gobierno nacional, así que es como intentar escribir de fútbol teniendo que explicar en cada texto la regla del fuera de juego o que el portero puede tocar la pelota con las manos. Es como hablar de una exposición, pero teniendo que aclarar qué es un museo o un lienzo. Nadie entiende la Unión Europea, qué institución hace qué, quién es cada líder y qué funciones y poderes y afiliación tiene. Y eso es un problema gigantesco, quizá sin equivalente. Para el periodista, para el político, aunque sea en buena parte culpable. Para el país.
Por si lo anterior no fuera suficiente, el trabajo en Bruselas, poco a poco, se está convirtiendo en algo mucho más difícil de digerir. Sería absurdo presentarlo como un lugar prístino, inocente, puro. No lo son las instituciones, no lo son los comisarios y presidentes, y mucho menos los medios. Europa es política y por tanto hay bronca, puñaladas traperas y juego sucio. Hay argucias o escándalos, terrorismo informativo y presiones y amenazas. Pero en el último lustro los partidos políticos han llegado a dominar el arte de la desinformación comunitaria. No solo los españoles, desde luego, pero nuestro país se ha pasado el juego.
Siempre se aprovecharon del desconocimiento de la ciudadanía para presentar como algo importante reuniones, debates o conclusiones tan vinculantes para la nación como el acta de una reunión de una comunidad de vecinos. O para nacionalizar éxitos y exportar fracasos y malos tragos, de reformas impopulares a ajustes dolorosos. El comité de peticiones de la Eurocámara es el ejemplo extremo, pero no el único. Un instrumento barato y efectivo para confundir a millones de personas sobre las funciones, poderes y preocupaciones de la Unión Europea. Antes era algo molesto. Ahora es insoportable, por el nivel de polarización, crispación y abuso. Por la batería de cartas, informes y declaraciones exageradas, manipuladas, retorcidas. Es una dedicación a tiempo completo con consecuencias inmensas y que cuenta con la pasividad de las instituciones comunitarias, demasiado ocupadas en otras cosas, o con sus propios intereses, como para aclarar o desmentir cada fake, interpretación creativa o mentira flagrante.
El europeísta es el último consenso que queda(ba) en España y lleva unos pocos años rompiéndose, en parte por culpa de que el ferviente europeísmo español es a menudo eurobeatería o, como decía mucho Josep Borrell, un europeísmo naíf. De bases débiles, forjado por el trauma de la dictadura y las bondades económicas de los años de convergencia. Un europeísmo que ve a Bruselas como cajero automático, como policía o juez, y que se resiente cuando la austeridad reemplaza a la abundancia, cuando las euroórdenes no bastan para que un socio entregue a unos fugados.
Las crisis y la trampa Monnet
Mi década en Bruselas, 2014-2024, ha sido, poca sorpresa, la de las crisis. La primera, la más emotiva y también la más intensa, la griega, un máster completo con las heridas de la Gran Recesión y la eurocrisis sin cicatrizar. Después la migratoria, o mejor dicho, la crisis política por la incapacidad de gestionar los flujos de la guerra siria. Después la crisis del Estado de derecho, la del Brexit, la de la reacción a Trump, la de la otan en muerte cerebral. La de los populismos y la desconfianza entre vecinos. La identitaria, seguramente la más importante. La energética. La de la invasión de Ucrania.
La gran lección, de todas ellas, debería ser el rechazo frontal a la “trampa Monnet” o la “maldición Monnet”, que tanto daño nos ha hecho. Esa idea del político galo, convertida en mantra, de que “Europa se forjará en crisis y será la suma de las soluciones adoptadas para esas crisis”. Si eso, con muchos matices, pudo ser verdad antaño, ya no lo es. Hace una década que las crisis no se resuelven y que Europa no crece sobre pilares reforzados por ellas. Las crisis se apilan, se infectan y supuran. El virus de la desconfianza lo ha contagiado todo, de Lesbos a Budapest, de Vilna a Lisboa. Y las fuerzas nacionalistas, escépticas, eurófobas son las que ganan las elecciones, de Francia a Italia, de Hungría a Eslovenia, de Países Bajos a Bélgica.
Monnet, sin quererlo, creó un lema que en vez de celebrar la reacción lo que hace es propiciar la parálisis, y que se ha convertido en el manual operativo de la Unión Europea. Una excusa para no hacer lo suficiente en tiempos de paz, bonanza o prosperidad a la que se agarran gobiernos, funcionarios y diplomáticos. Una década en Bruselas me ha llenado de cinismo y de irritación por la pasividad, el conformismo, por las filias de la euroburbuja. Pero también me ha quitado complejos y servido para superar simplificaciones absurdas. Para descartar o matizar muchas de las críticas básicas que se hacen a la Unión Europea, desde que no sabe comunicar a que es un chiringuito de euroburócratas que no sirve para nada. Para apreciar la negociación y las soluciones subóptimas. Para despreciar a chamanes y charlatanes, a los profetas del apocalipsis y los vendedores ambulantes de crecepelos mágicos.
Los españoles, como muchos europeos, son federalistas sin saberlo. Creen que la Unión Europea tiene unas competencias y unas capacidades políticas infinitamente mayores de lo que en realidad ocurre. Por eso tienen exigencias también desproporcionadas. La política comunitaria es lenta y aburrida y desesperante, como únicamente puede serlo con veintisiete Estados solo parcialmente integrados. Y por eso sus soluciones son parciales, insuficientes, desesperantes.
Mi mayor pesar tras diez años informando sobre Europa no es eso. Ni haber podido fracasar a la hora de mejorar la comprensión de los asuntos europeos entre los lectores, ya que las noticias comunitarias rara vez están entre las más leídas. La mayor frustración tiene que ver con España como país. La cuarta economía del euro, una potencia de segundo rango que pelea por debajo de su peso por decisión propia. Actor acomplejado que ha optado por batirse con una mano atada a la espalda. Que se esconde cobardemente una y otra vez detrás de la sana llamada al consenso. Que parece moverse con síndrome del impostor, con miedo a que un día alguien se dé cuenta de que no pertenecemos al club si decidimos levantar demasiado la voz.
Spain is not different
España, como la Unión Europea, ha desaprovechado las últimas décadas de bonanza para asumir un papel mucho más determinante en Europa, para sentar las bases de un europeísmo crítico, adulto y fuerte, sobre la razón y los números además del corazón y los instintos. Y por eso lo va a pasar muy mal en los próximos años, cuando ocurra lo mismo que ha pasado en los Estados fundadores y el virus nacionalista y europopulista se propague.
Es inevitable porque Spain is not different. Ya vimos síntomas en la crisis de 2008 por la izquierda, en 2017 con Puigdemont, lo vemos en el campo y por la derecha con Vox, sobre todo pero no exclusivamente. El euroesceptisimo llegará fuerte primero porque será una reacción completamente lógica cuando los partidos lo conviertan en un tema destacado. Cuando Europa pasó de las cuotas de leche o peces a las cuotas de refugiados saltaron las costuras.
Pasará porque los medios de comunicación, unos pocos al menos, ya están alimentándolo. Pasará si hay ampliación y España deja de ser receptor neto de fondos y pasa a ser contribuyente. Pasará cuando el peso del continente se vaya todavía más al este. Pasará porque hay cambios muy profundos en la Unión Europea y el Congreso no les dedica ningún tiempo.
No creo que haya forma de evitarlo, y tampoco que sea sano y maduro democráticamente posponerlo indefinidamente. A menudo me preguntan qué se puede hacer para que los españoles conozcan mejor la Unión Europea, lo que suele querer decir qué se puede hacer para que los españoles amen la ue, como si esa fuera la única posibilidad, el único objetivo. ¿Comunicar mejor? ¿Explicarla mejor? Mi respuesta es que no es en absoluto un problema de falta de medios o una política de comunicación insuficiente o errática. Ni de poca cobertura, aunque es mejorable. Los problemas son otros. Y aunque no hay receta mágica, tengo diez sugerencias sobre lo que España y los españoles, gobernantes, expertos y ciudadanos, podrían hacer o dejar de hacer. Una por cada año cubriéndola.
1) Dejar atrás esa forma infantil e inmadura de entender la Unión Europea como cajero automático, policía o juez de nuestros asuntos, como si fuéramos (a pesar de que nos empeñamos en demostrarlo) una democracia inmadura, incompleta, incapaz.
2) Prepararse para los efectos de la politización. Cuando Europa entre de lleno en nuestro debate diario, hasta el final, no va a ser agradable, pero si la vida no es toda de color rosa, no podemos pretender que la ue lo sea.
3) Para que Europa importe tiene que estar presente. En el Parlamento, en las tertulias, en los medios, más allá de generalidades. Al detalle. Los ministros tienen que hablar de asuntos europeos, y para eso tienen que fingir al menos de vez en cuando que les interesan, no una vez al trimestre durante dos horas tras un Consejo en Bruselas o Luxemburgo. El presidente tiene que hablar de Europa, cada día, no solo en crisis o cuando quiere maquillar o esconder problemas nacionales
4) España no puede gastar todo su capital político sistemáticamente en lo mismo. Gibraltar, Cataluña en todas sus dimensiones, la política agraria común (pac) y la pesca una vez al año. Si quiere ser un actor importante, tiene que formar parte del grupo que forje la Unión Europea de las próximas décadas. Pensar en Europa, no solo en el lugar de España en la Europa que otros construyan.
5) Para eso hace falta una modernización salvaje de su diplomacia y administración que la saque del siglo xix y de una jerarquización que ralentiza, politiza e imposibilita cualquier autonomía de decisión, cualquier frescura.
6) Y entender el papel de la información en el siglo XXI, aprendiendo de quienes lo hacen mejor. España tiene un presidente que habla inglés y tiene buena reputación en el exterior. No le saca mucho partido, enfangado en temas internos, y ni siquiera cuando va a las grandes cumbres exprime ese activo poderoso.
7) España tiene que jugar a lo que juegan los demás: manipular, intoxicar, ensuciar, apuñalar cuando sea necesario. Callamos en las derrotas, y aún más en las victorias.
8) La única forma de influir en Europa y en el mundo es con un trabajo coordinado de partidos, de gobierno y oposición, de empresas, organizaciones civiles, lobbies. Los más fuertes funcionan como un reloj cuando es necesario.
9) Una prioridad absoluta es el despliegue de gente de peso en Bruselas, en todas las instituciones, en las listas de las elecciones europeas, en los think tanks (un erial), las universidades, pero también en las empresas, que parecen empezar a comprender ahora que su presencia es fundamental no solo donde tienen cuenta de resultados, sino donde se decide todo el marco regulatorio y político.
10) La guinda sería conseguir que se eliminara para siempre el Comité de Peticiones del Parlamento Europeo. Mientras la principal prioridad de los partidos sea enmerdar ahí, no tenemos nada que hacer. Un pequeño paso para el hombre, uno enorme para la humanidad. ~