Al comienzo de Gliff, la novela más reciente de Ali Smith (Inverness, 1962), Briar y Rose, hermanas, se despiden de su madre y se quedan con el novio de ella, Lief, cuyo nombre anticipa fonéticamente lo que hará poco después: irse, con la promesa de volver, eso sí. Que vuelva o no, como en el caso de la madre, no va a depender de su voluntad. Gliff plantea una distopía en la que las autoridades persiguen a los que el sistema califica como “inverificables” (inserte aquí la bajada a la actualidad que prefiera). Hay máquinas que usan pintura roja para rodear casas y otras propiedades y así marcarlas y desposeer a los que están fuera del sistema. Los ciudadanos de a pie colaboran con el control, hasta los niños llevan dispositivos –a los que llaman perversamente “educadores”– con los que recopilan datos de quienes se encuentran fuera de lugar. Colin, primero Colon, el muchacho que trastea en la granja de su padre, les enseña orgulloso el cuestionario a las dos hermanas: “Tu fecha de nacimiento tu etnia tu género tu religión tu código postal las cifras de tu último análisis de sangre tu nivel de estudios el nivel de estudios de tus padres la situación laboral actual y pasada de tus padres el nivel de ingresos de tus padres propiedades inmobiliarias de tus padres detalles referentes a si tus padres son empleados o trabajan por cuenta propia”; hay más. Luego Colin comprenderá sin comprender y se quitará el dispositivo cuando esté con ellas.
A Briar y Rose su madre les puso los nombres pensando en una canción en la que aparece un espino (briar) y una rosa. Rose es la pequeña, pero parece la sabia y establece una conexión especial con uno de los caballos de la granja del padre de Colin, al que decide llamar Gliff, aunque no sepa bien qué significa. El guiño explícito es a Un mundo feliz, de Aldous Huxley, y el juego de palabras que se despliega a lo largo de varios capítulos encabezados con variaciones del título: “Un mundo (in)feliz”, “Un (infra) mundo”, “(i)n mundo (in)feliz”, “(nauseab)undo (cá)liz”. Pero es imposible no pensar en Orwell y en 1984: “Todos los que vivían aquí, incluidos los niños asilvestrados, eran inverificables. Lo eran sobre todo debido a palabras. A una persona de aquí la habían declarado inverificable por decir en público que una guerra era una guerra cuando no estaba permitido llamarla guerra.” Hay campos de reeducación: para adultos, arcas (por las siglas de Adultos en Reeducación Completa) y, para los niños, circos (Centros Infantiles de Reeducación). Pero es tan importante la reeducación de los prisioneros como la operación de deshumanización a ojos del resto: los que van allí son animales, dice alguien que trabaja en uno de los campos.
La novela tiene tres partes, “caballo”, “potencia” y “líneas”; los capítulos que las forman son más bien fragmentarios, tienen algo de destello en su naturaleza. Las aventuras y desventuras van sucediendo: las hermanas dan con una comunidad que vive en un colegio abandonado, a la que se trasladan con el caballo; Colin les ayuda y, cuando las autoridades los descubren, huyen a lomos de Gliff. Briar, que es quien cuenta la historia, no la presenta de manera lineal: hay viajes hacia atrás (las primeras palabras de su hermana, por ejemplo, que sorprendieron a su madre y a ella porque fueron una frase completa) y hacia delante, a cinco años después del encuentro entre Rose y Gliff. Ahora Briar no es Briar, no está con su hermana y se ocupa de interrogar a sujetos y de abrirles expedientes disciplinarios llegado el caso. Eso en lo que respecta al argumento, sin destriparlo demasiado, pero luego hay más cosas que suceden, o, mejor dicho: luego está todo lo que Ali Smith coloca para dar cuerpo y vuelo a esta novela humanista, que es también un retrato de la relación de dos hermanas, cómplices y protectoras la una con la otra, en un constante tira y afloja en una delicada estabilidad. Hay sueños, relatos dentro del relato, partes deliberadamente omitidas por Briar –le resultan demasiado dolorosas– y una leyenda sobre una niña centaura llamada Saccobanda, además de un cuento sobre un tirano incapaz de librarse de su oponente. Por debajo de todo eso, está el trabajo, casi pelea, con el lenguaje, cuyos resultados se ven en el estilo depurado y singular de la voz narradora, la de Briar, y en el interés por saber lo que las palabras significan, como si eso explicara también algo de la naturaleza de las cosas que nombran. ¿De dónde viene Gliff, el nombre del caballo? No viene de nada, está en potencia, puede ser lo que quiera, podemos pensar. Bri copia en un papel que luego le dará a su hermana todo lo que “gliff” puede querer decir, según los varios diccionarios que repasa cuando la llevan a una biblioteca –momento climático de la novela–: “Un breve instante. Un parecido momentáneo. Una visión imprevista o casual. Una mirada fugaz. Una corazonada. Una cabezadita. Un amago de enfermedad. Un efluvio. Un soplo. Un olor de pronto perceptible. Una sensación pasajera de dolor o placer. Un susto. Una conmoción. Una emoción. Un golpe súbito y violento. […] Una palabra que puede sustituir a cualquier palabra.”
Gliff es una novela emocionante sobre la relación de dos hermanas, trata de la identidad en una sociedad totalitaria y reposa en el genio de Ali Smith, capaz de vestir con nuevos ropajes a un género ya transitado como la distopía. ~