Un legado a examen

La influencia de Vargas Llosa no solo se restringe a sus coetáneos. A continuación, tres críticos literarios escudriñan la relevancia personal y colectiva que, como lector, intelectual y novelista, ha tenido el premio nobel para las nuevas generaciones.
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La verdad de las mentiras, por Liliana Muñoz

Vargas Llosa y la historia intelectual latinoamericana: apuntes para una discusión pendiente, por Antonio Villarruel

El reino de la sordidez, por Federico Guzmán Rubio

La verdad de las mentiras

Liliana Muñoz

Más que como novelista, Mario Vargas Llosa siempre me interesó como lector. Contrario a lo que cabría esperar, lo primero que leí de él no fue La ciudad y los perros, ni La fiesta del Chivo, ni Conversación en La Catedral, ni La Casa Verde. Francamente, lo leí temprano y mal. Mi primera aproximación a su obra fue un desliz adolescente: encontré, en la biblioteca furtiva de mi casa, Elogio de la madrastra, y lo devoré con una mezcla de morbo y desilusión. Concluí, pues, que no era el autor que buscaba, y me dediqué a leer a otros escritores del boom. Años después lo escuché hablar en una conferencia sobre Victor Hugo y sus pasiones literarias, y comprendí que mi juicio había sido prematuro y erróneo: estaba ante uno de los grandes autores contemporáneos, pero, sobre todo, ante un lector extraordinario.

Junto con La orgía perpetua, La verdad de las mentiras es, a mi parecer, su mejor libro de ensayos. La edición original, de 1990, reunía los 26 textos que el autor había escrito como prólogos para la Biblioteca de Plata, una colección dirigida por él mismo para Círculo de Lectores. La edición de 2002, publicada por Alfaguara, incorporó diez ensayos más, hasta completar los treinta y seis que le otorgan al libro su forma definitiva. El texto preliminar, que da título a la obra, es estupendo y revela los claroscuros de la ficción, la realidad, la literatura fantástica y la realista, la verdad literaria y la verdad histórica; por el contrario, el texto final, “La literatura y la vida”, me entusiasmó en su momento, pero ahora, en la relectura, lo encuentro manido, afectado, plagado de lugares comunes. En cambio, el resto del libro me sigue deslumbrando: no solo ha envejecido afablemente, sino que ha ganado carácter, textura y profundidad.

No es ocioso que Vargas Llosa comience La verdad de las mentiras con un ensayo sobre la distinción entre ficción y realidad. El autor no cae en la trampa de las obviedades: la ficción no es lo que está dentro de la narrativa, ni la realidad lo que está fuera. La mentira como mecanismo de la ficción es la espina dorsal del libro entero: los ensayos sobre La muerte en Venecia, de Thomas Mann; La señora Dalloway, de Woolf; Lolita, de Nabokov, o Sostiene Pereira, de Tabucchi, no son únicamente textos de crítica literaria; más bien, el autor se dedica a ampliar, ejemplificar y contravenir su propia tesis sobre la ficción: “En efecto, las novelas mienten –no pueden hacer otra cosa–, pero esa es solo una parte de la historia. La otra es que, mintiendo, expresan una curiosa verdad, que solo puede expresarse encubierta, disfrazada de lo que no es.” En este sentido, el libro descubre un curioso juego de espejos: la ficción no revela la realidad, sino su reverso: lo que no se ve, lo que no se puede ver, lo que no se debe decir; los deseos escondidos, las obsesiones, lo que se calla, lo que se imagina pero no se concreta. Por ello, toda novela es una novela de fantasmas: al escribirla, el autor rehace, no lo que le sucede, sino lo que no le sucede. Su materia prima, el lenguaje, es una doble trampa: por un lado, produce la sensación de que algo está ocurriendo –un romance, un asesinato, una persecución–, pero el lector sabe de antemano que no es así: no le ocurre a él, los caracteres son ficticios, la trama es una ilusión; por otro, despierta en él la sospecha de que, si bien la narración no es verdadera, es tan verosímil que se parece a la realidad. Es aquí donde la mentira encuentra su lugar: el escritor imagina lo que no puede vivir y, al desplazarlo a la palabra, miente, altera, distorsiona, inventa, transforma esa no vida en otra cosa que, paradójicamente, termina por ser más intensa que la vida verdadera.

A Vargas Llosa, además, le interesa la cuestión del tiempo: la vida no puede detenerse, el reloj no puede hacer caer la manecilla, pero la ficción es capaz de ordenar el caos, incluir un principio y un final, ofrecer una representación, un simulacro que nos haga rozar por un momento la realidad: “La vida adopta un sentido que podemos percibir porque ellas [las novelas] nos ofrecen una perspectiva que la vida verdadera, en la que estamos inmersos, siempre nos niega.” En este sentido, la ficción es a la vez una negación y una afirmación de la vida: es justo a través de este subterfugio, de esta fantasmagoría, que el lector puede acceder a las verdades más complejas de la condición humana.

Apasionado, honesto y riguroso, La verdad de las mentiras es un diálogo de Vargas Llosa consigo mismo y con el lector común. El autor no rehúye las implicaciones éticas, políticas y sociales de la literatura: sostiene que Kurtz, el personaje de Conrad, encarna la “caída”, esa corrupción moral que produce la codicia; considera que Meursault, en El extranjero, es el enemigo declarado de la sociedad, y su tragedia, “la del individuo cuya libertad ha sido mutilada para que la vida colectiva sea posible”; y ve en Auto de fe, de Canetti, una “escalofriante metáfora de una sociedad a punto de caer en brazos de la sinrazón y la demagogia más fanáticas”. Por todo ello, este libro es, antes que nada, una defensa feroz –y necesaria– de la literatura en un tiempo donde los totalitarismos, el dogma, la inmediatez y las certezas absolutas nos acechan con más fuerza que nunca. ~

Vargas Llosa y la historia intelectual latinoamericana: apuntes para una discusión pendiente

Antonio Villarruel

Desde sus primeros textos hasta sus últimas intervenciones públicas, la trayectoria intelectual de Mario Vargas Llosa invita a observar uno de los más intensos y complejos itinerarios del pensamiento moderno latinoamericano. Más allá de cualquier pirueta verbal o bravuconada pseudoilustrada respecto a la valía de sus novelas –Los cachorros y Conversación en La Catedral le valen un lugar único en la realmente excepcional literatura peruana y del continente de los últimos cien años–, su narrativa y sus escritos de no ficción han encarnado las tensiones entre utopías colectivas y ensueños individuales, y entre una crítica literaria libérrima y otra al servicio de las teorías académicas en turno. En medio de la hegemonía de las políticas identitarias, el lenguaje abstruso, el relegamiento de la historia como puntal para la comprensión de las formas estéticas –además del amurallamiento de los estudios literarios–, sus entusiasmos y desafecciones ilustran un mapa bastante dilatado de la circulación de ideas en América Latina. De paso, colocan sobre la mesa una discusión urgente: ¿qué es propio de la literatura?, ¿dónde termina esta y comienza el área brumosa de los estudios culturales y sus interminables ramales? Para ensayar algunas respuestas, no hay trayectoria que permita calibrar con tanta precisión los desplazamientos del campo intelectual latinoamericano –y latinoamericanista– como la suya.

Si el Vargas Llosa más bisoño fue un escritor cercano a las esperanzas emancipadoras de la izquierda continental –seducido por la Revolución cubana colaboró con Casa de las Américas, simpatizó abiertamente con el ideario socialista y formó parte de la Gauche Divine de París, Londres y Barcelona–, su ruptura con el régimen de Fidel Castro tras el “Caso Padilla”, de 1971, describe una profunda inflexión teórica. Vargas Llosa fue, por así decirlo, la sucursal latinoamericana del malestar intelectual con las derivas autoritarias del socialismo real, que ya incomodaba a una pléyade de escritores y artistas de las metrópolis. Si solamente se hubiera atendido a las contorsiones y danzas retóricas de Cortázar, por ejemplo, habría sido imposible apreciar la tremenda magnitud de los llamados “años grises” sobre la población cubana: una época de censura y policía que, desde la dirección de la revista más internacionalista de la isla, intenta conciliar Haydée Santamaría, aun a pesar de un amargo distanciamiento con el peruano. En esos años, Vargas Llosa se repliega hacia una indagación de afirmaciones políticas más heterodoxa. Una que lo lleva a buscar una suerte de síntesis entre el compromiso social y la autonomía individual.

A diferencia de algunos conversos furiosos, Vargas Llosa no abraza de inmediato la ortodoxia liberal. Su tránsito está matizado por lecturas de Raymond Aron, Albert Camus e Isaiah Berlin, pensadores que le ofrecen un camino sin virajes bruscos hacia lo que podría llamarse socialismo liberal, es decir, un régimen político antidogmático y pluralista. Si de Camus hereda el sentido de la novela como forma moral, como espacio de tensiones irresueltas donde el escritor pone en crisis las certezas del sentido común, Aron le muestra la sospecha como dispositivo hermenéutico: en el Occidente después del movimiento sesentayochista hay un extraño silencio ante las atrocidades de la Unión Soviética. El enamoramiento de varias figuras centrales del pensamiento europeo con ese proyecto totalitario le muestra las miserias en las que también pueden caer los letrados. En sus frecuentes estancias en universidades estadounidenses y británicas, Berlin le proporciona una visión de la libertad acaso restringida –o con claros inconvenientes de adaptabilidad a la región latinoamericana–: la autonomía, la pluralidad y el rechazo a un Estado que interfiriera con la diversidad de los deseos.

Aunque muy poco conocida –y publicada por completo solamente una vez gracias a la iniciativa de la editorial bonaerense Corregidor y el periódico montevideano Marcha–, en 1972 Vargas Llosa protagoniza una polémica durísima con Ángel Rama en las páginas del semanario. A raíz de una reseña negativa de la que fue su tesis doctoral, defendida en 1971 y aprobada con honores en Madrid, Vargas Llosa arremete contra Rama. En ese prolongado intercambio colisionan dos concepciones incompatibles de la creación literaria. Para Vargas Llosa, el novelista se halla poseído por una pulsión creativa irreductible, de raigambre romántica, casi metafísica. Rama, en cambio, responde con una mirada materialista, gramsciana si se quiere, que entiende la literatura como resultado de tensiones históricas y sociales, y al escritor, como portavoz y responsable de trasladar esas contradicciones al plano de la deliberación pública.

Lo fascinante de este choque es que no fue únicamente un debate estético, sino una disputa por el lugar del intelectual –es decir, el escritor, palabra que era entonces su sinónimo– en América Latina. En el fondo, lo que se discutía era si la literatura nace de un impulso autónomo o si es el síntoma de un campo de fuerzas que requiere ser socializado para llevar a cabo una determinada lucha política. Vargas Llosa defiende un sujeto creador en permanente enfrentamiento contra el caos, las obsesiones y las pesadillas interiores; Rama propone al escritor –al crítico– como un intelectual que no puede sustraerse del análisis y la denuncia de las estructuras sociales violentas. La polémica anticipa, de algún modo, las posiciones que ambos tomarían ante la creciente polarización del campo literario latinoamericano y su diseminación a través de editoriales europeas o estadounidenses.

En los años noventa, Vargas Llosa es uno de los pocos escritores latinoamericanos que lee con atención –y simpatía– a la conservadora Gertrude Himmelfarb, historiadora y aguda crítica de las mutaciones que presenta la academia estadounidense. Aunque separada de él por algunas diferencias ideológicas, Himmelfarb lo convoca a una crítica frontal del relativismo cultural y moral, así como del vacío teórico que atribuye a buena parte del posestructuralismo, al que ambos terminan reprochando una tendencia a la dispersión, al olvido o a la descalificación de las tradiciones humanistas. En suma, a una suerte de demagogia académica. A pesar de trasladarse permanentemente a muchas de las universidades más reputadas del ámbito angloparlante, donde ocupa puestos de profesor visitante o conferencista, Vargas Llosa denuncia con argumentos filosos la captura de los estudios literarios por una jerga opaca, autorreferencial, que termina por anular cualquier posibilidad de pensamiento vinculado con lo real.

Décadas más tarde, en La civilización del espectáculo, arremetería contra esa misma impostura: el intelectual convertido en intérprete de signos vacíos, el lenguaje que ya no dice el mundo, sino que se dobla sobre sí mismo. Frente a esa deriva, su propuesta es devolver a la literatura su vocación de verdad, su potencia reveladora y, hasta cierto punto, su circulación entre una élite preparada y sensible.

La obra ensayística vargasllosiana corre paralela a su ficción. Allí, sin complejos ni renuncias, fermenta una ética de la escritura que hunde sus raíces en esa convicción ilustrada de que la literatura es una forma de conocimiento experiencial y moral.

Dos figuras funcionan como polos: Juan Carlos Onetti y George Orwell. Del primero toma la visión de la literatura como refugio de la imaginación y entereza frente al empobrecimiento de lo real. En El viaje a la ficción, Vargas Llosa lee Santa María como única libertad posible frente a la asfixia de lo inmediato. Allí se revela su propio romanticismo –una idea del escritor como alguien poseído por una necesidad ineludible de crear–, además de un cierto rasgo utilitarista de la literatura, dibujado con lápiz demasiado grueso. Para Vargas Llosa, la obra de Onetti sería la posibilidad de resistencia ante el fracaso de las utopías colectivistas y los proyectos nacionales arruinados en América Latina. Claramente, los libros del uruguayo dan para mucho más que esa entrada.

De Orwell hereda el gesto combativo: la convicción de que el lenguaje no es neutral, de que la novela es un artefacto único de conversación con la historia y los proyectos e imaginaciones políticas. En sus ensayos y columnas, Vargas Llosa repite incansablemente que la literatura no es ornamento, sino el territorio donde se juega la posibilidad de pensar y disentir. Sus críticas a la corrección política, a los populismos, al nacionalismo y a las “modas académicas” se sostienen en esa premisa. Sin embargo, la trasnochada separación entre baja y alta cultura –que se disuelve en sus mejores novelas, como La tía Julia y el escribidor– delata la falta de sensibilidad que ya habían adquirido varios escritores o artistas. Dos, por ejemplo: Carlos Monsiváis y Caetano Veloso.

Por ello, la tensión entre estas dos figuras –el Onetti que se evade y el Orwell que combate– no siempre se resuelve felizmente. En ocasiones, su defensa de la literatura como libertad se convierte en una suerte de fetichismo de la autonomía que lo aleja de los mismos procesos históricos concretos que, supuestamente, está problematizando. No otro es el propósito de El sueño del celta. En su afán por preservar la novela del activismo ideológico, cae en una idealización del arte como esfera pura, desligada de los conflictos sociales que la nutren.

Por otra parte, su constante apelación a la libertad como valor supremo no siempre ha ido acompañada de una reflexión fecunda sobre las condiciones materiales que hacen posible –o imposible– ese ejercicio. En sus ensayos más recientes se percibe una nostalgia cultural, incluso una postura de superioridad frente al presente, que puede leerse como un síntoma de desconexión con las formas políticas, culturales y sociales del mundo contemporáneo. En su crítica a los movimientos sociales, a la protesta y a la rebelión, en su acercamiento a un clasicismo elitista que no se renueva ni dialoga con el tiempo, Vargas Llosa no siempre distingue entre lo contingente y lo estructural, entre la crítica válida y la caricatura de lo que acontece hoy mismo.

En los últimos años, la figura del intelectual Vargas Llosa se desdibuja. El escritor que enfrentó al dogmatismo revolucionario con perspicacia, gesto de clase –esto también existe en él– e iconoclastia deviene en defensor de proyectos políticos que nada tienen de liberales. Su respaldo a Jair Bolsonaro, José Antonio Kast, Dina Boluarte o Javier Milei –cuyas plataformas coquetean abiertamente con el ultranacionalismo, la misoginia y el desprecio por los derechos humanos– revela una regresión que apunta a un acomodo con los privilegios, a una cierta caducidad de su comprensión de intelectual público contemporáneo, y a una necesidad de repensar las sensibilidades políticas y estéticas actuales.

Bien podría decirse que el liberalismo humanista que alguna vez representó fue sustituido por una nostalgia reaccionaria, disfrazada de cruzada contra el populismo. Pero ella ya no ostenta el vigor ético de Camus ni la claridad analítica de Aron: asoma más bien una retórica que confunde la libertad con el gesto de distinción, y la crítica cultural con una cierta incapacidad de empatía hacia un muy esperable reordenamiento de las sensibilidades políticas y estéticas.

Por supuesto: este viraje no borra la magnitud de su itinerario. Vargas Llosa es, a pesar de sus contradicciones –acaso por ellas–, una figura modélica para indagar las ideas que han atravesado América Latina en los últimos ochenta años. La tarea no estriba en el alineamiento con sus posturas, cambiantes con sus circunstancias y su entorno, sino en la revisión de una obra irrepetible. ~


El reino de la sordidez

Federico Guzmán Rubio

La lectura del mejor Vargas Llosa es desoladora. A diferencia de sus compañeros de generación, en el peruano no hay espacio para la fantasía, para el sueño ni para la alegría. Estos últimos rasgos son evidentes en el realismo mágico de García Márquez, en los cuentos fantásticos de Cortázar e incluso en los mundos decadentes de Donoso, en los que abundan los rebeldes que, si bien terminan destrozados, al menos muestran que, en el centro de la grisura más asfixiante, hay quien se atreve a reivindicar la vida. Esto no sucede en Vargas Llosa. En sus obras, la sordidez lo abarca todo: la realidad luce sucia, los personajes son abyectos por fatalidad y por vocación, el mundo parece la ruina de un tiempo pasado que ni siquiera fue mejor y el paisaje es miserable, fiel reflejo de la mezquindad de los seres que lo habitan. A nadie se le ocurriría decir, en un rapto de cursilería, que le gustaría vivir en una novela de Vargas Llosa. El problema es que, irremediablemente latinoamericanos, vivimos ya en una.

La sordidez impera en el colegio militar de La ciudad y los perros, en el bar de mala muerte de Conversación en La Catedral, en los burdeles de La Casa Verde y de Pantaleón y las visitadoras, en la aridez fanática de La guerra del fin del mundo, en el Congo colonial de El sueño del celta, en las parrandas de los niños ricos de Los cachorros y en las residencias del dictador en La fiesta del Chivo. Ya sea en mansiones suntuosas o en selvas y páramos donde la miseria forma parte natural del entorno, la sordidez está allí desde siempre, como un mecanismo que, conforme genera corrupción y crueldad, afea todas las cosas, desde los muebles de una recámara hasta el mar Caribe, desde el lenguaje de los personajes hasta sus acciones y silencios. Pero más allá del paisaje y del ambiente, la sordidez tiene una raíz moral: son el autoritarismo, el machismo, la violencia, el fanatismo y la intolerancia los que la crean y a su vez derivan de ella, como características sociales, y la cobardía, la delación, la traición y la mediocridad las que lo hacen como pasiones individuales. De hecho, una de las características que tienen en común las muchas novelas de Mario Vargas Llosa es que, de una forma u otra, en todas ellas el conflicto principal reside en la forma en que los protagonistas reaccionan ante la sordidez. Y spoiler, la inmensa mayoría de las veces lo hacen con una previsible y no por ello menos sorprendente vileza.

Pienso en La fiesta del Chivo (2000), novela que releí tras la muerte de su autor. La elegí porque la considero una obra de transición entre su extensísimo periodo más experimental y ambicioso, y el de sus últimas novelas, más tradicionales desde el punto de vista formal. En La fiesta del Chivo hay una aplicación más natural de los recursos formales marca de la casa –cambios súbitos de persona gramatical y tiempo verbal, entrelazado de distintas tramas, manejo virtuoso del tiempo narrativo, contraste de puntos de vista y un uso magistral del estilo indirecto libre– combinada con la fascinación por los personajes y la trama características de su último periodo. Como se sabe, la novela está construida alrededor del magnicidio de Trujillo, el legendario dictador dominicano cuya brutalidad destaca entre los dictadores latinoamericanos, por dura que sea la competencia. El retrato de Trujillo como un ser despótico, acomplejado y ridículo es memorable, pero mucho más interesantes son otros tres personajes.

El primero de ellos es el doctor Balaguer, obediente funcionario del régimen, que primero usa su insignificancia y después su supuesto apego a la legalidad para sobrevivir y escalar. Balaguer, colaborador de todas las atrocidades de la dictadura, convierte la hipocresía en una de las bellas artes y se transforma en la máscara más noble de la sordidez, con el fin de perpetuarla. Después está Agustín Cabral, ministro, senador y hombre institucional de la dictadura, quien al caer en desgracia con Trujillo le ofrece a Urania, su hija casi niña, para que la viole y recuperar así la estima perdida. Cabral pudo fingir durante décadas que no le quedaba más remedio que colaborar con Trujillo y hacerlo, por imposible que pareciera, de la forma más honesta posible. Pero el día que tuvo el destino en sus manos y tuvo que elegir entre la desgracia personal o la violación de su hija no tuvo la menor duda sobre qué opción tomar. Por último, queda Urania, quien tras la violación pudo huir a Estados Unidos y hacer una nueva vida. Es el único personaje con dignidad en la novela y, si bien nunca pudo recuperarse por completo, supo escapar de la sordidez y, muchos años después, regresar a enfrentarla; para ello, le basta simplemente con relatar su vida.

Parece que, en el reino de la sordidez que representa la obra novelística de Vargas Llosa, solo hay víctimas, victimarios y colaboradores. Sin embargo, este panorama sombrío se expresa con novelas que son auténticas obras maestras gracias a su estructura y poderío verbal. Así, la literatura descubre una de sus facetas más paradójicas: al tiempo que describe un mundo oscuro sin aparente salida, lo hace de forma tan torrencial y perfecta que el lector queda apesadumbrado por lo que se le muestra y conmovido por la forma en que se hace. A sus lectores latinoamericanos no nos queda entonces más remedio que reconocernos en la obra de Vargas Llosa y agradecer que, si bien somos habitantes del reino de la sordidez, también lo somos del de la literatura. ~


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