En Occidente, la novela y el ensayo nacieron a la par de un nuevo tipo de lector: el hombre ordinario al que habría que hablar como a un igual. La manera en que ambos géneros se han desarrollado hasta nuestros días obliga a preguntarnos sobre sus tensiones, su presente y su futuro.
1.
Comienzo del siglo XXI. Un día de septiembre. Me encuentro entre amigos en Grecia, cerca de Atenas.
Nuestra amistad y nuestro diálogo se fundan desde muchos años sobre algunos puntos en común:
1) Una obra de arte novelesca no necesita especialistas para ser leída y comprendida.
2) La tarea del hombre que lee es intentar captar el valor de la obra, intentar definir qué ha aportado de nuevo e insustituible y afirmar qué aspectos de la existencia ha desvelado.
3) Los descubrimientos contenidos en una novela son, en cuanto descubrimientos, imprevisibles. Por lo tanto no existe un verdadero método; el pensamiento crítico es ensayístico, no metódico, aunque requiera un conocimiento y una competencia muy elevadas y, sobre todo, una honestidad que sin duda puede faltarle al artista.
4) En tanto no metódica, la crítica de una obra puede equivocarse. Y de hecho se equivoca muchas veces. Esto es, al fin y al cabo, lo que la diferencia de la ciencia, donde cada nuevo descubrimiento borra los anteriores.
5) El desafío del crítico es totalmente personal. Cada vez que entra en el juego tiene que aceptar el riesgo. Sin embargo, si su reflexión es auténtica, incluso cuando se equivoca es capaz de generar otras reflexiones y de dar vida a ese horizonte de pensamiento que es indispensable para la historia de cada arte.
6) El público, formado por individuos presos en la red de sus ocupaciones, no es capaz de producir un verdadero juicio estético. Si la revolución tecnológica que estamos viviendo es el comienzo de una nueva época, el problema de la creación y de la jerarquía de valores, como en el pasado, sigue siendo actual. Sin la crítica las obras corren el riesgo de quedarse sin nombre, de no entrar en la historia de su arte, ya que una obra solo entra en su historia si sus innovaciones y sus descubrimientos son reconocidos como valores. Hagámonos esta sencilla pregunta: ¿podríamos reconocer el valor de las obras de Tolstói, Kafka o Rabelais sin las lecturas críticas que las han acompañado? Y más aún: sin este reconocimiento, ¿seríamos capaces de trazar una historia del arte de la novela?
7) El pensamiento crítico sobre las obras ha sido engullido, durante la segunda mitad del siglo XX, por la teoría de la literatura y por las ciencias humanas que pretendieron imponer unas reglas en un campo en el que la regla es la excepción. De este modo la crítica se ha vuelto enemiga del arte de la novela y por esta razón, hoy en día, los novelistas son, casi siempre, los únicos que pueden decir algo interesante sobre su arte.
8) La crítica de los escritores –que no se puede asimilar a la de los profesores, los investigadores, los historiadores de la literatura– es siempre arbitraria y por eso siempre renovadora de la tradición. Sin esa lectura arbitraria, que Ricardo Piglia ha llamado otra vez “estratégica y técnica”, que excede la crítica de los críticos y crea siempre nuevos “precursores”, la literatura está condenada al conformismo, a las modas, a la repetición del pasado.
9) La crítica, a lo largo de los últimos treinta años, ha sufrido otros tres ataques mortales: el crecimiento exponencial de la burocratización universitaria; el sometimiento del aparato mediático con respecto a la actualidad que ha producido una jerga cada vez más sofisticada e inútil, junto con los eslóganes de los periódicos que se arrodillan respetuosamente ante las modas del mercado editorial; y “la cultura del narcisismo” (Christopher Lasch) provocada por la caída vertical del sentido histórico, para quien solo existe el instante y no merece la pena vivir ni para los que vinieron antes de nosotros ni para los que vendrán después.
2.
La novela, en Occidente, nace antes del ensayo. Rabelais llega antes que Montaigne. Gargantúa y Pantagruel se publica en Lyon en 1532; los Essais aparecen por primera vez en 1580, en Burdeos. Si es verdad que, como han afirmado muchas veces los críticos, los orígenes de la novela pueden remontarse muy lejos en el tiempo, la novela moderna tiene una fecha de nacimiento precisa. Los orígenes de una forma artística no coinciden con su nacimiento. Estoy hablando del nacimiento de una forma artística y no de la investigación filológica, histórica o antropológica sobre los primeros embriones novelescos, que, por ejemplo, se pueden hallar en las sagas islandesas, en el Decamerón o incluso antes en los monogatari japoneses. Lo que quiero decir es que el hombre europeo que lee Gargantúa y Pantagruel es una invención de Rabelais. Basta prestar atención al Prólogo:
¡Ojalá todo el mundo abandonase su oficio y sus quehaceres, dando al punto sus asuntos en el olvido, y ocupándose solo en su lectura sin que su espíritu quedara distraído o forzado por otros menesteres y necesidades, hasta que todas las gentes las conocieran de memoria! Pues de este modo, aunque por un azar hoy imprevisto se perdiesen las artes de la imprenta o pereciesen los libros sin quedar ninguno, en tiempos por venir todos los hombres podrían contarlas y transmitirlas a sus hijos.
Rabelais conversa con su lector, lo seduce, desea que este hombre ordinario arraigado en sus necesidades y en sus tareas se pierda de manera inesperada, es decir, que se dedique sin embarazos y distracciones a sus récits. Por primera vez un autor no se dirige a los dioses del Olimpo ni a las musas ni invoca ninguna autoridad espiritual del pasado, sino que siente la necesidad, para que su obra encuentre su cauce y su tonalidad, de acoger a quien está cerca y transformarlo en un personaje, en un ser ficticio en medio de otros seres ficticios (los autores de Don Quijote y de Madame Bovary nunca olvidarán este gesto inaugural).
En cuanto al ensayo, es cierto que, como se han empeñado en afirmar muchos filólogos, Montaigne tuvo varios antecesores, el primero de los cuales tal vez sea Sócrates. Sin embargo, la forma artística del ensayo moderno nace cuando alguien decide representarse sin artificios y al desnudo. “Ainsi, lecteur, je suis moi-même la matière de mon livre”, afirma en el prólogo Montaigne, añadiendo que se trata de un “sujet si frivole et si vain”. Ahora bien, más allá de ponerse al desnudo libre de las convenciones, es importante destacar que el lector al que se dirige Montaigne es el lector que él mismo representa y que coincide con la invención de Rabelais; además, como en el caso de Rabelais, su tema, al contrario que los temas antiguos de la epopeya, de la tragedia o de la poesía, carece de toda pretensión, e incluso, como confiesa él mismo, es “frívolo”, “vano”.
¿Qué hace Montaigne? Lee a los antiguos y sus experiencias mezclándolas con las propias. Los Essais son el resultado absolutamente provisional (de ahí su forma fragmentaria, la falta de un verdadero orden y de un sistema) de la relectura del mundo antiguo a la luz de su presente y de su situación histórica individual. Como todos los humanistas Montaigne ama el pasado. Piensa que hay que imitar el pasado de Propercio y de Horacio y de todos los demás poetas antiguos, pero, a diferencia del resto de los humanistas (a excepción de Rabelais), su finalidad es mucho más modesta. Su pregunta es: ¿qué tienen que ver conmigo todos estos grandes hombres del pasado? ¿Qué tienen que decirme? Y, aún más, ¿qué aspectos de la vida han revelado que yo todavía no he descubierto? Son las mismas preguntas que se plantea el lector de la novela convocado por Rabelais al comienzo de su obra, el cual, renunciando a los otros quehaceres, se deja cautivar completamente por la narración. Montaigne, en otras palabras, lee las obras de los antiguos como si fueran récits: “Je n’enseigne point, je raconte…”
3.
Hay otra cuestión: la historia de la novela es supranacional, así como lo es la historia de la crítica literaria. No se trata de una cuestión de influencia o de “intertextualidad”. En las últimas décadas la crítica ha perdido mucho tiempo en denigrar la originalidad de una obra reduciéndola a una especie de plagio o de copia de otras obras extranjeras. Sin embargo, poetas y novelistas siempre han buscado en otro lugar, en el tiempo y en el espacio. A menudo han percibido afinidades mayores con creadores que no pertenecían a su idioma, sino que los ayudaban a descubrir los territorios menos explorados de su tradición: Baudelaire que lee a Poe; Seferis que lee a Eliot; Fuentes que lee a Broch; Oé que lee a Rabelais. Hay una frase de Remy de Gourmont que dice así: “Cada vez que veis un movimiento en una literatura, buscad fuera de esa literatura la fuerza que lo anima.” Esto debería hacernos considerar la historia de la novela moderna no como una acumulación de diferentes historias nacionales de la novela, sino como una historia única que a lo largo de los siglos, desde Rabelais y desde Europa, conquista todos los continentes, de América del Norte a América del Sur, hasta el Caribe, para luego desembarcar en Asia y en África: una historia de la novela mundial. Y si la palabra “conquista” suena demasiado agresiva a oídos de los biempensantes del multiculturalismo o del interculturalismo esparcidos por todo el planeta, quisiera precisar que en realidad la conquista del territorio de la novela moderna siempre es obra de cada novelista en particular. Todo novelista se inscribe en la historia de la novela (así como todo auténtico lector de novelas se inscribe en la historia de la crítica) más allá del lugar geográfico del que proviene y de la lengua en la que escribe. ¿Una empresa imposible? La literatura vive de retos imposibles. Si no, solo sobrevive. O vive de renuncias, que es lo mismo.
4.
Hoy día es necesario superar la noción de cosmopolitismo u otorgarle otro significado. Los artistas, afirma Carlos Fuentes, “crean otra Historia” que es siempre el resultado de lo que ha ocurrido y de lo que hubiera podido ocurrir.
Por lo tanto, para pensar la historia de la novela de manera supranacional, habría que considerar el árbol genealógico que todo novelista cultiva y que se ramifica desde su propia obra. Ni la lengua ni la imaginación de un novelista pueden encerrarse en el interior de un solo país. Solamente así la Historia y la historia de la novela nos serán devueltas de manera no solo más legítima sino más profunda.
5.
George Steiner, en una de sus innumerables intervenciones, aborda lo que llama “formas híbridas”: se trataría de obras que se encuentran en la frontera entre realidad y ficción y que se apoderan de la novela hasta tal punto que esta se ve incapaz de competir con el reportaje y el testimonio. Para Steiner, la palabra “híbrido” define algo impuro, es decir, carente de valor. Pero me pregunto: ¿la novela no se relaciona íntimamente con la imperfección humana? Y ¿no ha sido siempre híbrida? ¿No ha sido, desde la época de Rabelais, una forma integral capaz de englobar las otras formas? Probablemente deberíamos plantearnos otro interrogante: ¿por qué hoy la eterna novela realista, es decir, la novela reducida a su parte épica, a la story, no tiene competencia? A lo largo de todo el siglo XX el cuerpo de la novela ha querido, regresando a los padres fundadores, volver a descubrir la posibilidad de superar sus fronteras. ¿Por qué hoy tendría que haber perdido la fuerza que le proporcionan sus propias raíces?
Desde hace veinte años se discute mucho acerca de las tendencias que borrarían las fronteras entre los hechos y la ficción: Kapuściński, Calasso, Tom Wolfe y el nuevo periodismo… Los autores que acabo de mencionar representan solo la punta del iceberg. Por debajo, nos encontramos, en cambio, con materiales que poseen otra calidad, inevitablemente menor: erudición grafomaníaca, invasión de la información en la creación individual, esterilización de la imaginación, olvido del pasado, es decir, algo que nada tiene que ver con la tradición surgida con los Essais de Montaigne. Me parece que hay una atracción fatal de la novela hacia el ensayo enciclopédico, una atracción opuesta a la que caracterizó la novela del siglo XX, que integraba el ensayo, la poesía, el reportaje y otras formas, otorgándole una unidad artística.
6.
Pregunta capital: ¿el “ensayo narrativo” puede nacer en una época en la que ya no se logra concebir la novela como un lugar de imaginación, como Gran Juego?
En su ensayo “En defensa de la novela, otra vez”, Salman Rushdie critica a Steiner, quien proclama de una vez por todas la muerte del lector (por el uso sistemático del ordenador) y la muerte del libro (por su transformación digital). En contra del cuadro trazado por Steiner, Rushdie afirma que “la buena literatura siempre ha sido atacada”. La perspectiva apocalíptica de Steiner resulta injustificada si observamos con atención la segunda mitad del siglo XX, protagonizada por un grupo de grandes novelistas: Nabokov, Calvino, Kundera, Kiš, Sebald, Pitol, Fuentes, Juan Goytisolo, Bolaño. Rushdie no se preocupa por el nacimiento de nuevas especies. La novela no tiene ninguna razón de sentirse amenazada: “Aquí hay lugar para todos.”
7.
Steiner defiende con gran seriedad una grotesca centralidad de la novela europea. Esta nostalgia provoca un efecto bizarro: obliga a Rushdie a defender el centro perdido contra la vitalidad de la periferia del mundo. La posición de Rushdie es muy clara: no importa el origen de las grandes novelas. La nostalgia de Steiner es, en cambio, la de un civis romanus atemorizado por lo que ocurre en la extrema frontera del imperio. Es la nostalgia de muchos escritores europeos cuyo sueño se ve perturbado por los novelistas de la extrema frontera que escriben en su idioma. Al mirarse al espejo Europa tiene miedo.
Post scriptum
Muchos países de la extrema frontera no han conocido la novela. Eso, sin embargo, no significa que no hayan tenido narraciones fundacionales y que, gracias a la introducción de formas orales poéticas y épicas desconocidas a la cultura de la novela europea, no puedan regenerar su historia. Y de la misma manera regenerar la historia del ensayo. ~
Massimo Rizzante (1963) es poeta, ensayista y traductor. Ha formado parte desde 1992 a 1997 del Seminario sobre la Novela Europea dirigido en Paris por Milan Kundera.