Es más meritorio descubrir
el misterio en la luz que en la sombra.
Arthur Cravan, “¡Zas!”
Entre los grandes asuntos de la segunda mitad del llamado “siglo americano” no hubo prácticamente ninguno que no fuese “invención” de Norman Mailer en el sentido dado por la academia al acto, al parecer obra de la voluntad, de fabricar un hecho histórico o social. No creo que los escritores (o hasta los profesores) inventen la realidad. Pero es cierto que sin la compulsiva mitificación de Mailer (1923-2007) casi ninguna de las obsesiones de su tiempo, los años sesenta, sería leída, recordada, festejada o lamentada, sin haber pasado por la fuerza de su prosa, por su inteligencia de narrador y por su oficio de demiurgo.
Mailer, desde luego, venía de antes. Los desnudos y los muertos (1948), su gran novela sobre la Guerra del Pacífico, lo colocó por encima de todos los narradores norteamericanos. A diferencia de Ernest Hemingway, su “Papá” según él mismo y a quien nominó para presidente de Estados Unidos en una aparente broma a mediados de 1956, Mailer no provenía de los cenáculos de la vanguardia ni había sido ordenado caballero por Gertrude Stein, según puntualiza su tocayo Norman Podhoretz, amigo de los “malos tiempos”.
{{Norman Podhoretz, Ex-friends. Falling out with Allen Ginsberg, Lionel and Diana Trilling, Lillian Hellman, Hannah Arendt, and Norman Mailer, San Francisco, Encounter Books, 2000, pp. 178-220.}}
Tampoco se hizo a sí mismo, en el sentido callejero que tanto prestigio acarrea en Estados Unidos, ejerciendo todos los oficios –aunque ya famoso tuvo como excitantes hobbies el box, la dirección cinematográfica o la pretensión de ser alcalde de Nueva York–, sino, muchacho judío de Brooklyn muy apegado a su madre, fue a la Universidad de Harvard y, al mismo tiempo que debutó como novelista, lo hizo como agitador político al servicio de la candidatura presidencial de Henry A. Wallace, personaje tenido por una marioneta al servicio de los soviéticos en plena Guerra Fría.
Para fortuna de Mailer, el traductor de Los desnudos y los muertos resultó ser Jean Malaquais (1908-1998), escritor francés de origen judeo-polaco que escapó tanto de la Wehrmacht como del trotskismo para exiliarse en Venezuela, México (donde Octavio Paz lo trató) y Estados Unidos.
{{Jean Malaquais, Planète sans visa, prefacio de Norman Mailer, París, Phébus, 1999; Christopher Domínguez Michael, Octavio Paz en su siglo, Ciudad de México, DeBolsillo, 2019, pp. 177-179 y 185.}}
Malaquais, secretario (y mala conciencia proletaria) de André Gide, limó en Mailer la rusticidad de su estalinismo, le enseñó a descifrar ciertos arcanos ideológicos que con frecuencia son incomprensibles para los gringos (y en Los ejércitos de la noche se nota que Mailer aprendió la lección) y lo colocó en el campo literario (dirían el profesor Pierre Bourdieu y su gente) de la Nueva Izquierda, de la cual fue ícono hasta que se topó con las feministas, como queda testimonio en El prisionero del sexo (1971).
Asunto por asunto, insisto, Mailer es crucial, desde el impacto de la negritud en la intelectualidad radical (“El negro blanco”, 1957) a la saga de los Kennedy como escoliasta del presidente y su hermano Robert, asesinados, hasta como denostador de Jackie. Los ejércitos de la noche. La historia como una novela. La novela como historia (1968) es la canción de gesta del movimiento contra la guerra de Vietnam y, releído en este primer centenario del nacimiento del autor, queda como una de las grandes crónicas del siglo XX gracias, sobre todo, a la elocuente creación de un personaje insólito, el propio Norman Mailer, quien es presentado, famosamente, en tercera persona.
Con mayor o menor tino hizo suyas las vidas de su admirado Mohamed Alí (El combate, 1975), de Marilyn Monroe (Marilyn. A biography, 1973), de Pablo Picasso (Portrait of Picasso as a young man. An interpretive biography, 1995), del victimario de JFK (Oswald. Un misterio americano, 1995), de los asesinos seriales y la pena de muerte (La canción del verdugo, 1979), de los astronautas del Apolo XI (Un fuego en la luna, 1971) o de la cia (El fantasma de Harlot, 1991). Ni Jesucristo (El Evangelio según el hijo, 1997) ni Hitler (El castillo en el bosque, 2007) escaparon a su megalomanía: le dedicó una novela a cada uno. También escribió sobre el grafiti, sobre los antiguos egipcios y dejó una antología comentada de su adorado Henry Miller: Genio y lujuria (1976). Vitalista e intelectual al mismo tiempo, fue lúcido y alcohólico, desencantado y frívolo, inventivo y valiente, desvergonzado y, a veces, en medio de seis matrimonios y nueve hijos, más un número considerable de aventuras sentimentales, hasta se permitió la humildad. El tópico de que su gran creación fue él mismo es, desde luego, correcto. Su “autobombo”, como lo llamó su archirrival Gore Vidal, fue una marca patentada por la época.
((Gore Vidal, “El autobombo de Norman Mailer” en Ensayos (1952-2001), traducción y edición de Eduardo Iriarte, Barcelona, Edhasa, 2007, pp. 67-79.))
Mailer nunca fue comunista (su necia admiración por Fidel Castro se debía al machismo) y desde la Nueva Izquierda, en cuyas filas presumía su peculiar conservadurismo, se hizo amigo –más por bonhomía que por arrojo– de su némesis, William F. Buckley Jr. (1925-2008), quien ocupaba, en la derecha, un sitio similar al de Mailer en el radicalismo. Se olisquearon y se cayeron muy bien. Sabían que en sus vidas paralelas cabía “América” casi entera y ello los llenaba de orgullo; protagonizaron debates televisivos que hicieron historia, a menudo peleas arregladas, y los Buckley recibían a Mailer y a su esposa en turno (no les era fácil estar al día). Cariñosamente y en honor al narcisismo de su amigo, Buckley –periodista fundador de National Review, padrino de Joan Didion e imitador fracasado de John le Carré al final de sus días– no le autografiaba sus libros sino le ponía “Hi” a Mailer en el índice onomástico. Sabía que el autor de ¿Por qué estamos en Vietnam? (1967) –novela sobre una cacería en Alaska donde la guerra solo aparece como metáfora– lo primero que hacía al recibir una novedad era buscarse allí.
Con Buckley and Mailer, Kevin M. Schultz escribió unas vidas paralelas muy dignas, divertidas e instructivas, tomando distancia de los remotos años sesenta y resaltando que ambos íconos estaban muy estrechamente ligados, por el plasma generacional, desde luego, y por una idea común de la grandeza de Estados Unidos. Murieron viejos y enfermos pero, sobre todo, pasados de moda, como era de temerse. Ambos, cuando debatieron por primera vez en septiembre de 1962 en el Medinah Temple de Chicago, atacaban desde la derecha y desde la izquierda lo que llamaban “el establecimiento liberal”, un arreglo basado en las reglas y no en los derechos, según uno y otro.
((Kevin M. Schultz, op. cit., pp. 42-43.))
Sus diferencias, naturalmente, fueron de calado. Buckley, partidario de la segregación racial, trató sin éxito de desmarcarse del racismo biológico para argüir que la falta de madurez cívica de los después llamados afroamericanos les impedía compartir –al menos durante un período de “reeducación”– derechos con los blancos. Como es natural, Buckley fue rebatido con la aplastante obviedad de que la causante de esa supuesta inmadurez era la discriminación. Curiosamente, con mayor empaque, Hannah Arendt, en sus “Reflexiones sobre Little Rock” (1959), había alertado sobre los riesgos de exponer a los niños negros a las batallas de la segregación racial. Y a sus temores de judía sobreviviente se sumaba su polémica duda de si el gobierno podía interferir en las decisiones educativas de los padres.
(( Hannah Arendt, “Reflections on Little Rock” en The portable Hannah Arendt, edición de Peter Baehr, Nueva York, Penguin Books, 2000, pp. 231-243.))
Ese lado conservador de Arendt agradó a Buckley y disgustó a Mailer.
Mailer, en 1957 y en Dissent, con “El negro blanco” tampoco obtuvo el respaldo unánime de los negros. Su amigo el novelista James Baldwin lo acusó de hacer una lectura fantástica, hipererotizada y romanticoide de lo que era ser negro y habiendo leído, estos días, el famoso ensayo de Mailer, yo no puedo sino confirmar que se trata –como el propio autor acabó por admitirlo– de una más de las figuras que los “existencialismos” van oponiendo, desde Dostoievski (más que Hemingway, el verdadero inspirador de Mailer y de otros miles de escritores de aquella centuria), a la buena conciencia de la sociedad burguesa. Del “hombre del subsuelo” al hípster de Mailer, cuando hasta JFK podía pasar por un hip en la Casa Blanca, se trata de un mito de rebeldía cíclicamente asimilable al mundo que rechaza, sean sus autores Charles Baudelaire o Ernst Jünger. “El negro blanco”, en todo caso, prueba que Mailer, como lo dicen sus buenos lectores, fue un cazador de mitos trascendentales a través del erotismo. Su obsesión, más que la libertad política o la crítica social, fue la energía sexual, el escritor a la Walt Whitman que el historiador Arthur M. Schlesinger Jr. retrató: Mailer, la profecía cumplida, también, del vizconde de Tocqueville.
((Arthur M. Schlesinger Jr., Journals (1952-2000), Londres, Atlantic Books, 2007, pp. 593-594.))
Solo la guerra de Vietnam, convertida en 1967 en un grave asunto interno de Estados Unidos, enemistó del todo y, por un rato, al par de hermanos-enemigos. Para Buckley, la guerra era un combate entre el Bien y el Mal donde la república imperial ponía la cara y los héroes por salvar al mundo libre del comunismo, soviético o chino. A Mailer, aunque maldecía el napalm y oraba con el Jesús en la boca (fue, en un cierto sentido, el más cristiano de los escritores judíos de su generación) por las mujeres y los niños inocentes masacrados por el ejército norteamericano, en el fondo los vietnamitas le importaban poco. Como a los maoístas franceses fanatizados por una Revolución Cultural china de la que sabían poca cosa, para Mailer la guerra de Vietnam era un ajuste de cuentas moral entre Estados Unidos y su destino manifiesto, una segunda guerra de Secesión y Los ejércitos de la noche –libro que Buckley también aplaudió– parte de la base de que el comunismo se autodestruirá. Incluso, cuando el 21 de octubre de 1967 algunas banderas del Vietcong salen a relucir, Mailer, el poeta Robert Lowell y el crítico Dwight Macdonald, quienes marchan a la cabeza, retroceden compungidos.
Contra aquella guerra –Mailer era lo suficientemente iconoclasta como para decirlo tras un arresto de veinticuatro horas por cruzar unos metros de más en dirección del Pentágono y donde la mayor incomodidad sufrida fue la cruda que se traía el cronista– se probaba la calidad de la democracia norteamericana. El escritor la veía en peligro gracias a la idea –en él más propia de La decadencia de Occidente, de Oswald Spengler, que de la Teoría Crítica– de que el empoderamiento del totalitarismo era un fenómeno global probablemente inevitable. A diferencia de otros intelectuales de la Nueva Izquierda, en Mailer no es tan ostensible esa deslealtad, tan propia de los años sesenta, frente a las instituciones democráticas que hace pensar que, entre él y Buckley, el menos equivocado acaso era el presidente Lyndon B. Johnson. En uno de sus últimos libros (¿Por qué estamos en guerra?, 2003), el viejo Mailer vuelve a la carretera y lo hace con casi los mismos argumentos de 1967, ahora repetidos contra George W. Bush y la segunda guerra de Irak. El pacifismo en Mailer, un veterano que había combatido bajo las órdenes del general MacArthur en Luzón, era más un esteticismo que un humanismo.
¿Por qué sigue importando tanto Los ejércitos de la noche? Políticamente, es de aquellos libros que se alejan de la parroquia pues la minucia con que Mailer describe las contradicciones en el interior de los pacifistas (la vieja y Nueva Izquierda, los hippies y los radicales, las confesiones religiosas comprometidas, el Black Power) es conocimiento histórico perdurable y panorámico, escrito por un novelista que traía a la política en el bolsillo y se concebía a sí mismo, a la vez, como una nueva estrella de cine, aunque eso solo duró lo que Mailer duró.
{{Mailer, Four books of the 1960s, op. cit., p. 369.}}
La prosa es hipnótica gracias a la preclara división de Los ejércitos de la noche en dos puntos de vista, jamesianos en su totalidad: “la historia como una novela” es un autorretrato del hombre representativo a través de la psique bajo la introspección, mientras que “la novela como historia” es algo más que novela contemporánea. Es una reflexión sobre la crisis de una nación que habría complacido lo mismo a Ralph Waldo Emerson que a Henry Adams.
{{J. Michael Lennon, Norman Mailer. A double life, Nueva York, Simon & Schuster, 2013, pp. 391-392.}}
A Mailer le daba celos A sangre fría (1966), de Truman Capote. En el glamuroso baile de máscaras organizado por Capote en el Hotel Plaza en noviembre de ese año, Mailer dio la nota al retar a golpes a McGeorge Bundy, consejero de seguridad nacional del presidente Johnson, pero de aquella velada acabó por sacar el premio al señor peor trajeado, según la prensa especializada. Tras Los ejércitos de la noche,en fin, quedó claro que tanto la novela sin ficción como el nuevo periodismo le quedaban chicos para vestirlo.
Como le había ocurrido a H. L. Mencken contra F. D. Roosevelt treinta años atrás, el impulso político de Mailer venía de la crítica literaria y pasaba del mundo de los lectores al de los votantes y los militantes, ubicuo y omnipresente en las convenciones de 1964 y de 1968 de los partidos Republicano y Demócrata (Miami y el sitio de Chicago, 1968), pasando de Partisan Review, Dissent y The Village Voice a Esquire, Harper’s y Playboy, de los intelectuales de Nueva York al gran público. Había encarado a los escritores de su generación sin miedo y con una rudeza que terminaba por ser la del camarada. Si era capaz de compartir barbacoas con Buckley, con amigos de la izquierda, como Mary McCarthy, era a la vez virulento y franco, preocupado por qué clase de realismo debían ejercer los novelistas de Estados Unidos, todos ellos herederos del Kurtz conradiano gritando “¡El horror, el horror!”.
{{Mailer, Four books of the 1960s, op. cit., p. 100.}}
La consigna valía también para los dramaturgos –cuando en el teatro aún dominaba el texto dramático–, para los cuentistas –despreciaba el género por facilón y se atrevía a decirlo– y para los críticos como Podhoretz, Irving Howe, Alfred Kazin o su admirado Macdonald, en ensayos como “Up the family tree” o “The playwright as critic”.
((Ibid., pp. 325-346 y 374-396.))
En “Some children of the goddess” se compara –como descendiente de Dostoievski– con sus colegas más próximos: William Styron (un clásico revivido, seguidor de Nathaniel Hawthorne, quien “cuando no es peligroso es patético”), James Jones (su favorito), William Burroughs (“Debe ser el más grande escritor de grafitis que jamás ha existido”), Baldwin (“Comete todas las pifias de las que es capaz un novelista y aún así es grande”) y Joseph Heller (soporta mal la comparación entre Catch-22 y Los desnudos y los muertos); de John Updike aborrece su estilo pietista, característico, dice, de los que después serían llamados talleres de escritura creativa, y usa al joven Philip Roth en su contra. Mailer practica una suerte de close reading virtuosa y comprometida como cuando le reprocha, frase por frase, a J. D. Salinger que hibernase como un oso. Lo invita a abandonar los dormitorios colegiales donde solo se habla de su Guardián entre el centeno y lo reta a regresar a la ciudad, donde el juego es rudo. Salinger, afirma, se mantiene en un silencio propio del performance para no perder su dominio sobre el Joven, como lo llamaría Witold Gombrowicz, otro clásico de aquella década. Así como Bob Kennedy, según Mailer, es un papa de Avignon que mira vacante la sede en Washington, Salinger resulta ser un “líder en el exilio” angustiado al saber que, cuando su público madure, lo dejarán solo.
((Ibid., pp. 161-203.))
Tan pronto como en 1960, Vidal afirmó que el sexo, para Mailer, era un verdadero callejón sin salida. Es “el único acto verdaderamente existencial para él” y aunque “el sexo es y no hay nada que hacer al respecto, el sexo no construye carreteras, no escribe novelas y, desde luego, no otorga significado a nada que no sea él mismo”. Como el propio Mailer lo repitió una y otra vez, él, sobre todo, era un discípulo de D. H. Lawrence (y de Miller, en varios sentidos de la palabra, su vulgarizador). Habitante orgulloso de una “erotósfera”, Mailer escasamente fue más allá del Sigmund Freud radicalizado por Norman O. Brown y, si puede ser leído en clave trascendentalista (cierta flojera mental hace que todo escritor norteamericano sea sujeto de serlo), el autor de Un sueño americano (1965), novela que aspiraba a ser juzgada por obscenidad como las de su admirado Burroughs, padecía de horror por Tánatos. Quien había tenido el desparpajo de hacer pública su reticencia ante la homosexualidad en los años cincuenta y de cuestionarse los prejuicios que maltrataban a sus personajes homosexuales, fue perdiendo fuelle en la medida en que la revolución sexual se imponía.
((Mailer, “The homosexual villain” en Mind of an outlaw. Selected essays, introducción de Jonathan Lethem y edición de Phillip Sipiora, Nueva York, Random House, 2013, pp. 14-20.))
Además, la famosa gresca del 20 de noviembre de 1960 lo baldó para siempre como un agresor de mujeres. Esa madrugada, tras una borrachera de órdago, Mailer apuñaló a su segunda esposa –Adele Morales– con una navaja de bolsillo y estuvo a punto de matarla. Sesenta años después, resulta poco comprensible que ella, hospitalizada, se haya negado a presentar cargos y que su familia, junto a casi todos sus amigos, haya cerrado filas en torno a Mailer, quien le rogó a Podhoretz que, entre el manicomio y la cárcel, se evitase para él el reblandecimiento mental propio de las instituciones psiquiátricas, que resultaría muy nocivo para su creatividad literaria. Prefería la cárcel y a sus canallas, dijo, donde se encontraría muy a gusto, vivaqueando como en la Segunda Guerra Mundial. Eso fue a contarle a Ezra Pound en Rapallo en 1969 so pretexto de entregarle su libro de poemas (Deaths for the ladies and other disasters). Si hemos de creerle a Olga Rudge, el tío Ez sonrió con simpatía.
((Lennon, Norman Mailer. A double life, op. cit., p. 430.))
Mailer solo fue recluido unas semanas en el hospital Bellevue, donde hizo amistades de toda la vida entre los pacientes con antecedentes penales. A alguno de ellos lo contrató más tarde como guardaespaldas para su corte, que llegó a incluir boxeadores y toreros. Podhoretz, en Ex-friends, argumenta, como conclusión del episodio, que su amigo nunca fue un enfermo mental, si acaso un bebedor excesivo, y Mailer, asegura, jamás se arrepintió verdaderamente de la agresión, quizá vista por Mailer mismo como propia de su forcejeo dostoievskiano con el Mal. Siempre confundió, agrega Podhoretz, la criminalidad con la creatividad. Sí, digo yo, eso es frecuente entre los endemoniados. En 1960, finalmente, se consideraba inverosímil que un “intelectual judío” fuera capaz de cometer un “crimen pasional”, según confesó el propio Mailer al hablar de sus entrevistas de aquellos días aciagos con médicos y abogados.
((Lennon, Norman Mailer. A double life, op. cit., p. 208; Podhoretz, Ex-friends, op. cit., pp. 200-203 y 211.))
Y cuando el feminismo, las Kate Millett y las Germaine Greer (al parecer su amante en alguna desvelada) lo desplazaron de la portada de la Time, ellas mismas encontraron intragable la misoginia romántica de Mailer quien, con su doble culto a la mujer como puta y como diosa, no podía creer que sus chistes y bravuconadas (hoy impensables) lo convirtieran en un enemigo de la liberación femenina. Desde su confeso “victorianismo” y su doble moral, consideraba al feminismo una tecnocracia que amenazaba la esencia biológica de la especie.
{{Lennon, Norman Mailer. A double life, op. cit., p. 436.}}
Su debate con Greer, su amiga Diana Trilling, Jacqueline Ceballos, Jill Johnston y Millett (quien siendo su principal adversaria prefirió ausentarse), el 30 de abril de 1971, es otra de las fechas útiles para afirmar que, al menos para Mailer, los años sesenta habían terminado. “La liberación de la mujer”, concluyó resignada Greer, “había sido para Mailer simplemente otra batalla de los libros” estimulante para su falo, su egolatría y, hélas!, su talento.
((Schultz, Buckley and Mailer, op. cit., p. 304.))
Los últimos años de Mailer, convertido en un patriarca bíblico y en un hombre del “establecimiento liberal”, como se lo recordó Buckley sin menoscabo de una amistad que duró lo que sus vidas, no fueron nada malos. Rodeado de una legión familiar de niños y adolescentes, Mailer fue un superabuelo preocupado de que sus nietos, en general gentiles pues solo su primera esposa fue judía, pudiesen convertirse, si lo deseaban, merced a rabinos amistosos. Finalmente, escribió Podhoretz tras su última conversación telefónica, Norman había vuelto a ser un buen muchacho judío de Brooklyn, quien se hizo boxeador aficionado a fuerza de temer las golpizas callejeras. La cultura radical que tanto contribuyó a crear, leemos en Ex-friends, acabó por secuestrarlo y someterlo a chantaje, temeroso de ser acusado ante un eterno proceso de Moscú.
{{Podhoretz, Ex-friends, op. cit., pp. 216-218.}}
Eso dijo Podhoretz, no sin cierta alharaca neoconservadora.
También, tras almacenar Pulitzers y Book Awards, tuvo un formidable “estilo tardío” y para algunos lectores El Evangelio según el hijo y El castillo en el bosque están entre sus mejores novelas, aunque las setecientas páginas de su novela egipcia (Noches de la antigüedad, 1983) fueron vistas como un lamentable intento de emular a Thomas Mann, una obra del tamaño de su ego, que para Mailer era un músculo. Elizabeth Hardwick, a su vez, lamentó que la grabadora, utilizada a pasto en La canción del verdugo y en Oswald. Un misterio americano, fuese la tumba del ya viejo “nuevo periodismo”.
((Elizabeth Hardwick, “The teller and the tape” (1985) en The collected essays of Elizabeth Hardwick, selección de Darryl Pinckney, Nueva York, NYRB, 2017, pp. 357-366.))
El católico Buckley se sintió particularmente infeliz en los años de Ronald Reagan, un antiguo suscriptor de National Review, porque es notorio que ciertas victorias llegan cuando ya ni los más ardientes las desean. Aunque fue condecorado por Bush I con la Medalla Presidencial de la Libertad en 1991, Buckley se opuso a la guerra de Irak desencadenada por su hijo y, como Mailer en la izquierda, se dedicó a sorprender con caprichos y herejías a quienes lo veían como el gran conservador de la segunda mitad del “siglo americano”: cuando no era común hacerlo en el Partido Republicano (con el cual Buckley nunca se sintió a gusto), apoyó la legalización de la mariguana y el matrimonio gay, como antes había molestado al Vaticano opinando a favor de suprimir el celibato sacerdotal.
Tan parecidos eran Buckley y Mailer que los dos se postularon como alcaldes de Nueva York, uno en 1965 y el otro en 1969 (el novelista soñaba con el puesto desde una década atrás), y ambos solo lograron dividir el voto en sus respectivos campos, quedando mal a diestra y a siniestra. Según Schultz, ni uno ni otro, al final de sus días, se habrían atrevido a hablar en público de algo similar al ecuménico y vaporoso “espíritu de América”, condenados a una sociedad multicultural donde los derechos identitarios estaban muy por encima de las reglas democráticas a las que un Buckley o un Mailer acabaron por apelar, contradiciéndose y llevando cada cual agua a su molino, en los años sesenta.
El verdadero final ocurrió mucho antes de sus muertes. En 1976, nada menos que Good Morning America convocó a los viejos polemistas, quienes desde 1962 consumían horas al aire en sus debates por tv, a hablar de la no muy apasionante –hay que decirlo– elección presidencial entre Gerald Ford y Jimmy Carter. Cuando Buckley le preguntó al productor de cuánto tiempo disponían, la respuesta fue “seis minutos”. Temiendo una rabieta de Norman Mailer, accedieron a concederles nueve.
((Schultz, op. cit., pp. 307-308.))
La Edad de la Crítica había terminado. ~
es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile