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Se ha puesto los tacones azules, lleva una blusa a juego y muy poco maquillaje con tal de verse elegante, pero a la vez despreocupada. La ocasión lo amerita: es su primera aparición pública luego de cuatro años. En todo ese tiempo solo dio a conocer un par de relatos en revistas importantes, muy bien pagados gracias a su agente, que ya no le pregunta cuándo llegará el siguiente manuscrito. Hubiera preferido quedarse frente a la televisión, admirando a los guapos arquitectos que transforman cuchitriles en casas de ensueño, pero fue obediente: acepta sus responsabilidades con los demás –como dice su psicóloga– y el lugar que ocupa entre ellos. Abraza lo que se espera de ella.

Al entrar en la librería se despoja de los lentes oscuros y observa que han colocado unos cien ejemplares de Hágase tu voluntad en forma de extravagante pirámide, bajo el cartel que anuncia la presentación. Se avergüenza cuando lee su nombre junto al de Hipólito, como presentadora. Todavía es temprano, puede escapar sin ser vista, ofrecer una excusa, pero teme quedarse sin ese amigo generoso. Con Hipólito trabajó unos ocho años, fue un buen jefe. Hay que ser agradecida, se dice una vez más.

Toma una gran bocanada de aire y comprueba que su segundo libro continúa ocupando un lugar en la mesa exclusiva de la editorial que la publica. El contrato de esa novela violenta pagó su coche; la adaptación a serie de streaming le dio un lugar en qué caerse muerta, una liposucción y amigos que escriben en las grandes ligas. Hipólito consiguió que Augusto Davis dijera en el cintillo: “El erotismo inteligente de Susana Jurado hará que el lector piense con el cuerpo.” Y la chispa se encendió. Aquella frase del patriarca de la novela erótica empujó las fichas de dominó: ahora Susana es una autora muy reconocida. En cierta manera debe su fama a Hipólito. Y quizá también la parálisis creativa.

Confía en que su presencia ahí sea solo ornamental, pues el que debe brillar es Hipólito Ventura, “una voz nueva y fresca de la literatura juvenil”, como reza toda la parafernalia del libro. Con tal de que él se luzca Susana ha preparado unas cuantas preguntas alrededor de la fallida Hágase tu voluntad, llena de lugares comunes, situaciones inverosímiles, cacofonías e incluso tildes mal puestas. Los errores del libro están revestidos de un diseño encantador: las letras de la portada brillan con diamantina rosa. Siente culpa, pues no terminó de leer, se resistió toda la semana procrastinando la obligación de seguir las aventuras de esa adolescente frívola. Está convencida de que Hágase tu voluntad difunde y propicia los peores estereotipos de la juventud. Incluso, en el capítulo veintiuno sintió que el texto ofendía su inteligencia, y la de los adolescentes. Si en la presentación la ponen a hablar primero, dirá que la obra le recuerda a un mito clásico. Basta para quedar bien, se dice. Pero ¿cuál? Se revuelve los sesos al acercarse al salón donde las sillas comienzan a ocuparse.

Hipólito la ve llegar y la saluda como si hubieran amanecido juntos, con cierta frialdad. Parece nervioso, igual a un presentador de circo muy emperifollado que también la hace de animador para quienes van llegando. Y hay algo distinto en él. Algo te hiciste, piensa ella. Observa a su exjefe de pies a cabeza. Está más delgado, pero se ve fuerte, el pecho le resalta como nunca. La sonrisita es la misma de siempre: un tanto cínica y coqueta. Te ves guapísima, le dice. Ella sonríe. La presenta con su vecina, la señora Vargas, que lleva un horrible sombrerito beige.

Nunca había conocido a una escritora, confiesa la rechoncha mujer y Susana lee en sus ojos esa simpleza de carácter que le parece enfadosa, pero sincera. Leo poco, solo lo que me atrapa pues, en mi humilde opinión, un libro tiene que atraparte de principio a fin… La súbita llegada de un elemento extravagante interrumpe a la señora Vargas, por suerte. El tipo lleva un burka negro y los ojos delineados del mismo color.

Él es Simon Beluga, hará la lectura dramatizada, aclara Hipólito y se va a recibir a otros invitados. El sujeto en cuestión se adelanta a darle un beso en la mejilla –con todo y burka– y le susurra: Yo a usted la conozco. Ah, ¿sí? ¿Has leído mi libro? No, pero usted vive cerca del Parque Hundido. Sí, responde Susana, muy intrigada por aquel moreno misterioso. Mi sobrina también vive cerca de ese parque, hijo, ¿qué velo es ese que traes en la cabeza?, interviene la señora Vargas. Un burka, responden al unísono Susana y el Beluga.

Simón, un favor, dice Susana. No, es Saimon, como en inglés, la corrige él. Vaya, gracias por aclararlo; un favor, ¿te puedes quitar el burka para reconocerte? Sí, quítatelo, hijo, debes estar muy guapo, ¡a tu edad queriendo esconderte!, yo siempre quise lo contrario, que me vieran… La señora Vargas suelta una risita nasal y se sigue hablando del tiempo: las cosas suceden una tras otra de tal modo que en un chasquido han pasado años, tan rápido que ya no sabe decir si es joven o vieja. Susana piensa que, si le preguntara, le diría que es vieja, siempre es mejor la verdad. Mientras el chico desenrolla aquella tela con muchas dificultades la señora Vargas da un paso al frente para que tomen en cuenta su rechoncha presencia y saber cómo es el rostro del joven.

Ay, Susana, ahora sí te pasaste de puta, casi exclama en voz alta cuando reconoce la cara de Saimon. No sabe cuándo, ni siquiera recuerda si lo disfrutó, pero ha estado con él; la nariz ancha y esos ojos –lo más bonito del individuo en cuestión– los recuerda. En el cielo debe haber un lugar especial para los presentadores de malos libros, se dice. Y suelta un suspiro. ¡Qué guapo!, exclama la señora Vargas. Susana sonríe, incómoda, y dice: Claro que te recuerdo, pero ya pasaron muchos años… Como dos, afirma Saimon. Susana piensa que, de haber justicia en este mundo, la recompensa por ir a hablar bien de un mal libro debería darle muchas indulgencias plenarias para los pecados que tanto le gusta cometer.

Es el colmo, se dice mientras una figura muy desagradable se acerca: el editor de H&K, un insignificante hombrecito de ojos saltones va directo a saludarla. El hipócrita Igor Saucedo la abraza muy efusivo. Qué gusto, Susana, es un honor tenerte aquí presentando uno de nuestros más grandes proyectos del año. Ya ves lo que hace una por los amigos, responde ella sin pensar, y de inmediato se arrepiente. Ahora que es una autora importante Igor la trata con respeto, cuando tan solo cuatro años atrás se negó a publicar su primera novela. Varios destellos de flash sobre su cara le indican que la prensa ha llegado con ese tino para capturar su sonrisa más fingida.

El presentador de circo –como ya apodó a Hipólito– les indica que es hora de comenzar. Mientras camina hasta la pequeña tarima donde hay tres sillones individuales, ruega que no le pidan a ella hablar primero, pues solo piensa en disimular lo mejor posible con el tal Saimon; no logra acordarse siquiera cómo la pasó, muy mala señal. Desde hace mucho le sucede lo mismo: justo en ese punto entre los buenos días y el café matutino se derrite el encanto. En todos los hombres termina por encontrar lo mismo y quizá la noche con Beluga fue tan normal como cualquier otra ocasión de sexo. Ya hay un ritmo en aquellos encuentros casuales que va haciéndose costumbre. Devora hombres, aunque quizá consume sea un verbo más puntual, según Susana. ¿Seré ya una adicta?, se cuestiona al tomar asiento junto a Hipólito, quien descaradamente le aprieta la rodilla. La palabra “ninfómana” le provoca urticaria patriarcal y ella es una mujer liberada de cuarenta y tres años.

Por suerte, el orden de la presentación coloca primero la lectura dramática de Saimon Beluga; con mucha afectación y grandilocuencia se pasea entre los asistentes llevando el libro en la mano. Ninguna chica habla como la protagonista de Hágase tu voluntad y ningún actor es tan malo como aquel viejo amante. La combinación le da risa, pero se contiene. La realidad siempre supera a la ficción y lo más inverosímil se da cita en las presentaciones de libros, está segura. Fija su vista en la señora Vargas, quien toma video, encantada. A su lado, otra mujer con pinta de psicóloga o directora de escuela sigue la lectura en su propio ejemplar. Tantos árboles talados para esto. Susana reprime una carcajada malévola al comprobar que ni siquiera hay adolescentes entre el escaso público.

Al terminar la lectura dramática Hipólito coge el micrófono y habla de la inspiración. Susana, obligándose a mantener una media sonrisa a toda costa, añora las épocas en que no era necesaria tanta faramalla; uno publicaba un libro y ya. El pobre autor no tenía que asistir a cientos de presentaciones con tal de vender. Una buena distribución y publicidad bastaban, pero las señoras Vargas de este mundo, que son quienes compran libros como Hágase tu voluntad, lleno de “valores” para sus sobrinos, quieren saber de inspiración y chismes. Necesitan conocer al autor, como si se tratara de una estrella de cine.

Es su turno de hablar y Susana acude a la nostalgia: Hipólito, cómplice y compañero de incendios laborales… Habla de cómo se conocieron, tratando de ser chistosa. La señora Vargas suelta risotadas nasales, luego el público se queda serio con la típica pregunta: ¿por qué dar el salto del trabajo editorial a la escritura creativa? Con esto permite que Hipólito se explaye en clichés: desde niño quiso ser escritor, etcétera.

Mientras Hipólito seduce a su audiencia, Saimon vuelve a su sillón, se inclina y le susurra al oído: ¿Le gusté? Ella continúa mirando al frente: Claro, muy… entonado. Sé que la segunda vez estuve mejor. ¿Segunda vez? Él le guiña un ojo y aclara: Fui dos veces a su departamento. Ni siquiera recuerda la primera, qué vergüenza. Susana fija la atención en el público, incómoda. Luego mira a su exjefe. Ahora sabe qué es lo distinto en Hipólito Ventura: lleva un bisoñé. La revelación coincide con el desatinado comentario: En este libro quise que el lector sienta que está ante una serie de Netflix. Ella aprovecha eso para elaborar otra pregunta: ¿No crees que la literatura tiene su propio lenguaje y no le hace falta imitar el cinematográfico? ¡Estás siendo demasiado filosa! Sonríe, no propicies la polémica, se ordena. Sí, lo creo, pero también me interesa lo multidisciplinario y hoy es un hecho que el lector prefiere la acción. ¿Inmediatez y efectismo?, revira ella. Más bien yo diría ritmo ágil, buen contenido que esté conectado con los chavos, responde. Basura, piensa ella, pero, en vez de eso, pregunta: ¿Qué busca Hipólito Ventura con Hágase tu voluntad? Ante la sonrisa lasciva del Beluga y la retardada respuesta de Hipólito vuelve a sacar la espada: Es curioso que tu protagonista, que tiene quince años, hable y se comporte como si hubiera nacido en los años setenta. La fresca voz de la literatura juvenil revira el ataque con cierta habilidad, cosa que indigna a Susana. Beluga le acaricia la pierna, no sabe si para calmarla, intervenir o como gesto insinuante. La rabia va en aumento. ¿Por qué una adolescente apasionada de la moda se expresa en “pretérito imperfecto”? Susana lanza la bomba clavando los ojos y su fingida sonrisa en Igor Saucedo, el editor responsable de semejante despropósito lingüístico. Queda a la espera de una respuesta que no llega.

Al escuchar la pálida disertación de su exjefe los principios de Susana, uno a uno, se cuartean como ante un terremoto. Nadie sabe qué es el “pretérito imperfecto”, ella sola se ha puesto en esa endeble tarima donde todos esperan que recomiende el libro y parece empecinada en lo contrario. Es un favor, se dice, hay que corresponder, ¿no eres ahora una escritora famosa, como querías? Y de pronto le parece que el mundo entero se teje en una inmensa telaraña de siniestros favores, un hilo se anuda a otro y otro hasta el infinito. Por ello, más que agradecida, Susana siempre se siente en deuda.

La gente está observándola, expectante. La fría mano de Beluga en su hombro la hace reaccionar, así que improvisa la siguiente pregunta para su exjefe: ¿Seguiremos leyendo a Hipólito Ventura? Los catorce asistentes corean un sí, y eso que aún no se reparte el vino de honor, piensa ella. Todos la miran esperando el momento digno para aplaudir. De pronto se ve a sí misma como estudiante de literatura creyendo en la pureza del acto creativo, “el autor solo se debe a su obra”, había dicho el joven profesor Revilla, con quien Susana tuvo los momentos más eróticos de su juventud. Si la viera ahí sentada, pagando el favor de su éxito, se volvería a suicidar.

Da las gracias. Comienza la ronda de preguntas por parte del público, el peor momento en la presentación de un libro, según ella. La señora Vargas es la primera en tomar el micrófono, por supuesto. Lo mejor es que solo se deshace en halagos y felicitaciones, no pregunta nada, pero envalentona a otros. Ella no escucha los disparates, se limita a sonreír y permite que su pasado haga más fácil esa contracción de músculos faciales: las exquisitas conversaciones, los buenos vinos, los besos furtivos en la biblioteca. Decide detener esa cadena de recuerdos en el momento de la expulsión de Revilla, no hace falta invocar la depresión que tantos años atrás ella sí logró superar. “Hazme un favor y vuélvete escritora”, le dijo alguna vez en un motel.

El brindis, las felicitaciones, los autógrafos suceden de manera más amable. Al menos ha insinuado la verdad sobre ese libro, aunque con ello rompiera la cadena de favores. De un trago se bebe lo que queda de vino: por ti, Revilla, donde quiera que estés. Cómo le gustaría volver a hablar con alguien de ciertos temas de manera sincera, sin dar explicaciones, sin miedo a la corrección política, siendo comprendida –o perdonada– de antemano. Un periodista le pregunta cuándo publicará su nueva novela. Susana responde lo mismo de siempre: En cuanto esté lista. Se despide de Hipólito y este le da las gracias de manera poco efusiva, sin siquiera invitarla a cenar con la señora Vargas, quien seguro se enteró de qué tratan sus libros y de ahí la exclusión. Detecta cierta amargura en su ánimo que no se ha ido aun cuando bebió cinco copas de vino y el espectáculo terminó.

Ya en la calle, a unas cuadras de su coche, comienza a llover. Se resigna a que los tacones azules se arruinarán. El timbre de una bicicleta la sobresalta. Es Saimon Beluga. ¿Te llevo?, le pregunta. ¿En bicicleta?, revira ella, divertida. De pronto él la besa en los labios. Es un beso corto e intenso. Susana se aferra a los hombros de Saimon, trepa al estribo, y ambos se pierden entre la lluvia. ~

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(Ciudad de México, 1984) es escritor y editor, fundador de Textofilia Ediciones. En 2017 Era publicó su libro El pacto de la hoguera.


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