Hace casi diez años, en casa de un amigo, vi un libro de Peter Handke sobre su mesita de noche. Me parece recordar que se trataba de Ayer, de camino. De lo que no me cabe duda es que, al preguntarle sobre su lectura, este amigo me dijo que se sumergía en Handke siempre de la misma manera: por la noche y como si rezara. “Sus libros son una oración”, añadió, y no pregunté más porque creí entender a qué se refería, aunque quizá no lo entendí en absoluto y superpuse mi manera de leer a Handke a la suya. Sea como sea, este amigo no es creyente; cuando eligió la palabra “oración”, imaginé que no se refería al rezo dirigido a un Dios trascendente, sino a la meditación, y en un triple sentido: meditación como un proceso de desidentificación con el propio pensamiento y como exploración de las posibilidades abiertas en ese proceso; meditación como una modificación del tiempo en la medida en que se toma distancia del discurrir interno; meditación como gratitud.
Hay algo parecido a estos tres aspectos en la escritura de Peter Handke, Premio Nobel de Literatura 2019. La literatura opera sobre el tiempo, sobre la duración, contrayéndola o dilatándola. Es una paradoja que, allí donde podemos cuantificar la duración de una historia (en la mayoría de las narraciones de trama limpia, sin meandros), el tiempo casi se evapore por efecto de la rapidez, como si las acciones, que suceden necesariamente en un espacio-tiempo (y que, por tanto, construyen el tiempo), lo hicieran invisible al tornarlo ligero. También es paradójico lo contrario: que una suspensión de la acción, del hilo temporal, nos haga sentir el tiempo con todo su peso y misterio: el tiempo se hace presente mediante su ausencia, como una aparición fantasmagórica que no es liviana porque lleva grilletes en los pies y cadenas en las manos. Un espíritu que es casi un cuerpo. En la literatura del escritor austriaco, instalada en una digresión casi continua, hay una pregunta que sobrevuela todo el rato: ¿qué es el tiempo? Preguntarse por el tiempo es preguntar por todos nosotros, seres temporales. El tiempo es nuestra condición de posibilidad. ¿Cómo lo vivimos?
El tiempo de lectura no tiene relación con el tiempo interno del relato. En un cuento breve puede darse una enorme concentración temporal que se traduce en densidad semántica, el mundo entero intuido en unas cuantas páginas (es el caso de Borges o de Las ciudades invisibles de Calvino). Y a la inversa: en una digresión mal traída (conceptos manoseados, autocomplacencia lingüística) puede que no haya nada, ni siquiera tiempo: tenemos entonces la sensación de perder el tiempo, al igual que cuando las acciones no son significativas.
Con Handke nunca perdemos el tiempo, y eso es algo que puede decirse de muy pocos escritores. Apenas hay quienes hacen de la escritura una tentativa continua de descubrimiento en lugar de una repetición de fórmula (el mero oficio), pues prima una concepción de lo literario donde no hay misterio ni oscuridad; tampoco iluminación alguna, porque sin oscuridad no hay luz. Entregarse a esa tarea supone, además, asumir el fracaso. “Con todos mis libros he fracasado, fracasado bien, creo, pero con todos, exceptuando las cosas cortas. Ensayo sobre el jukebox o Ensayo sobre el cansancio o Lucie en el bosque con estas cosas de ahí, en toda su marginalidad, de alguna manera son pequeñas obras maestras. Pero con el resto he fracasado, de manera real. Con mi novela de formación, Carta breve para un largo adiós, todo es quebradizo, no da en el clavo, aunque por otro lado acierta en algo. O La repetición, que escribí en memoria de los hermanos de mi madre. He fracasado en eso también. Todo se queda en fragmentos”, le dijo Handke a Cecilia Dreymüller en una entrevista que publicó Babelia en 2003.
¿Qué es lo que Handke hace en sus libros? Al respecto, Alejandro Gándara firmaba en El Cultural uno de los mejores artículos que he leído en estos días. Decía Gándara que el origen del artefacto está en el mazazo que supusieron para Europa, y en concreto para Alemania (que junto con Francia e Italia fue la cuna de la Modernidad y del proyecto ilustrado en la Europa continental), las guerras mundiales. La confianza en la razón, en el progreso y en los avances científicos y técnicos se vino abajo tras haberse puesto todo al servicio de la masacre y la barbarie; en consecuencia, mejor que el hombre se callara y hablase el mundo, y esa es la operación que Handke lleva a cabo. La renuncia a la acción, a la trama, no está al servicio de la expresión de una subjetividad, sino del ir al encuentro de lo otro, de lo que aún es posible. “Caminar es dar por bueno el mundo cuando más cuesta dar por buena la vida”, escribe Chus Fernández sobre Handke (Chus es el mejor lector de Handke que conozco) en La Nueva España, y también:
“Quien se asombra conjura el tiempo y se entrega al hallazgo, a lo que de no haberse asombrado habría pasado por alto. ¿Debido al merecimiento? No. Debido a la correspondencia.”
Termino con una anécdota maravillosa contada por Fernando Castro Flórez en su Facebook: un día estaban él y Nacho Criado desayunando en un bar de Jaén cuando apareció Peter Handke con aspecto de mendigo. El camarero le dijo que se marchara, pero Castro lo reconoció. “¿No serás periodista?”, le preguntó Handke con cara de espanto. Estuvieron hablando un rato. Handke les contó que había llegado a la ciudad caminando, y cuando salió del bar, le esperaban en la calle unos cuantos perros. Esto ilustra mejor la literatura de Handke que todo lo que he dicho. ~
(Huelva, 1978) es escritora. Ha publicado 'La ciudad en invierno' (Caballo de Troya, 2007) y 'La ciudad feliz' (Mondadori, 2009).