El pasado 12 de septiembre se cumplió medio siglo de que empezasen a sonar los cinco tracks y 44:05 minutos de Wish you were here de Pink Floyd. Efeméride redonda y de nuevo vinílica y con un pequeño orificio en su centro para que gire y gire y siga girando. Porque esto es lo que se lleva, lo que se vuelve a llevar luego del auge y caída del CD y el espejismo de Spotify. Ese fantasma en la máquina que nunca llegará a engañar del todo a quienes estuvimos allí el día que la para muchos (me incluyo) magnum opus de la banda inglesa vio la luz e iluminó como ese rayo atravesando prisma más allá de The dark side of the moon.
Y –superada ya la fecha patria-universal– me pregunto si tendrá sentido volver a revisitar el detrás y frente y costados de la escena tantas veces contemplados y recopilados en revistas especializadas; en la tan graciosa como implacable memoir del baterista Nick Mason (Inside out); en la que sigue siendo la mejor biografía del combo a cargo de Mark Blake (Pigs might fly; Blake publica estos días una muy esperada historia oral-coral que se anuncia definitive bajo el título de Pink Floyd: Shine on); en los varios coffee- table books del estudio Hipgnosis (con el diseñador gráfico Storm Thorgerson como George Martin visual) donde se cuenta el proceso para llegar a esa icónica y negra-ensobrada con sticker-etiqueta y flamígera y muy completa portada interior con arriesgada sesión de fotos en tiempos anteriores al Photoshop; en el catálogo de la megamuestra itinerante Their mortal remains… ¿Valdrá la pena contar de nuevo que Pink Floyd no sabía muy bien qué hacer luego del éxito planetario de The dark side (llegando a grabar todo lo que se le ocurriese no con instrumentos sino con household objects); que ante la ausencia de ideas se decidieron por el muy bien acompañado “tema de la ausencia” y, apenas admitiéndolo, el “cómo seguir sabiéndonos acabados” con modales que ya apuntaban en Atom heart mother y Meddle y en el recientemente por fin oficializado Pink Floyd at Pompeii MCMXXII?; que de ahí derivaron a réquiem-en-vida por el fundador genio perdido y arrasado por el lsd de Syd Barrett, quien –en modo gordo-calvo-sin cejas y con cepillos de dientes en la boca y por sorpresa– apareció durante la grabación para, durante un rato largo, no ser reconocido por ninguno de sus viejos camaradas, quienes, al partir el visitante (y luego de decirles este que el work in progress en su memoria “no suena muy moderno”) estallaron en llanto; que su primera presentación live fue un desastre; que vendió mucho al salir pero que en principio la crítica no lo apreció del todo; que dos de sus temas sobrantes cambiaron letra y título y saltaron al feroz y cada vez más valorado Animals casi en plan punk Floyd mientras los Sex Pistols decían odiarlos a ellos y a todos sus prog-amiguitos-dinosaurios; que yo tengo varios especímenes de Wish you were here. El primero comprado en la tienda de discos Musimundo de Caracas. Uno transparente. Varios en CD remixed y remastered y bonus-expanded (uno de ellos dorado y veinte Bit Digital SBM 24 KARAT GOLD CD CK 64405 Limited Edition Master Sound). Otro en el casi complete works con el título de Discovery cuando es más bien maniobra rediscovery de la discográfica. El del Immersion Box Set bautizado con guiño magritteano Ceci n’est pas une boîte (con cuadernillo donde se recuenta todo lo de más arriba además de una bufanda conmemorativa y unas bolitas metálicas y dvd y Blu-ray con las películas diseñadas por Gerald Scarfe para proyectar durante la ejecución en directo del álbum). El que viene con el documental Making of. (Y hasta esa falsa coda algo oportunista, esta vez lamentando la partida del genial y verdadero héroe de la cuestión, Rick Wright –aquel quien, junto al Tony Banks de Genesis en “Firth of fifth”, nos hizo sentir que el teclado era más cool que la guitarra–, que es el un tanto seco The endless river)…
Así que tal vez, si no mejor pero tal vez más apropiado, llevar todo lejos de allí, de lo bio-wikistórico, para traerlo lo más cerca e íntimamente posible. Y admitir que el tiempo pasa y nos vamos volviendo retro y que Wish you were here es para mí el equivalente de la magdalena proustiana (como para otros lo será también el ahora también cincuentenario Born to run de Bruce Springsteen). Y que sus primeras y muy espaciadas notas me devuelven inequívoca e inevitablemente a mi primera audición. Cuando me conmovió la súbita demorada irrupción de las voces en los blues multicolores de “Shine on you crazy diamond”. O me inquietaron esos latidos orwell-huxleyanos en “Welcome to the machine”. O temblé al pensar que esa súbita bajada de sonido de stereo-a-mono-radial al final de la cáustica “Have a cigar” y al principio del country-cosmic de “Wish you were here” era la señal de que los amplificadores del equipo reproductor habían dado su R.I.P. y, ay, cómo se lo iba a explicar a mi padre. Y, años después, al modo en que el seguir compás a compás en mi mente los devaneos de las nueve partes de “Shine on you crazy diamond” me ayudaron tanto a imaginar durante las imaginarias de mi servicio militar obligatorio en unos un tanto contaminados y tóxicos Buenos Aires. Y, ahora y siempre, Wish you were here (junto a la segunda y última aproximación de Glenn Gould a las Goldberg-Variationen) como insuperable música de fondo para escribir y seguir escribiendo.
Y, de paso, teorizar en modo íntimo-generacional y postular que –en los setenta– la adolescencia estaba marcada musicalmente (antes de que llegase la furia rotten-vicious o el sexy-ritmo de lo disco o el reciclaje new wave y la polimorfia perversa visual de mtv) por la acción del heavy-metal o por la reflexión del rock progresivo. Música perfecta para ese momento de la vida: pretenciosa, súbitamente inspirada y de pronto ridícula, doble y triple, conceptual y, fundamentalmente, ciclotímica y multipolar y dada a la inmovilidad y el frenesí y el hacer lo que se dé la gana y que todo quepa ampliamente allí. En ese sentido, ese cuarteto compuesto por David Gilmour y Nick Mason y Roger Waters y Rick Wright (siempre con ese aire cruza de hippies y oficinistas y nunca entendiéndose del todo bien) patentó un sonido (recordar que el nombre original de la banda era The Pink Floyd Sound) que de inmediato devino en un género en sí mismo trascendiendo psicodelias surtidas y alcanzando en Wish you were here su máxima pureza. Un tempo propio que se tomaba su tiempo. Una estética/ética/épica muy privada que, generosamente, propuso una diferencia para su etapa más exitosa. Y que –con la racha The dark side of the moon y Wish you were here y Animals y The wall y The final cut–insistió una y otra vez en el tema de la disolución psíquica, el desprecio por la industria musical y la imposibilidad de que ciertas cicatrices cicatricen del todo y de ahí, ahora, su vigente e irresistible atractivo para un Mondo Woke. Es decir: adolescencia para adultos o adultez para adolescentes.
Y, ah, todos esos jóvenes nietos que ahora llegan a Pink Floyd y a Wish you were here y así lo atestiguan en uno de mis subgéneros favoritos del Mondo YouTube: eso de la first reaction. Eso donde chicos y chicas escuchan en supuesto honesto vivo y directo y por primera vez la música de sus abuelos y padres (¿de verdad será verdad que jamás escucharon antes “All shook up” o “You really got me” o “Like a rolling stone” o “To love somebody” o “Hey Jude” o “Bohemian rhapsody” o “Wuthering heights” o “Psycho killer”? ¿En sus casa nunca sonó nada de todo eso cuando eran pequeños? ¿Y cómo es que, de pronto, todos estos jóvenes reaccionarios parecen estar escuchando y viendo y reaccionando a las mismas canciones/películas? ¿Se espían y se copian las reacciones? ¿O será todo mentira? ¿Actúan? ¿Fingen? ¿Reaccionan a sueldo porque, sí, además son influyentes influencers que pueden volver actual una vieja canción?) y alcanzan el éxtasis frente a las camaritas. Y yo como una suerte de music-porno- voyeur. Las chicas escuchan a menudo poniendo caritas que bordean el orgasmo y los chicos gesticulan aquella air guitar que antes, por pudor, solo se tocaba en espejos de baños cerrados con llave y que, ahora, parece no haber ningún problema en sacudir frente a miles por amor a un like. Unos y otras suelen llorar sin esfuerzo y muy fácilmente (y lloran mucho y muy especialmente con Wish you were here). Y ellos y ellas (algunos tienen el detalle de invitar a parientes ancianos; son muy divertidos los que vienen de lo gangsta) se maravillan ante el descubrimiento de canciones largas, de antiguos instrumentos nuevos para ellos, de voces sin autotune, del viva-vintage. Y de, fundamentalmente, vislumbrar algo que (lo mismo ocurre con la definición de eso des/conocido como realidad) a falta de mejor nombre ha dado en llamarse y entenderse como pasado (y, oh, dicen “1975” casi temblando y con los ojos muy abiertos y como si fuese un pliegue en algún metaverso Marvel/DC).
Y tal vez sea que yo me haya aficionado a verlos y a reaccionar con sus reacciones porque –un tanto miserable, sí, de algún modo– el volumen colosal de su ignorancia me hace sentir tanto más informado y culto y experto y privilegiado y orgulloso de que en mi juventud la música popular fuese, indudablemente, mucho mejor que ahora mismo. Sí: yo como alguien que no reacciona con lo que ellos reaccionan (pero que sí reacciona con ellos) porque ya reaccionó con todo eso en su momento, cuando correspondía y cuando le tocó. Alguien que sí reacciona como ellos pero con las noticias en los noticieros: con esas first reactions globales y planetarias que ayer pasaban por Ucrania o Gaza y tomorrow never knows.
En cualquier caso, me informo de que el concepto first reaction tuvo su tiempo y lugar en una sección de shows de la televisión japonesa en los setenta/ochenta. Y que esto de las first reactions se disparó pandémicamente durante el confinamiento. Y que su más o menos grande big bang tuvo que ver con la sorpresa provocada en unos hermanos escuchando por primera vez “In the air tonight” de Phil Collins y no viéndose venir/oír esa entrada bestial de batería avanzada la canción. (De nuevo, muy personal: yo, en 1981, cuando compré Face value –y escuché el LP entero y por orden, gesto hoy también exótico– tampoco lo anticipé; pero, al escucharlo y disfrutarlo, no me sorprendió tanto. ¿Por qué? Fácil y complejo: porque ya sabía quién era Collins y conocía ese tipo de música. Es decir: yo tenía y sigo teniendo eso que alguna vez se conoció como cultura general y que hoy, general y culturalmente, tiende a desconocerse.
Lo que no me impide sentir una (in)sana envidia ante los first reactors por tener el placer y el privilegio de escuchar eso por primera vez. Pero, enseguida, son muchos los que entre ellos y ellas dicen sentir celos de todos aquellos que vivimos esa música en sincro con su creación: que la escuchamos por primera vez cuando fue la primera de todas las primeras veces.
Lo que no deja de ser una (buena) suerte de consuelo, supongo.
Lo que no impide que para mí –cada vez que vuelvo a escuchar Wish you were here– sea como la mejor de las eternas y para siempre primeras veces. Algo que desde entonces y para siempre se desea que estuviera aquí y que –deseo concedido– seguirá estando para siempre desde entonces. Música que nunca envejecerá mal para que uno sí envejezca bien con ella. Porque Wish you were here es eso que –también, a falta de una mejor definición– se acepta y se reverencia como clásico. Y sigue brillando como el sol y como el más loco y sabio de los diamantes; como cuando –mientras los ejecutivos invitaban a cigarros y daban la bienvenida a La Máquina que sabía qué soñábamos y dónde estuvimos– uno era tan primario y reactivo y joven y no dejaba de preguntarse si había cambiado a sus héroes por fantasmas.
Allá.
Aquí.
Está. ~