Prejuicios entrecruzados

La manera en que el cine estadounidense ha representado a México está llena de estereotipos y rara vez el cine hecho en nuestro país ha mirado con simpatía hacia el norte. ¿Qué revelan estas formas de retratar al vecino?
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Si hay algo común entre México y los mexicanos vistos desde el cine hollywoodense y entre Estados Unidos y los estadounidenses vistos desde el cine mexicano es el prejuicio. Desde allá, México es, generalmente, una tierra salvaje y exótica, peligrosa, corrupta y corruptora. En el mejor de los casos, los mexicanos podemos ser nobles pero primitivos mientras las mexicanas son atractivas pero indomables. Desde acá, Estados Unidos puede ser la tierra del progreso y de las oportunidades, es cierto, pero también del sufrimiento y del abuso. La influencia norteamericana suele ser perjudicial, por lo que el cine nacional de la Época de Oro colocaba a sus personajes a la defensiva.

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En Primero soy mexicano (Pardavé, 1950), el rico hacendado Ambrosio Fuentes, interpretado por Joaquín Pardavé, recibe emocionado a su hijo Rafael, interpretado por Luis Aguilar, a quien envió a estudiar medicina a Estados Unidos, con la idea de que, al terminar sus estudios, se convirtiera en el doctor del pueblo. Sin embargo, al regresar del gabacho ya convertido en médico, Rafael se muestra soberbio frente a todos, se avergüenza de su padre y de sus costumbres, se suelta hablando inglés a la primera provocación y, peor aún, desprecia la comida mexicana y pide hot cakes o ham and eggs en lugar de unos buenos huevos rancheros. El diagnóstico es obvio: ¡Rafael se ha contaminado de gringuismo!

Lo bueno es que la enfermedad no es incurable. Basta que la cocinera de la familia le prepare los guisos que Rafael disfrutaba cuando era niño, que se suba de nueva cuenta a un cuaco y que se enfunde en su impecable traje de charro para que entre en razón y venza en una carrera de caballos al Charro Avitia, se enamore de la abnegada Flor Silvestre y le prometa a su papá que se quedará en el pueblo ejerciendo la medicina rural, como el viejo quería. En esta cinta de Joaquín Pardavé, la cultura estadounidense es un mal que hay que enfrentar comiendo mole y tortillas hechas a mano. Aunque no hay ningún gringo en la película –solo un Luis Aguilar apochado– el discurso del filme es muy claro: la influencia estadounidense puede ser muy nociva para todo buen mexicano.

Este fue el común denominador en el cine mexicano de la llamada Época de Oro: los gringos y lo que representan son, casi siempre, una amenaza más o menos velada, ya sea porque hablan inglés y esto provoca la inseguridad del boxeador barriobajero David Silva en Campeón sin corona (Galindo, 1946), porque fungen como desalmados explotadores de los nobles braceros que arriesgan su vida para ir a trabajar al norte en Espaldas mojadas (Galindo, 1955), o debido a que, en el mejor de los casos, los ambiciosos y miopes turistas gringos son incapaces de entender el tranquilo estilo de vida del sabio indígena oaxaqueño Jorge Martínez de Hoyos, quien se niega a hacer miles de canastas de palma en uno de los segmentos de Canasta de cuentos mexicanos (Bracho, 1956).

Por supuesto, hubo excepciones a esta antiamericana regla: el desbordado y orgulloso pochismo del personaje urbano interpretado por Germán Valdés, Tin Tan, y, curiosamente, el cine de Ismael Rodríguez, quien siempre vio a Estados Unidos y a sus ciudadanos con simpatía. Prueba de esto último es la caracterización del tío gringo “tricolor” interpretado por Clifford Carr en el díptico Los tres García (1946) y Vuelven los García (1947) –a quien la enérgica abuela Luisa (Sara García) le dedica unas líneas en su testamento, diciéndole que pelea con él porque lo quiere mucho–; también la figura del bracero apochado de Fernando Soto “Mantequilla” en Ustedes los ricos (1948), y en el desenlace de su obra maestra Dos tipos de cuidado (1952), cuando los personajes de Pedro Infante y Jorge Negrete planean irse a vivir al más liberal y progresista Estados Unidos con el fin de huir del escándalo que van a provocar en el pueblo por sus bodas y divorcios cruzados.

Sin embargo, con todo y la mirada siempre generosa de Ismael Rodríguez y el ingobernable cosmopolitismo de Tin Tan, la realidad es que el cine mexicano de la Época de Oro nunca vio con mucha simpatía hacia el norte. Acaso esto era inevitable: polvos de los históricos y traumáticos lodos del siglo XIX y de inicios del siglo XX.

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El cine hollywoodense hizo lo mismo con México y los mexicanos, pero en dimensiones mucho mayores, tanto por su nivel de producción como por el hecho de que, en uno de sus géneros más populares desde los albores de su industria –el wéstern–, los mexicanos aparecían continuamente, aunque fuera como parte del paisaje dramático.

En su invaluable enciclopedia de seis tomos México visto por el cine extranjero (Era/Universidad de Guadalajara, 1987), Emilio García Riera señala que, desde antes de la fundación de los estudios hollywoodenses en 1911, hay muchas películas –especialmente wésterns– en donde es posible ver personajes vestidos como rancheros mexicanos. De hecho, García Riera anota que hay varios filmes dirigidos por D. W. Griffith en los que no solo aparecen personajes mexicanos sino en los que, incluso, ellos son los protagonistas. Tal es el caso de The greaser’s gauntlet (1908), en el que el greaser del título, un mexicano llamado José, llega a Estados Unidos buscando trabajo y, aunque sufre las penurias de rigor (es acusado de un robo que no cometió, pasa de un empleo a otro, termina cayendo en el alcoholismo), se redime salvando a una joven estadounidense que está a punto de ser violada y mata con sus propias manos a un desalmado villano gringo para luego regresar a su idílico pueblito mexicano.

Es interesante constatar que en varios de esos primitivos melodramas de un solo rollo de Griffith, es decir, de menos de veinte minutos de duración, los mexicanos eran vistos con un poco más de simpatía, en contraste con los negros y los asiáticos, que solían ser villanos irredimibles. Incluso cuando el mexicano resultaba ser un “torvo mestizo” malvado, como en The tavern keeper’s daughter (1908), podía transformarse para bien en el último minuto, pedir perdón a Dios “por sus brutales inclinaciones” y ganarse la conmiseración de alguna gringuita. Aunque Griffith, el típico caballero sureño decimonónico, veía a los mexicanos desde arriba, con franca condescendencia, los creía capaces de redención, solo si negaban sus bárbaros instintos y casi siempre empujados por el amor hacia una virginal damita americana.

Este fue, durante mucho tiempo, uno de los estereotipos más recurrentes del mexicano visto desde Hollywood: he aquí a un salvaje en estado puro que puede acceder a la civilización (estadounidense, claro) al enamorarse de alguna mujer blanca o al fungir como asistente/amigo/compañero del héroe americano –como solía suceder en algunos wésterns–. En este último caso, habría que recordar el mejor ejemplo de todos: el personaje que representa Pedro Armendáriz en 3 Godfathers (Ford, 1948), un bandido mexicano que, junto con sus dos compañeros gringos –Harry Carey Jr. y nada menos que John Wayne–, cuida y salva a una bebé que había nacido en el desierto de Arizona. Pedro Encarnación Arango y Rocafuerte es el noble salvaje que, por más que echa balazos al aire a la menor provocación, es capaz de ablandarse ante el contacto con una bebé, además de, como todo buen católico, rezarle fervientemente a Dios, en una de las mejores escenas de ese notable wéstern fordiano.

La versión femenina de este buen salvaje mexicano la encarnó originalmente la “Mexican spitfire” Lupe Vélez, quien construyó, dentro y fuera de los sets cinematográficos de los años cuarenta, una imagen de indomable fierecilla latina al protagonizar la exitosa serie sobre Carmelita Fuentes –desde The girl from Mexico (Goodwins, 1939) hasta Mexican spitfire’s blessed event (Goodwins, 1943), con seis filmes en medio– y por sus bien conocidos escándalos matrimoniales con el “Tarzán” Johnny Weissmuller. La imagen de mexicana atractiva, rebelde y carismática forjada por Vélez se repetiría en muchos filmes más. Por ejemplo, en otro clásico fordiano, My darling Clementine (1946), en el que la texana Linda Darnell encarna a Chihuahua, la salerosa novia mexicana de Doc Holliday (Victor Mature). Mientras que, varios años más tarde, Salma Hayek, en uno de sus primeros protagónicos hollywoodenses, siguió la misma pauta de Vélez en la entretenida comedia romántica Fools rush in (Tennant, 1997).

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Por supuesto, la versión de México y los mexicanos desde Hollywood no fue siempre tan positiva, aunque haya sido tan condescendiente. El bandido mexicano –bigotes de aguacero, labios gruesos, mirada de ganchete– fue un personaje recurrente del wéstern estadounidense desde sus inicios y, aunque es cierto que, por ejemplo, Griffith podía encontrar elementos redimibles en el personaje, muchos otros cineastas –la mayoría, de hecho– no pensaban igual. México era tierra de salvajes y no había razón para buscar matices.

De todas formas, es curioso notar cómo, en manos de algún cineasta con talento como John Huston, incluso este gastado estereotipo podía llegar a ser memorable. En The treasure of the Sierra Madre (1948), el actor Alfonso Bedoya –el inolvidable Cholo Parima de Canaima (Bustillo Oro, 1945)– impone su presencia ante el mismísimo Humphrey Bogart en su papel de brutal bandido mexicano. El Gold Hat de Bedoya –cuyo “sombrero dorado” es más bien de paja y, además, está roto– es un sonriente agente del caos, pintoresco pero letal, que no se deja amedrentar por los gringos que tiene enfrente ni, mucho menos, por las formalidades leguleyas que no van al caso en el México bárbaro del filme. “I don’t have to show you any stinking badges”, le contesta Bedoya a Bogart en el diálogo más famoso de la película.

Al igual que los indios en el primer cine de Ford –una suerte de amenaza natural y abstracta hacia la civilización occidental representada por vaqueros y colonos–, Gold Hat es la personificación ideal de los peligros que pueden encontrarse unos gringos ambiciosos y avorazados al entrar a un país que no es el de ellos. Se trata de un México primitivo y peligroso, sin duda, pero, al mismo tiempo, atractivo y fascinante, el mismo país que mostraría Sam Peckinpah años después en The wild bunch (1969) –con todo y cameo extendido de Emilio Fernández– y en Bring me the head of Alfredo Garcia (1974), la más oscura y cochambrosa road-movie de la historia.

Por desgracia, salvo contadas excepciones –digamos, por ejemplo, Traffic (2000), de Steven Soderbergh, que ofrece, al estilo de Huston o Peckinpah, una compleja mirada de nuestro país ajena a todo maniqueísmo, o la animada cinta de Pixar Coco (Unkrich y Molina, 2017), que popularizó mundialmente el día de los muertos a través de la historia de un niño y su perro xoloitzcuintle–, en Hollywood México y los mexicanos siguen siendo retratados con los mismos patrones de siempre. En pocas palabras, México es un territorio sin ley en el que hay salvajes malos y salvajes buenos. Nada en medio.

Sin embargo, habría que rescatar, además de las recientes películas ya citadas, una obra única e insólita que, realizada al margen de Hollywood, adquirió un genuino estatus de culto. Me refiero a The salt of the Earth (1954), una irrepetible película de izquierdas, producida por la International Union of Mine, Mill and Smelter Workers y dirigida por Herbert J. Biberman, quien había sido vetado por la industria fílmica hollywoodense a raíz de que se negó a testificar en el tristemente célebre Comité de Actividades Antiestadounidenses.

El filme, centrado en la desigualdad salarial de los trabajadores mexicanos y chicanos en comparación con los estadounidenses en cierta mina de Nuevo México, fue realizado en locaciones auténticas y con actores no profesionales, con la notable excepción de la mexicana Rosaura Revueltas y el estadounidense Will Geer (el futuro abuelo de la popular serie televisiva The Waltons [1972-79]). La identidad racial y cultural de los mexicanos en The salt of the Earth no es tratada como una fuente de curioso exotismo ni de condescendencia liberal, en todo caso, ayuda a exponer el abuso y la explotación en contra de ellos. La cinta se trata de mexicanos luchando por sus derechos y organizándose para hacerlo. Es un retrato insólito porque no hay fórmulas ni estereotipos de ninguna especie: son mexicanos, es cierto, pero su identidad no los hace distintos a quienes los ven. Sus precarias condiciones de vida y los atropellos que sufren son lo que importa.

Muy pocas veces el cine hecho en Estados Unidos ha volteado a ver a los mexicanos de esta manera. También hay que aceptar que el cine hecho en nuestro país rara vez mira hacia el norte sin prejuicios, resentimientos ni rencores. ¿No es hora de hacer mejor cine allá sobre México y acá sobre Estados Unidos? ~

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(Culiacán, Sinaloa, 1966) es crítico de cine desde hace más de 30 años. Es parte de la Escuela de Humanidades y Educación del Tec de Monterrey.


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