El 2 de junio de 2024 concluyó el colapso del régimen de la transición que empezó a formarse con la reforma política de Jesús Reyes Heroles en 1977. Aunque no tengamos claridad sobre lo que viene, está claro que el régimen de partidos de las últimas décadas se extinguió en medio de una ignominiosa derrota electoral. El PRD ya desapareció y el PRI, con la reelección perpetua de su dirigente, pareciera empeñado en morir. Por su parte, el PAN no ha dado muestras de una disposición real a reformarse para volver a ser competitivo. No quedan muchas ganas de conservar esos partidos tan incapaces de adaptarse a las nuevas realidades. No obstante, su posible extinción no significa que todo el régimen o los valores que dieron origen a la transición deban tirarse a la basura. Como suele decirse, no arrojemos al niño junto con el agua sucia.
La transición democrática mexicana fue un proceso muy accidentado, sin planeación real, hecho a golpe de improvisaciones en función de las oportunidades políticas de cada sexenio. El régimen priista sufría un desgaste creciente en su legitimidad (la Revolución mexicana dejó de ser un referente político y las crisis financieras agotaron su relato de eficacia administrativa), de modo que la oposición aprovechaba para arrebatarle nuevas concesiones al gobierno desde el poder legislativo. Lamentablemente fue una transición que también se concentró casi exclusivamente en lo electoral. Los partidos opositores querían más espacios de poder, pero no estructuraron una reforma profunda del poder a todos los niveles para descentralizarlo y facilitar más participación social, como ha señalado Luis Rubio. Esto se ve más claro en la demanda de democracia electoral en la competencia entre partidos, pero en la falta de una exigencia por democratizar su vida interna, que nunca fue una prioridad de la transición mexicana. La llamada sociedad civil –que en México nunca ha logrado pasar de la etapa germinal– hizo contribuciones valiosas, pero insuficientes. Advierto que, si esas contribuciones no fueron mayores, no fue por falta de empeño de las organizaciones de la sociedad civil, sino por los reducidos alcances y presencia que tenían fuera de la capital y quizá dos o tres ciudades grandes. En suma, la transición no obedeció a un proyecto integral de cambio de régimen que remodelara todo el sistema político mexicano, sino al deseo de abrir la competencia electoral al pluralismo realmente existente en la sociedad mexicana. Por Intelectuales públicos desmentían la información oficialista y exigían datos duros y acreditables. La gente ya podía manifestar su desacuerdo directo con un diputado, un gobernador o presidente. En las estaciones de radio locales, la gente insultaba al aire a sus autoridades. Si bien esas transformaciones se pusieron de manifiesto en mayor medida en la capital del país, alcanzaron poco a poco el interior de la república.
Y es que el otro avance, el siguiente valor que progresó gracias a la transición fue el federalismo. País de tradición centralista, en México la voz de otras regiones siempre ha sido aplastada por la capital. Durante la transición, empezamos a detectar la formación de identidades localistas, con dinámicas políticas propias, no necesariamente ligadas a la de la capital. La vocación económica de cada estado adoptó tintes diferenciados que no cabían en el discurso unitario del centro del país. Como es sabido, esta versión del federalismo mexicano tuvo sus malformaciones bastante perniciosas: la irrupción de los gobernadores-cacique o los virreyes, como les decía la prensa mexicana para denunciar la inmensa corrupción de los gobiernos locales. Y, a pesar de ello, la aparición de una vitalidad local en lo político, económico y cultural enriqueció la república. No solo es que los legisladores hicieran oír las demandas de su región en el Congreso de la Unión, es que los gobernadores se volvieron actores políticos más sobresalientes, con capacidad de impactar la agenda nacional. Crearon incluso una Conferencia Nacional de Gobernadores y hasta asumieron ilegalmente facultades de política exterior mediante la fundación de la Conferencia de Gobernadores Fronterizos México-Estados Unidos. Los políticos de los estados, cuando hablaban en público, empezaron a exagerar el acento de su región para distinguirse de la clase política capitalina y lucrar en su entorno local denostando toda iniciativa política del centro. De manera que, con todos sus inconvenientes, el federalismo es un valor que debemos seguir defendiendo.
En cuarto lugar, la transparencia. Gracias al INAI, los mexicanos hemos ido descubriendo nuestro derecho a saber y conocer todo lo relativo a las instituciones públicas y quienes trabajan en ellas o con ellas. Originalmente una lucha minoritaria de la sociedad civil, la agenda de transparencia y protección de datos personales fue una propuesta de vanguardia que revolucionó el periodismo mexicano. Gracias a la transparencia nos enteramos de los peores vicios administrativos, de la desviación de recursos, de la ineficacia operativa en la administración pública a todos sus niveles y de los lujos insultantes de la clase política. La transparencia, no obstante, se quedó incompleta. Tiene todavía un gran potencial para limpiar la política mexicana y generalizar su uso en la población, más allá de los reporteros. La transparencia nos ayudó a exhibir males de la vida política y, con suerte, inhibirlos un poco en tanto la denuncia de ellos puede producir vergüenza en sus beneficiarios. Déjenme ser optimista en esto…
Un quinto valor que conviene mantener vivo y animó la transición es la apertura al mundo. La transición democrática corrió más o menos pareja con la apertura de la economía mexicana y los tratados comerciales. Nuestros socios comerciales pedían y a veces exigían que, para confiar en el cumplimiento de nuestros compromisos internacionales, el sistema político mexicano debía democratizarse. Además, la transición nos trajo la costumbre de invitar observadores electorales extranjeros, de darle mayor juego y visibilidad a la prensa internacional, de participar más activamente en tribunales internacionales para dirimir nuestros asuntos públicos locales. México suscribió un corpus de legislación internacional en torno a los derechos humanos que se puso a la altura de las leyes constitucionales y se convirtió paulatinamente en norma local. Aprobamos incluso la legislación de doble ciudadanía y, por vez primera en los medios de comunicación mexicanos, empezó a hablarse de nuestros paisanos migrantes y sus familias en Estados Unidos, que no existían en la mitología del priismo clásico. También algunas fundaciones internacionales a favor de la democracia como la Konrad Adenauer y la Friedrich Ebert de Alemania hicieron sentir su presencia en las fuerzas políticas afines o las que veían como sus equivalentes en México. Un México más integrado al orden liberal internacional es y será siempre un México más democrático, de ahí la preferencia del populismo por el aislamiento nacionalista.
Ligada con la apertura al mundo está la desprovincianización de muchos aspectos de la vida nacional. Este es el sexto de nuestros valores por preservar. Las costumbres mexicanas empezaron a modificarse. La influencia del exterior ha orillado al desplazamiento de la visión machista que veía con recelo el éxito profesional de las mujeres, cuya presencia en la vida pública creció notablemente. Las aficiones deportivas han volteado al extranjero. Los mexicanos ven con emoción la Eurocopa, la Champions League y un sinfín de contiendas deportivas en el exterior. Se asumen como seguidores fieles de equipos de otros países, cantan y bailan música en otros idiomas, consumen películas y series extranjeras. Tienen romances con extranjeros. Estudian, trabajan, se casan y viven en el exterior sin desconectarse de México. En el camino, voltean al mundo y descubren los retos y oportunidades del globo. El nacionalismo con su repugnante mancha de xenofobia, por fin empezó a retroceder. Todo lo anterior exige valorar la transición más allá del fracaso de sus protagonistas y la generación que la encabezó. Es verdad que varios de los políticos, empresarios, activistas e intelectuales de la transición no estuvieron a la altura histórica de lo que el momento demandaba. Se enriquecieron y se desentendieron de la calle. No obstante, los valores que defendieron no han perdido su vigencia. Son valores que merecen seguir siendo defendidos en tanto constituyen la base de una conquista histórica de los ciudadanos mexicanos: su libertad política. ~
licenciado en Relaciones Internacionales por el Colegio de México y maestro en Relaciones Internacionales por la Universidad de Essex, Inglaterra. Es articulista en El Universal.