Una banana adherida con cinta adhesiva a un muro es vendida en el evento Art Basel en 120 mil dólares. Un crucifijo sumergido en un recipiente de cristal cual pepino curtido, pero en orines. La performancera Itziar Okariz gusta de orinar en público mientras que Yoko Ono da alaridos en el moma. Un “artista” derrite hielo con un soplete; una más rueda sandías. La cama deshecha de Tracey Emin con todos los despojos de una noche de sexo, alcohol y comida exhibida en Tate Gallery. Los hermanos Jake y Dinos Chapman vandalizan con caras de payasos grabados de la serie Los desastres de la guerra, de Goya; acto seguido los firman como obras de su autoría para renombrarlos Insult to injury. Todo eso, que va desde la nadería hasta lo que se regocija en ser deliberadamente ofensivo, pasando por el tipo de actos que más bien tendrían cabida en un programa de concursos o reality show, incluidas parodias de la obra de grandes artistas y la fijación infantil por las deyecciones humanas, se exhibe en museos, galerías, bienales para decirnos que eso es arte. Debe ser arte.
Para ello se necesita de un aparatoso discurso detrás plagado de jerigonza, elaborado por el curador, para instruir al espectador señalándole que en realidad se encuentra frente a algo mucho más trascendente de lo que está percibiendo, como en aquel diálogo de la película Chicago cuando la protagonista encuentra a su novio en la cama con otras dos mujeres y este le espeta asertivo: “¿Les vas a creer a tus ojos o me vas a creer a mí?”
Los ejemplos anteriores corresponden a lo que la crítica mexicana de arte Avelina Lésper (Ciudad de México, 1973) denomina arte VIP: Video, Instalación, Performance, y que disecciona de manera pasional, aguda e implacable en El fraude del arte contemporáneo (Madre Editorial, 2022).
Heredero del arte conceptual y del happening de los sesenta, el primer antecedente directo del VIP es el famoso urinario invertido de Marcel Duchamp, exhibido en 1917 en la sede de la Sociedad de Artistas Independientes de Nueva York. Este es el ejemplo primario de lo que sería el ready-made: un objeto hecho con otros fines al que se le sitúa y resalta en un contexto inesperado. Con todo y su “metaironía” inaugura un arte de la ocurrencia que debió ser una fórmula destinada a agotarse rápidamente, como toda broma que se repite.
Ciertamente la modernidad fue fundada dos veces: primero por la Ilustración, pero luego por la rebelión romántica, como célebremente argumentó Octavio Paz en Los hijos del limo (1974). La obsesión por la ruptura y el desafío de los convencionalismos, la autoexpresión como una afirmación de libertad frente al conformismo autocomplaciente y los imperativos racionalistas que todo lo estandarizan destacaron este momento. Pero, después de la catástrofe de la Primera Guerra Mundial, la ruptura deriva en un repudio sistemático de cualquier valor vigente, comenzando por la tradición artística, más una adicción por crear un efecto de shock en el espectador como un fin que se justifica en sí mismo.
Duchamp desencadenó tres consecuencias fatales en la trayectoria del arte hasta nuestros días que bien subraya Lésper. 1) La noción de que el artista solo piensa, no ejecuta la obra (del mismo modo que Duchamp solo adquiere el urinario o que muchas de las más famosas serigrafías de Warhol son el resultado de sus instrucciones por teléfono a técnicos en reproducción industrial, algo similar ocurre en el caso de las obras más afamadas de Jeff Koons). De manera que el artista deviene en un delirante elucubrador al estilo más especulativo, sin un cable a tierra, sin una experiencia física creadora o de interacción con materiales, ejecución, técnica y estilo. 2) La obra al no plasmar un verdadero acto tangible de transformación es o un mero objeto o un mero ademán en el aire, enteramente dependiente del discurso del curador para hacer una lectura dirigida de lo que significa, el equivalente a un acto de ventriloquia ya que el objeto es incapaz de hablar por sí mismo (bien decía Diego Rivera que todo artista que tiene que explicarse es un mal artista). 3) El arte VIP solo es posible con la complicidad del aparato burocrático institucional de la cultura y las artes que opera museos, galerías y exposiciones porque solo puede habitar en tales atmósferas. Es enteramente dependiente de ese contexto pues de otro modo resulta imposible verlo como arte, lo que no deja de ser irónico considerando que el discurso curatorial le debe no poco a teóricos como Theodor Adorno, quien asociaba la palabra museo con mausoleo por ser “la sepultura del arte”. El arte VIP no se adapta bien a espacios públicos, a diferencia del arte barroco y el muralismo que se sostienen por sí mismos, a pesar incluso de las motivaciones y sobrecarga ideológica de sus autores, hijos de su tiempo.
El arte clásico, una genuina realización, adquiere vida propia y un lugar en la memoria colectiva que el arte VIP no puede alcanzar sin el aparato de respiración artificial burocrático de la cultura o, alternativamente –y esto sobre todo en la anglósfera–, de la aprobación del mercado, en donde es arte simplemente lo que se adquiere como tal en un alarde de consumo conspicuo (Veblen) de filisteos que conocen el precio de todo sin saber el valor de nada (Wilde).
Para hablar de toda la mecánica de complicidades discursivas e institucionales que permiten que todo pase por arte, siendo el VIP solo su equivalente fast-food, además del enorme daño que este fenómeno ha infligido en la creación y el conocimiento artístico, Avelina Lésper elaboró un manifiesto en el que conviven de una manera lúcida acerados y compactos razonamientos aforísticos con una colorida y fascinante diatriba. El fraude del arte contemporáneo es un texto singular que sin duda requiere de valor personal para ser formulado, el valor de la apóstata sabedora de que nunca será perdonada por el circuito profesional con el que inevitablemente se vincula su quehacer, en donde, por su naturaleza, abundan los egos con esteroides y de la piel más delgada que pueda haber. “El crítico que no tenga enemigos no es crítico” es una premisa de trabajo para ella. Su texto, sospecho, será recordado, citado y maldecido por mucho tiempo simplemente porque la enérgica y dinámica prosa de Lésper está poblada de pasajes memorables que merecen un lugar dentro de lo mejor de la tradición del pensamiento crítico en México. Del mismo modo que Magritte nos recordaba que la representación de una pipa de fumar no es una pipa (Ceci n’est pas une pipe), Lésper señala que el VIP es una mímica del arte, no arte en modo alguno.
¿Pero no sería esto obvio después de todo? Lo que hace Avelina Lésper es lo que hace el niño de la calle en el cuento del nuevo traje del emperador: señalar que el rey va desnudo de modo que todo el castillo de naipes, ese make believe en el que todos pretenden creer, se desbarata. Pero la historia para nada es pueril: señala una condición de muchos fenómenos societales en los que todos quedamos involucrados o inmersos de un modo u otro. Hay innumerables prácticas sociales, que tienen mucho de castillo de naipes, dependientes de que nadie vea lo obvio o, alternativamente, pretenda ver simplemente lo que no está ahí. ¿Cuánto de la religiosidad no consiste en eso? Vivimos en un país que finge que una imagen plasmada en un manto no es una pintura sino una aparición milagrosa. Por otra parte, los sistemas monetarios en el mundo contemporáneo dependen ya no de un patrón oro sino de “la confianza en la divisa”, algo tan frágil que se puede prestar a fugas o estampidas, materia interminable de la especulación financiera y cuya expresión extrema es la inmaterialidad de las criptomonedas, ¿dinero performancero? La política populista nos enseña que hombres pequeños y rabiosos son vistos como líderes providenciales.
¿Cómo le hacemos los seres humanos para no ver lo obvio? ¿Cómo se construye el círculo “creo yo porque crees tú y viceversa” o creer que creemos mediante la iteración del modo creyente? Son preguntas centrales de la condición social humana. El último Wittgenstein desarrolló una teoría al respecto. Mientras que el discurso lógico está gobernado por las leyes de lo verdadero y lo falso, nuestra existencia social se aparta constantemente de ello mediante juegos del lenguaje que difieren según el círculo o el ambiente con el que estamos interactuando. Cada uno de estos “juegos” tiene sus implícitos, sus tabúes, sus guiños, sus detonadores de reacciones y muchísimas convenciones (por eso son juegos, lo que no significa que sean recreativos). Hay lenguajes para establecer algún contacto con la realidad, pero hay otros para vivir en paralelo a ella, porque buena parte de la condición humana privilegia ciertas interacciones sociales que solo fluyen en el aire evitando tocar tierra.
Y, de repente, ignoramos del todo que estamos jugando el juego porque este juega con nosotros. Terminamos creyendo en una narrativa y en un rol; pretendemos ser algo que puede ser desmentido fácilmente por un extraño. El fin del juego puede ser experimentado como un desenmascaramiento doloroso. Por ello quienes están comprometidos con él se vigilan y presionan mutuamente y con mayor razón cuando surgen las inevitables disonancias cognitivas. Se construyen así micrototalitarismos que no solo dependen de lo que diga el gurú sino de la presión horizontal que ejercen recíprocamente sus integrantes (peer pressure) para continuar inmersos en el juego. Las sectas religiosas son una expresión extrema, pero no todas las sectas son ferales; las puede haber también institucionales, amparadas en la academia, en discursos hegemónicos en la cultura y las artes que pretenden ser antihegemónicos, así como en burocracias chantajeadas por el discurso maniqueo. Las sectas menos conscientes de serlo dependen de todo ese aparato discursivo y protector.
Lésper identifica con plena claridad la desmedida preeminencia y poder que adquiere el curador sobre el artista en su milieu VIP. Un supuesto arte, que no transforma absolutamente nada, queda en las manos del sumo sacerdote taumaturgo cuya decisión de poner al objeto o al performance en cierto contexto y ampararlo en un discurso –mezcla este de la peor sociología si cabe, activismo oenegero y filosofía deconstructivista posmoderna– obrará un milagro análogo a la consagración en la misa católica cuando se nos dice que una oblea se ha transformado en el cuerpo de Cristo. De repente, por el poder del contexto y unas palabras mágicas, el objeto o el acto, sea inane o grosero, se imanta de arte, se transmuta en arte. Semejante dependencia de un gurú curatorial no debe ser una experiencia muy liberadora para el artista VIP, ella, él o elle, tan convencidos de estar libres de ataduras y convencionalismos.
Con el arte conceptual, ahora VIP, por primera vez la creación artística deja de ser el detonador de los discursos de la crítica y el juicio del espectador, pues ahora el discurso le precede y no admite otro. Lo que se muestra al público es simplemente el vehículo –que igual puede ser cualquier otra cosa– de un ejercicio logorreico. Con ello el arte VIP ha logrado la triple abolición de la creación artística, de la crítica y finalmente del espectador, quien debe renunciar a sus valoraciones para asumirse como un pupilo, uno que requiere ser concientizado todo el tiempo de esto y aquello por un arte activista.
Un caso claro para Lésper es el arte contemporáneo que pretexta bandera feminista. En el feroz apartado “Encerrarse en la casa de muñecas” abre fuego haciendo un ajuste de cuentas iconoclasta con Frida Kahlo, cuyas principales preocupaciones eran “su marido, su cuerpo y la maternidad”. Obras que consisten en una torre de toallas sanitarias o en cien vaginas de papel, de acuerdo con Lésper, no conciben a la mujer como un ser pensante sino como “una vagina emocional” y luego denuncian la cosificación de su cuerpo sin sospechar contradicción alguna. Es así como
ser mujer, desgastar las denuncias de ciertas injusticias hasta el lugar común, y enclaustrarse en la vagina, el sexo y los asuntos fisiológicos, configuró el patrón del arte femenino, feminista y de género. El arte feminista VIP decide que las hormonas y sus cambios fisiológicos son arte […] combinación de novela rosa psicológica y sociológica.
Pero quien tenga una reserva frente a esto, no digamos si lo rechaza frontalmente, incurre en un riesgo moral una vez que se nos dice que aquello es portador de un mensaje o consigna feminista. Y es así como Cosey Fanni Tutti se fotografía copiando la estética porno para según ella denunciar el sexismo o la performancera Marina Abramović se flagela, se masturba y embarra su cuerpo de sangre menstrual, usurpando con su narcisismo exhibicionista un movimiento y una causa. Pero he aquí la clave de todo. No ven en esto un ejercicio de mera charlatanería: a fuerza de pretender ser artistas, de cobijarse en un intrincado discurso, creen verdaderamente que sí lo son. El arte VIP no sabe que es fake y no hay mitomanía más eficaz que la de quien cree en su propia mentira: la consecuencia última de un juego de lenguaje practicado ad nauseam, literalmente.
Además del cuerpo, hay otro ámbito de desacralización que no proviene del arte VIP y que se relaciona con el espacio: el afeamiento sistemático del entorno. Un apartado del texto de Lésper está dedicado a la arquitectura corporativa, a cómo esta, a fuerza de plantar sus monstruos de acero y cristal, destruye la identidad de las ciudades bajo un concepto de arquitectura en el que todo termina pareciendo una sucursal bancaria, sea iglesia, centro educativo o aeropuerto. Edificios que carecen de esa “presencia casi aurática del ser” que alcanza la verdadera arquitectura creadora de espacios para estar, no para circular. La arquitectura corporativa, heredera de la arquitectura funcionalista, engendra algo así como espacios metabólicos hechos para que las personas sean desalojadas lo más pronto posible una vez que se han agotado las únicas dos dimensiones que reconoce en ellas: trabajar y consumir. La condición humana consiste en ensayar distintas formas de pertenecer a distintos espacios y ser en ellos, pero dicha arquitectura niega eso sistemáticamente.
A lo largo de sus 174 páginas, el libro de Lésper no tiene desperdicio. También aborda la pérdida de conocimiento y habilidades, por efecto del hegemonismo del arte VIP, en la formación de las nuevas generaciones –dada la sobreabundancia de artistas jóvenes que solo saben elegir objetos fabricados con la consiguiente devaluación de su oficio.
Lo más valioso de El fraude del arte contemporáneo es su vindicación de la belleza en el capítulo “Belleza expulsada”. El tema de la belleza en el arte moderno sin duda es complejo. A veces, los artistas tuvieron que renunciar a ella en ciertos lances audaces para potenciar su fuerza comunicativa, como en el Guernica de Picasso o en el expresionismo. En otras ocasiones, estos se apartaron de ella para volverla a reencontrar de una forma renovada. Pero el punto es que, si bien el arte nunca ha sido ajeno del todo a las ideologías a lo largo de su historia, uno de los problemas con el arte VIP es que lo único que queda, al no ser realmente ni obra ni creación, es la ideología de las luchas sociales del momento, con enemigos identificados y toda la cosa. Y, como cualquier ideología desbordada, sin mecanismos de contención o autocontención, termina creando tabúes, censurando y reprimiendo, entre ello la noción misma de belleza, un instinto tan básico como la sexualidad.
Testimonio del instinto de belleza es el impresionante arte rupestre que se encuentra en España, Francia y Alemania o en la cueva de los nadadores del norte de África previo a que existiera esa cisura al parecer ya insalvable entre el ámbito humano y el natural. Pero si uno le habla de belleza a un artista o ideólogo VIP, la respuesta más amable que se podrá obtener es una sonrisita entre sardónica y condescendiente. El dogma ha decretado la equivalencia entre lo bello y lo kitsch, más allá de que artistas VIP como Koons no oculten que lo kitsch les fascina, so pretexto de ironizar al respecto.
El arte auténtico no puede librar una guerra sin cuartel respecto a la belleza de manera impune privilegiando la estridencia incapaz de autodisciplina. La belleza es un despertar, una conexión y una comunión que detona la verdadera obra de arte: una experiencia integral del alma no es meramente “lo bonito”. Quizá sea inevitable utilizar aquí algo de lenguaje religioso porque religión, arte, poesía y música están en la frontera con lo indecible. La belleza que logra el arte es un remanso frente a la cacofonía, un momento en el que se descubre un lugar nuevo e inesperado, de algún modo una nueva casa compartida con otros. Un anclaje del ser que sabe, por un momento, estar ante algo que lo trasciende y dignifica.
El arte que merece ese nombre proporciona una expansión de nuestros marcos de referencia, nos presenta otras dimensiones del ser propio y observado. Permite ejercitar facultades cognitivas y sensoriales adormecidas y por ello es conocimiento y autoconocimiento: ejercicio del asombro, la curiosidad y la facultad de juicio que nos humaniza. Hablarle de belleza al circuito VIP es la nueva rebeldía. ¿En dónde está escrito que semejante culto de la provocación y el desafío no puede ser a su vez provocado y desafiado? La belleza en el arte es reserva y fortaleza del espíritu en una época enferma.
Belleza y verdad: increíble que tengan que ser defendidas. Tal es nuestro tiempo. Al menos una crítica de arte como Avelina Lésper toma el reto en serio y al hacerlo aborda temas fundamentales que a todos debieran interesarnos, más allá del arte y sus descontentos. De lo que se habla es de la incapacidad contemporánea para crear significados, de la pérdida de las zonas de convergencia que propiciaba el arte y su efecto civilizador; de la entronización del nihilismo rampante del dinero, el poder y los excesos ideológicos, sumándose estos últimos a la destrucción del mundo y del espíritu humano. No sé si la edición que tengo en mis manos de El fraude del arte contemporáneo deliberadamente adoptó el formato austero y combativo del panfleto porque sin duda tiene mucho de eso. En lo personal, considero que merece el trabajo cuidadoso de un editor que le dé otro nivel cualitativo y apoye con ilustraciones. No es cualquier texto, no trata cualquier asunto. Me queda claro que Avelina Lésper hizo suyo el dictum de Solzhenitsyn: Que la mentira se apodere del mundo, pero no a través de mí. ~