(Todos) somos con el otro

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Nos debemos una reflexión en torno a la justicia y el sistema que la comprende, sobre todo en un país como el nuestro donde la desigualdad alcanza cifras alarmantes y las estructuras de poder parecen orillar a los más vulnerables a la infracción de leyes que de inicio son excluyentes. Cómo hacer de esta preocupación particular algo en común es la intención que se advierte en La propagación del mal, primera muestra de Culturas Disidentes. Concurso para la investigación y producción interdisciplinaria, convocado por el Centro Cultural de España en México y el Centro Cultural Border.

De acuerdo con los textos curatoriales de Marialy Soto, la propuesta pretende visibilizar desde una perspectiva antropológica la tipificación de delitos y la forma en que se constituyen las identidades normativas para formar un orden social –el nuestro, el de “la sociedad mexicana”–. La exposición, por ello, abre con estas líneas: “el poder […] determina que son solamente los ciudadanos mexicanos que se ciñen a sus modernas normas los que tendrán la satisfacción de construir esta tierra nuestra. Todos los demás somos el otro […]”. Así comienza un recorrido que indaga cómo se han constituido los enemigos del Estado nación y de qué manera estos quedaron suprimidos de toda posibilidad de justicia, es decir: quiénes son esos “criminales” y cómo fueron empujados a esa situación.

En las primeras salas se exponen objetos que aluden a la configuración histórica del “delincuente”: documentos e imágenes del archivo de la Cárcel de Belem y la penitenciaría de Lecumberri dan cuenta de los criterios y valores establecidos desde un Estado moderno; unos cráneos masculinos estudiados y medidos a principios del siglo xx con el fin de registrar las anomalías físicas de aquellos “criminales”; y, más adelante, un par de fotografías que comparan las diferencias fisonómicas entre el rostro de un hombre afrodescendiente y uno blanco, y entre el de una mujer indígena y una caucásica, que además se acompañan de instrumentos para hacer craneometrías. El panorama retrata los esfuerzos que una nación hizo para fundarse en la superioridad racial por medio de la ciencia y la medicina, atribuyéndole mayor incidencia delictiva a las “razas inferiores” (en suma, criminalizando la raza y, en consecuencia, la pobreza).

Pero ¿cómo resuena esto hoy? ¿Cómo se han perpetuado o modificado esas clasificaciones y discursos? ¿Quiénes son “los criminales” en el siglo xxi y cómo se define su criminalidad? ¿Qué pasa con el narcotráfico y los jóvenes que en ocasiones forman parte de ese sistema para salir de la exclusión económica? ¿Dónde están las mujeres criminales o criminalizadas? Desafortunadamente, la exposición apenas se plantea esta última pregunta.

Pese a la urgencia del tema y al trabajo de una curaduría interdisciplinaria que recrea ambientes carcelarios para apelar a la empatía, la exposición no tiene suficiente consistencia. En esto radica su debilidad. Aborda la problemática desde un ángulo donde cualquiera que haya estado en la cárcel es homologado por su condición de preso. Descuida de esta manera las diferencias específicas de historicidad y espacio; las coyunturas políticas y sociales; la transformación de los discursos y las condiciones marcadas por la clase, la etnicidad y el género; e incluso pasa por alto que existe una construcción histórica del sistema penal de nuestro país y, por lo tanto, que el México contemporáneo está hecho de nuevos conflictos y realidades.

En particular, llama la atención la reproducción del Hemiciclo a Juárez, ubicada en la tercera sala, que muestra personajes heroicos de la historia oficial, retratados junto a sujetos sin rostro que representan delitos y alegorías. En esta imagen se evidencia el aventurado amalgamiento teórico: David Alfaro Siqueiros, William Burroughs, Juan Gabriel y el agricultor preso por robo se presentan como sujetos “delincuentes”, aunque debería estar claro que no juegan en la misma casilla del tablero de la exclusión. Por otra parte, entre los personajes históricos no se incluyó a ninguna mujer, ni se consideró a los menores infractores, más allá de una que otra alusión.

Sucede algo parecido en las dos últimas salas: en una se simula un cuarto de interrogatorio donde se pueden leer copias de las actas de los hombres (en su mayoría) y las mujeres (solo en un par de casos) que enfrentaron cargos irregulares y arbitrarios; en la otra están los fragmentos del diario de un preso del Reclusorio Varonil Oriente al lado de una instalación visual sin cédula. Desconcierta, pues, la visibilización parcial de la injusticia, y por ello no cobra fuerza como denuncia. En este sentido, hace falta conducir y acompañar a los que transitamos por la muestra con un contenido que, al incitar la indignación y la empatía, también invite al acto ético.

Emmanuel Levinas escribió en Totalidad e infinito: ensayo sobre la exterioridad: “El Otro es el Otro. El Otro en tanto que otro […] se sitúa en una dimensión de altura y de abatimiento […]; tiene la cara del pobre, del extranjero, de la viuda y del huérfano y, a la vez, del señor llamado a investir y a justificar mi libertad.” La alteridad no es homogénea, precisamente en esto radica su riqueza y complejidad: todos somos otros y, mejor, todos podemos ser con el otro. Me inquieta por ese motivo el nombre de la exposición; sugiere un juicio de valor que no estoy segura de haber resuelto una vez concluida la visita. Aunque en apariencia es una afrenta irónica y crítica al orden que castiga a individuos excluidos y marginados, no les termina de hacer justicia. En cambio, los vuelve ambiguos y, por lo tanto, los condena de nuevo. ~

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es historiadora del arte y socióloga feminista. Ha colaborado con los departamentos de educación de instituciones culturales y actualmente trabaja en una organización de la sociedad civil por los derechos de las mujeres.


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