En la segunda sala de Arte y cine. 120 años de intercambios, un Monet de 1886 que celebra cómo las olas rompen en la costa de Belle Île está expuesto en paralelo a una película filmada en Biarritz en 1894 por los hermanos Lumière que también muestra las olas peleando. Ya hacia el final de la exhibición, la videoinstalación Le mer (2014), de Ange Leccia, otra obra sobre el oleaje pero realizada 120 años más tarde que la peliculita de los Lumière, nos recuerda que las tecnologías cambian pero ciertas imágenes son inmutables al tiempo. No es casual que el motivo del mar ejerza de telón de apertura y de clausura de la exposición de CaixaForum Barcelona: a ella han recurrido creadores – “Tú puedes inventar la mar, la página en blanco, la playa, tú puedes inventar la mar…”, exclama Jean-Luc Godard en Pasión (1982)– y su naturaleza fluida funciona como metáfora sobre las transformaciones del arte y del cine a lo largo de este último siglo y pico, al tiempo que sirve de imagen para atender a los trasvases estéticos entre una y otra disciplina.
Correspondencias, afinidades, transferencias, encuentros, préstamos…, la relación entre arte y cine es tan fecunda que resumirla en una sola palabra y en una sola muestra es una tarea titánica. Dominique Païni, exdirector de la Cinemateca francesa, se ha atrevido en Arte y cine. 120 años de intercambios haciendo uso de fondos de la institución que dirigió entre los años 1993 y 2000, y con el apoyo de piezas de otros museos. El objetivo es que imágenes cinematográficas dialoguen con obras de arte precedentes, contemporáneas o ulteriores, a través de una selección basada en su propio gusto, tal y como declaró Païni en la presentación a los medios. Ese criterio caprichoso, que no superaría el rigor de la academia, ofrece como resultado una discurso irregular, con momentos e ideas sublimes pero también con lo contrario; y tal vez porque los mimbres de su discurso parecen antojadizos, Païni no se ha desviado apenas del canon del arte y del cine (francés), como si en el trayecto de la exposición se recorrieran cronológicamente los capítulos de un libro de historia. Aun así, hay mucho que descubrir.
Si la muestra arranca evidenciando cómo los primeros cineastas siguieron la senda de los impresionistas al rodar estampas similares, como si sus filmes dotaran de vida aquellos cuadros estáticos de Eugène Boudin o Théophile-Alexandre Steinlen, el peaje obligatorio en las vanguardias insiste en que hubo un momento en que los artistas se convirtieron en practicantes del nuevo medio –Fernand Léger, Marcel Duchamp, Oskar Fischinger– y subraya que el arte también se fascinó por iconos fílmicos como Charlot. La sucesión de ismos ocupa buena parte de la exhibición (hasta 1950) y, junto con el corolario de la muestra, es el tramo expositivo más coherente. Hay hallazgos y reivindicaciones no muy obvios destacables, la proyección simultánea de Le Métro (1934), de Georges Franju y Henri Langlois junto a Opus iv (1925), de Walter Ruttman, o el rincón dedicado a Dreams that money can buy (1947), de Hans Richter, largometraje surrealista en el que colaboraron Max Ernst, Duchamp, Man Ray o Léger.
Es llamativo que sea a partir de la década de los cincuenta, el momento en que el arte y el cine se fusionaron de una manera casi completa en la escena experimental neoyorquina, cuando la propuesta se tambalea. En vez de ahondar en Stan Brakhage, a quien se le echa de menos, nos encontramos con el enésimo recordatorio de la sensibilidad plástica de la nouvelle vague y de Godard, que ya hasta el final de la exposición se impone como indispensable. Lo es, no cabe duda, pero la ebullición creativa de esos años merece algo más que un desfile de carteles. La muestra, no obstante, recupera brío en las dos últimas salas, la dedicada a los años setenta –con las obras apropiacionistas del pintor Jacques Monory y Alain Fleischer–, y la que resume lo acontecido entre la década de los ochenta y lo que llevamos de siglo XXI. En este tramo temporal, nos dice Païni, el arte mira hacia el cine para honrarlo justo cuando se acerca su fecha de defunción. El cuadro de celuloide de Paul Sharits (1971-76), el homenaje a Hitchcock de Nemanja Nikolić en Panic book (2015), y el sarcófago que encierra películas (y el cine como tal) de Tadzio emergen como ejemplos de la melancolía actual ante una manera de hacer cine que se está yendo para no regresar jamás. ~
(Barcelona, 1979) es periodista cultural. Colabora en el suplemento Cultura/s de La Vanguardia y en la revista Icon de El Pais