VocaciĆ³n y acento de Marcel Proust

En su momento, no faltaron crĆ­ticos que acusaran a En busca del tiempo perdido de frivolidad. A contracorriente, algunas voces como la de Ramon Fernandez supieron seƱalar su ambiciĆ³n estĆ©tica y su lugar entre las obras maestras.
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Aunque desde hace tiempo es conocido entre nosotros el origen mexicano del gran crĆ­tico literario francĆ©s Ramon Fernandez, su obra permanece casi inĆ©dita en espaƱol. Figura brillante en uno de los grupos mĆ”s nutridos de inteligencia y pluralidad en la historia de la crĆ­tica literaria, el de laĀ Nouvelle Revue FranƧaiseĀ (NRF) en los aƱos de entreguerras, su muerte natural ā€“de una embolia el 3 de agosto de 1944, pocos dĆ­as antes de la liberaciĆ³n de ParĆ­s, tras haber colaborado con el rĆ©gimen de Vichyā€“ le ahorrĆ³ el proceso al que habrĆ­a sido sometido durante la llamada DepuraciĆ³n, incoado contra escritores y periodistas que apoyaron activamente la ocupaciĆ³n alemana. Durante dĆ©cadas, ese pasado ominoso ocultĆ³ sus libros definitivos sobre MoliĆØre, Gide, Balzac, BarrĆØs y Proust, junto a decenas de artĆ­culos polĆ­ticos y filosĆ³ficos. Hijo del diplomĆ”tico porfiriano RamĆ³n MarĆ­a Buenaventura Adeodato FernĆ”ndez, Ramon Fernandez ā€“ya sin los acentosā€“ fue cultivado, tiempo despuĆ©s, por Alfonso Reyes, sin Ć©xito, para que asumiera como escritor algo de su herencia mexicana. No lo hizo. Pero por fortuna su hijo, el novelista Dominique Fernandez (1929), miembro de la Academia Francesa, ha honrado ese origen como puede leerse enĀ RamonĀ (2008), la anchurosa biografĆ­a de su padre. Para conmemorar el centenario de 1922, cuando Proust, antes de morir, publicĆ³ la primera parte deĀ Sodoma y Gomorra, libro central en su empresa, tradujimos dos fragmentos de Fernandez sobre Proust: uno, las primeras pĆ”ginas de ā€œLa vocation rĆ©vĆ©lĆ©ā€ deĀ ProustĀ (1943; Grasset, 1979) y otro, ā€œLā€™accent perduā€, el texto de Fernandez para laĀ NRF(ā€œHommage Ć  Marcel Proustā€; Gallimard, ediciĆ³n facsimilar, 1991), del 1 de enero de 1923, nĆŗmero dedicado Ć­ntegramente a la memoria de Proust, de quien Ramon Fernandez fuera amigo Ć­ntimo, ademĆ”s de uno de los mĆ”s finos intĆ©rpretes deĀ En busca del tiempo perdido.

La vocaciĆ³n revelada

En busca del tiempo perdido es a la vez la historia de una Ć©poca y la historia de una conciencia. Este desdoblamiento y esta conjunciĆ³n le otorgan la profunda, la sorprendente originalidad, que le da a la obra de Proust ese acento tan particular, tan nuevo y al mismo tiempo tan deseado que hizo a Charles Du Bos recibirla como una obra ā€œinesperadaā€. Efectivamente, por lo general, y mĆ”s particularmente en la tradiciĆ³n francesa, el novelista que pinta una sociedad se borra detrĆ”s de su pintura, y solo marca su presencia por el color de esta y su relieve; el anĆ”lisis del yo, como un Constant, un Nerval, un Fromentin, solo se describe indirectamente y por sugerencias rĆ”pidas, el marco donde el yo evoluciona… Pero hay mĆ”s. Mediante el entrelazado de la impresiĆ³n subjetiva y del juicio objetivo, Marcel Proust aƱade lo que podrĆ­amos llamar una tercera dimensiĆ³n a su cuadro: la dimensiĆ³n del tiempo. A la vez que cuenta lo que ve (visiĆ³n novelesca), cuenta cĆ³mo ha sido llevado a ver (visiĆ³n subjetiva), y por quĆ© ha sido arrastrado a describir su tiempo (visiĆ³n del memorialista). Por Ćŗltimo ā€“cuarta dimensiĆ³nā€“ ofrece una lecciĆ³n general de esas tres visiones y sus relaciones: incluye, al final de El tiempo recobrado, es decir, al final de la novela misma, una estĆ©tica muy consciente que conforma a la vez la justificaciĆ³n de su obra y la justificaciĆ³n de su vida. Esta es la sĆ­ntesis potente y singular cuyos elementos esenciales trataremos de analizar en este texto.

Estas cuatro visiones tienen que estar presentes en la mente del lector que quiera entender bien a Proust: todos los contrasentidos sobre su obra (abundan) provienen del olvido de una o de la otra, o del rechazo a integrarlas y organizarlas en un juicio crƭtico. Solo revelarƩ uno, de momento, a modo de ejemplo: se reprocha a Marcel Proust la frivolidad de sus intereses, de sus pasiones y del mundo que describe:

{{En un capĆ­tulo deĀ MessagesĀ [1926] yo mismo subrayĆ© el defecto de espiritualidad de la obra de Proust; pero sostenĆ­a la grandeza de esta obra como un hecho reconocido y cierto. El problema que yo planteaba era precisamente en relaciĆ³n a esa grandeza. Una cosa es poner una obra muy alto, otra cosa es cuestionar su valor representativo de unaĀ totalidadĀ humana.}}

 es confundir la profundizaciĆ³n espiritual, intelectual de un objeto con ese objeto tomado en sĆ­ mismo. ĀæElige la ciencia sus campos de investigaciĆ³n segĆŗn su mayor o menor dignidad? Eso serĆ­a volver a caer en prejuicios escolĆ”sticos. Lo que nos importa, en el caso de Marcel Proust, es que supo consumir toda la sustancia sensible que considerĆ³ y ordenarla completamente a su juicio; supo llevar a cabo su experimento hasta el final. Respondo lo mismo a los que le reprochan ser un novelista ā€œmundanoā€. Se entenderĆ­a si se tomase el tĆ©rmino en el sentido que le daban la Iglesia y los sermones, pero Āæse trata de gentes de ā€œmundoā€ porque no ofrecen experiencias tan privilegiadas como los obreros o los industriales? Esta vez, serĆ­a confundir el valor psicolĆ³gico del anĆ”lisis con el valor social o moral de lo que se analiza.

Al final, En busca del tiempo perdido tiene valor sobre todo, al menos a mis ojos, en la medida en que nos revela en Marcel Proust al ā€œtestigoā€ mĆ”s extraordinario de nuestro tiempo. Se introdujo en la sociedad como esos microbios que revelan de golpe el deterioro de un organismo. EstĆ”n las novelas de una sociedad (como La comedia humana) y estĆ”n las novelas de sociedad (comparables a los juegos de sociedad), esas eran precisamente las que reinaban cuando apareciĆ³ Por el camino de Swann. La novela de una sociedad comporta su mĆ”s alta significaciĆ³n cuando el novelista obedece a un destino excepcional, que ha desviado en su obra y salvado en esa obra su voluntad de poder, como Balzac, o que, como Proust, ha conseguido transponer en esa obra una vida inviable de cualquier otra manera. Hace falta, en fin, que la obra sea la soluciĆ³n a un drama o la consagraciĆ³n de una tragedia.

Todos esos tĆ­tulos hacen de En busca del tiempo perdido una suma, mĆ”s exactamente en el sentido medieval que en el sentido que la palabra tomĆ³ despuĆ©s. El libro, desde Swann hasta El tiempo recobrado, ofrece un sentido exotĆ©rico y un sentido esotĆ©rico, pero la originalidad de Proust consiste en librar Ć©l mismo el sentido esotĆ©rico y en no volver a entrar en el silencio eterno antes de haber entregado el secreto de su palabra.

En busca del tiempo perdido es la historia de una vocaciĆ³n, de la vocaciĆ³n de un niƱo que toma conciencia, lentamente y despuĆ©s de sinsabores sentimentales e intelectuales, de Ć©l mismo y de los personajes que le rodean y de los que se rodea. Al principio cree en la verdad absoluta de los sentimientos que experimenta; pero pronto constata con dolor que esos sentimientos estĆ”n sometidos a leyes impersonales a las que su vida interior, su vida mĆ”s Ć­ntima y la mĆ”s diferente, no ha escapado. Tal es la tragedia esencial de Marcel Proust, esa doble visiĆ³n que le da la madurez: visiĆ³n del mundo tal como lo siente, visiĆ³n del mundo tal como es en su mecanismo ciego. Con el amor y la vida mundana, con el arte, como sus centros de interĆ©s principales, constata que las personas amadas son intercambiables (ni mĆ”s ni menos que peones en un tablero de ajedrez o coches en una carretera), y que la gente de mundo no era mĆ”s que brillantes fantasmas por los que nadie se preocupa despuĆ©s de que han pasado. AsĆ­, actor y testigo, ha perdido su tiempo, ese tiempo que mata los sentimientos, maquilla los rostros, resuelve jugĆ”ndose situaciones irresolubles, hace todo lo que el esfuerzo humano no habĆ­a podido hacer, pero lo hace siempre ā€“hay que decirloā€“ a contratiempo, para que el individuo se persiga con el tiempo, juega al escondite con su memoria, no logra nunca su objetivo salvo en una ignorancia trĆ”gica de los motivos que le habĆ­an empujado a querer alcanzarlo. No es solo el tiempo lo que ha perdido: es la vida en sĆ­ misma, la vida en tanto que vivida actualmente, en tanto que querida, en tanto que experimentada y que se desvanece bajo la mirada como en un juego de espejos.

Es entonces cuando surge una revelaciĆ³n a la vez imprevista e inesperada. Un accidente de memoria (no hay otra palabra) le restituye su vida pasada, o al menos momentos, ā€œinstantesā€ privilegiados de ella. Siguiendo la llamada, remontando hasta la fuente, suspendiendo el vuelo del tiempo, Proust podrĆ” reencontrarse en la contemplaciĆ³n estĆ©tica de lo que habĆ­a perdido en la experimentaciĆ³n de la vida. La intuiciĆ³n estĆ©tica desempeƱa aquĆ­, muy exactamente, el papel que juega en otras conciencias la intuiciĆ³n mĆ­stica. Por ella abandona la altura de la vida para reunirse, como en un aleteo, con la altura de la contemplaciĆ³n; por ella se desliza deliciosamente en el tiempo a la eternidad. Agarremos primero ese momento privilegiado en el que la lenta oruga se metamorfosea en mariposa.

El acento perdido

Los bombarderos causan furor, me impiden dormir. Como hacĆ­a mucho tiempo que no tenĆ­a noticias suyas, pensaba en Ć©l y deseaba ardientemente volver a verlo. No desesperaba de evocarlo en mi cuarto oscuro, siempre habĆ­a creĆ­do que su cuerpo solo obedecĆ­a a las leyes del espĆ­ritu. Mi voluntad abierta comenzaba a entumecerse cuando, de repente, ligero como un volante, mi nombre saltĆ³ por la ventana abierta y vino a golpearme con sorpresa y alegrĆ­a. SaltĆ© a mi vez y puse la oreja. Del patio desierto, en la noche en llamas mostraba su voz, su milagrosa voz, prudente, discreta, abstracta, marcada, desdibujada, que parecĆ­a formar los sonidos mĆ”s allĆ” de los dientes y los labios, mĆ”s allĆ” de la garganta, en las regiones mismas de la inteligencia. Esa voz tejĆ­a a su alrededor una atmĆ³sfera ligera, un mundo desmaterializado, donde todo cuerpo se reducĆ­a a su cuerpo astral, donde no habĆ­a ya ni bombarderos ni metralla ni guerra. Mi impresiĆ³n no podĆ­a ser del todo imaginaria puesto que mi portera, imantada por esta voz, saliĆ³ del sĆ³tano en el que gemĆ­a y tuvo energĆ­a para indicar mi piso entre dos disparos del caĆ±Ć³n automĆ”tico que, en la esquina de la calle, bombardeaba el cielo.

Sin duda querĆ­a despertarme y como, leyendo en nosotros, iba mĆ”s rĆ”pido que nuestra conciencia e incluso que nuestra experiencia, ya no estaba muy seguro de recordar un dĆ­a en que hubiera dormido. Pero como protestĆ© sin embargo: ā€œEntonces, Āæno dormĆ­a? Es extremadamente peligroso quedarse despierto hasta tan tarde, y me sentĆ­a verdaderamente culpable de despertarle asĆ­. Tengo ganas de pedirle a mi hermano que escriba a vuestra seƱora madre para advertirle del peligro que tiene para usted estar en vela. De hecho, me voy ahora mismo…ā€ Se quedĆ³ de pie, la cabeza ligeramente inclinada sobre el hombro, el cuerpo rĆ­gido, mecĆ”nico y ligero como el de un mĆ©dium en trance y, girando sobre sĆ­ mismo como la luz de un faro, alumbrĆ³ con su inteligencia hasta el rincĆ³n mĆ”s pequeƱo del cuarto donde lo recibĆ­. Sus admirables ojos se pegaban materialmente a los muebles, a las cortinas, a las baratijas; por todos los poros de su piel parecĆ­a aspirar toda la realidad contenida en la habitaciĆ³n, en el instante, en mĆ­ mismo, y la especie de Ć©xtasis que se pintaba en su rostro era el del mĆ©dium que recibe mensajes invisibles de las cosas. Se deshizo en exclamaciones de admiraciĆ³n que no tomĆ© por halagos puesto que ponĆ­a una obra maestra allĆ­ donde sus ojos se paraban. Por fin, fijĆ³ en mĆ­ su mirada, que filtraba a travĆ©s de los rostros, y tuve la impresiĆ³n de que mis pensamientos golpeaban directamente su retina.

ā€œLe voy a pedir una cosa muy indiscreta, muy inoportuna, pero que explicarĆ” en un sentido, si no justificarĆ”, esta incomodidad que le causo y que sin duda no me perdonarĆ” nunca. PodrĆ­a, usted que habla italiano, pronunciar la traducciĆ³n italiana de sans rigueur?ā€ Enseguida, sin pedir explicaciones, pronunciĆ© ā€œsenza rigoreā€ con toda la claridad posible. ā€œĀæSerĆ­a demasiado pedir que lo repitiera ā€“dijo con voz suave y contenidaā€“. Una palabra extranjera que no sĆ© pronunciar me produce una especie de angustia. No puedo tener la intuiciĆ³n, poseerla, no puedo instalarla en mĆ­. Estoy obsesionado por ese sans rigueur italiano que tuve la ocurrencia de poner en un pasaje, por otra parte sin interĆ©s, de mi libro, y mi frase, con esas palabras que no entiendo, me produce el efecto de tener lo que los mecĆ”nicos llaman, creo, un lobo. Es casi intolerable.ā€ ArticulĆ© de nuevo ā€œsenza rigoreā€. Me escuchĆ³, los ojos cerrados, sin repetir la palabra que iba a resonar en el fondo de su memoria, y me dio las gracias con tanta efusiĆ³n como si acabara de llevarlo a visitar la iglesia de Balbec o la de San Marcos en Venecia. DespuĆ©s se fue, o quizĆ” se desvaneciĆ³, fantasma bienhechor, pero irritante tambiĆ©n puesto que se llevĆ³ de mi habitaciĆ³n formas, colores, olores y sonidos que yo no percibĆ­a jamĆ”s, lo que, por reacciĆ³n, me daba el sentimiento de vivir un millĆ³n de cosas desconocidas. No temĆ­a que fuera vĆ­ctima de los bombarderos. Lo creĆ­a invulnerable. Un ser asĆ­ solo puede sacar de Ć©l mismo el sufrimiento y la muerte.

Cuando, un aƱo mĆ”s tarde, descubrĆ­ en un rincĆ³n de A la sombra de las muchachas en flor, entre comillas, pĆ”gina 145, ese senza rigore evocador de rayo tosco y de dulce espiritualidad, comprendĆ­, mejor que despuĆ©s de un largo estudio, que en la obra de Proust, inervada por todas partes como un tejido vivo, la mĆ”s mĆ­nima palabra, quizĆ” la letra mĆ”s pequeƱa, representa un deseo, una inquietud, una experiencia, un recuerdo. Y ahĆ­ estĆ” su moral, en esa mĆ”gica caza de sensaciones, dura moral de la angustia, de la intuiciĆ³n integral y de la honestidad. ~

TraducciĆ³n del francĆ©s de Aloma RodrĆ­guez.

Publicado con la autorizaciĆ³n de los herederos de Ramon Fernandez.

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(PariĢs, 1894-1944) fue criĢtico literario y novelista. Colaborador de la Nouvelle Revue FrancĢ§aise, fue autor, entre otros libros, de Lā€™homme est-il humain? (1936) e ItineĢraire francĢ§ais (1943).


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