Arte: The return of Aztlan, Alfredo Arreguin

Zapata después de Zapata

La historia de cómo se ha retratado al “caudillo del sur” es tan importante como su biografía. Una exposición reciente ayuda a entender un siglo de representaciones visuales.
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La exposición Emiliano. Zapata después de Zapata es sin duda el esfuerzo más abarcador y ambicioso realizado en un foro público que busca capturar y comunicar, en términos visuales, la historia de la manera en la que Zapata ha sido recordado desde su muerte hace un siglo. Las casi ciento cuarenta obras –que van de pinturas y grabados a fotografías y películas– nos muestran a Zapata como una fuente de creatividad, así como un medio a través del cual transita la historia moderna de México y, al hacerlo, postulan que la historia de la imagen resulta tan importante como la historia de la persona.

La primera parte de la exposición (“Líder campesino”) se enfoca en la historia del hombre y los modos en los que su imagen se desarrolló mientras vivió. En la segunda sección (“Fabricación del héroe de la nación”) sigue su mitificación y nacionalización durante las primeras décadas posteriores a la lucha revolucionaria. La tercera parte (“Imágenes migrantes”) examina las dimensiones transnacionales de su imagen y, en particular, las formas en que esta se ha desplegado en Estados Unidos. Y la última sección (“Otras revoluciones”) explora la gran cantidad de permutaciones que ha tenido la imagen de Zapata desde hace cincuenta años, asociada a luchas que en ocasiones son muy distintas a la que sostenía Zapata, el hombre. Juntas, estas cuatro secciones muestran con eficacia la manera en que el significado de Zapata se ha ido desplegando a lo largo del tiempo.

Las primeras dos secciones de la exposición quizá son las más predecibles, aunque, en muchos sentidos, también son las más fecundas. Al centro de la primera parte hay imágenes fotográficas, como la de los zapatistas que cargan una imagen de la Virgen de Guadalupe hacia la Ciudad de México en 1914 o la conmovedora Esposas de zapatistas prisioneras de federales (ca. 1913), que permiten hacernos una idea del zapatismo como movimiento, de la experiencia viva de la Revolución debajo de ellas. Hay una selección excelente de fotografías de Zapata que son mucho más importantes para la exhibición en su conjunto. Estas fotografías no son solo el simple registro de un hecho histórico, pues detonan una reflexión sobre el esfuerzo que realizó Zapata por cultivar una imagen que ayudaría a su causa: en ellas Zapata posa, su figura está completamente inmersa en la lucha social de los campesinos del centro y sur de México. En estas quedan fijos los elementos clave de la llamativa presencia visual de Zapata –sus ojos melancólicos, el bigote y el sombrero, las cartucheras–, a los que vuelven una y otra vez las visiones artísticas que se han realizado después de su muerte.

Como complemento a las fotografías, la primera sección también incluye una atractiva selección de productos culturales del periodo: impresos, corridos e imágenes de periódicos y revistas. Dos piezas destacadas son el Documento basado en el Plan de Ayala, para el pueblo de Ixcamilpa, evidencia de la causa zapatista, y un grabado de José Guadalupe Posada inspirado en una de las fotografías más famosas de Zapata, de pie con un rifle y un sable, tomada en Cuernavaca en 1911. Una parte importante de este material es propaganda antizapatista, como la caricatura de un Zapata violento y cruel, con un arma aún humeante, El Atila del Sur (1911). Estas representaciones demuestran que la imagen de Zapata fue muy disputada durante la década revolucionaria. El curador Luis Vargas Santiago redondea la sección de manera creativa al utilizar los Kevlar fighting costumes (2015) de Nao Bustamante para considerar el papel con frecuencia ignorado de las mujeres en la Revolución. También incluye un grupo sorprendente de nueve obras en papel de la serie Los horrores de la Revolución (1926-1928) de José Clemente Orozco, que enfatizan la brutalidad del conflicto desde la perspectiva de un artista que se negó a romantizarla. Por último, una pintura solemne y poderosa de Luis Arenal y otra de María Izquierdo, colocadas junto a las fotografías del cadáver de Zapata, sirven como puente para la segunda parte de la muestra al sugerir que la muerte del caudillo tuvo una importancia crucial en la manera en que sería recordado.

En el corazón intelectual de la segunda parte de la exposición (“Fabricación del héroe de la nación”) se encuentra la obra de Diego Rivera, quien recontextualizó a Zapata de varias maneras. Como lo indica el título de la sección, el papel de Rivera como facilitador de la transformación de Zapata de un caudillo regional a un ícono nacional y centro moral de la Revolución fue fundamental. También hizo posible, aunque tal vez de manera inadvertida, la cooptación de Zapata como el padre fundador del Estado posrevolucionario. La exposición desarrolla un resumen instructivo de los murales de Rivera en un video, que se complementa con varias obras portátiles. La más importante de estas es su estudio para la pintura Zapata, líder agrario (1931), que muestra una faceta de sus reelaboraciones del caudillo al representarlo no como el charro, sino como un campesino indígena en calzones. Se trata de una insistencia posrevolucionaria clave: el indigenismo como fundamento de la identidad mexicana.

A lo largo de esta sección se muestran algunas maneras en las que otros artistas, muchos de ellos miembros del Taller de Gráfica Popular, reforzaron el acogimiento que Rivera dio a Zapata. En los grabados de Ángel Bracho y Salvador Romero González, Zapata se representa como parte de la tierra para enfatizar su causa. Otro grabado, este de Xavier Guerrero, combina la imagen de Zapata con iconografía comunista. El grabado de Luis Arenal, Repartición de tierras (s. f.), une muchos de estos hilos al vincular a Zapata con Lázaro Cárdenas y su reforma agraria, y sugiere algunas de las maneras en las que la imagen de Zapata comenzaría a resonar a lo largo de la historia mexicana.

La exposición también yuxtapone de manera efectiva la visión que tenía Rivera con la de Orozco, cuyas pinturas violentas y oscuras del caudillo en 1930 retienen una ambigüedad que evoca tanto la propaganda antizapatista como las obras anteriores de Orozco sobre violencia revolucionaria. Este acomodo nos recuerda que en las décadas posrevolucionarias no todos estaban de acuerdo en cómo interpretar a Zapata y su papel en la vida nacional.

Una vez establecido el sitio de Zapata en la identidad nacional mexicana, la tercera parte (“Imágenes migrantes”) explora el valor de esa expresión de mexicanidad en Estados Unidos. La imagen de Zapata es recontextualizada una vez más para resistir la discriminación en una nación en donde el Estado no tiene interés en su imagen. La pieza que mejor habla de este efecto transnacional es la obra de pop-art Los inmigrantes (1971) del Grupo 65, la cual retrata una serie de migraciones hacia y fuera de México. Comienza con la llegada de los mexicas de Aztlán, inspirada en los códices, y sigue con una imagen repetida de Zapata, una de ellas puesta de cabeza y otra que parece cruzar (o ser atravesada por) las fronteras. Otras obras expuestas son la película ¡Viva Zapata! (1952) de Elia Kazan y el cuadro The return of Aztlan (2006) de Alfredo Arreguin, donde Zapata aparece entre los íconos chicanos César Chávez y Dolores Huerta.

Hay dos tendencias generales en esta sección. Los artistas chicanos de la década de los sesenta, que vinculaban a Zapata con su propia lucha por los derechos civiles, necesitaban un revolucionario mexicano admirable e hicieron poco por modificar su imagen. Esto es notorio en el grabado de Emanuel Martínez, Tierra o muerte (1967) que, como Posada, se basa en la fotografía de Cuernavaca, en este caso, para enfatizar la lucha por tierras en el norte de Nuevo México; una segunda es la serigrafía de Rupert García de 1969 que reduce a Zapata a su contenido iconográfico elemental –ojos, bigote, cartucheras–. Pero también comienza a aparecer lo que yo llamo un sentido lúdico frente a la imagen, ya que artistas tanto de México como de Estados Unidos, después de 1970, empezaron a alejarse de las reproducciones directamente vinculadas con temas de justicia social y comenzaron a cuestionar la imagen misma. Por ejemplo, en Asesinato de Zapata con tiros verdaderos (1993), Rubén Ortiz Torres pinta el rostro del caudillo con el cuerpo del personaje de caricatura Speedy Gonzales para explorar los estereotipos sobre los mexicanos en la cultura estadounidense.

La última sección de la exhibición (“Otras revoluciones”) vuelve –en su mayoría– a México para considerar de manera más profunda las maneras en que los artistas han experimentado con la imagen de Zapata a lo largo de los últimos cincuenta años para criticar al Estado de un solo partido y para hacer propias las nuevas luchas sociales. Entre los primeros en emplearla de este modo fue Alberto Gironella en su exposición de 1972, El entierro de Zapata y otros enterramientos; el gran lienzo que estaba al centro de esa exposición, una compleja meditación sobre la muerte de Zapata y su subsecuente mitificación, está incluido aquí (en la exposición de Gironella esta obra se complementa con un collage que coloca la fotografía de Zapata en un pedestal compuesto por corcholatas que simulan ser balas y que constituyó una crítica temprana y muy directa a la manipulación de su imagen por parte del Estado; por fortuna, otros artistas como Arnold Belkin y Felipe Ehrenberg representan esa tendencia). En particular disfruté la escultura de 1979 de Grupo Suma que representa los pantalones ensangrentados que Zapata utilizaba cuando fue asesinado dentro de la caja de un extinguidor, con la instrucción “rómpase en caso de emergencia”. Mientras tanto, la obra de Belkin, Lucio Cabañas como Zapata (1985-1986), así como las obras de Arenal y Arreguin, evocan la reverberación de la imagen de Zapata en personajes históricos posteriores al tomar prestada la pose de Zapata en la fotografía de Cuernavaca.

La crítica de los años setenta a la apropiación que hizo el Estado de Zapata trajo consigo lo que podría considerarse una guerra de imágenes. Entre las ilustraciones notables de esta tendencia están las fotografías de Daniela Rossell de 2001, de un Zapata mercantilizado en las paredes de las casas de la élite mexicana, crudas demostraciones del extraño e irónico camino que la imagen ha recorrido. Otras obras cuestionan el machismo heterosexual de la imagen clásica que parecería haber hecho que, históricamente, la imagen sirviera más a los hombres heterosexuales que al resto de la sociedad mexicana. El artista chicano Daniel Salazar, en El mandilón (1995), coloca la fotografía de Cuernavaca sobre un fondo de amarillo brillante, reemplaza la espada por una escoba, el rifle por una caja de detergente y le pone un delantal en la cintura. Miguel Cano y Fabián Cháirez, mientras tanto, desnudan la imagen tanto del traje de charro como de los calzones y aprovechan su belleza masculina para dotarla de significado homoerótico. En parte, esto puede entenderse como el intento de otra comunidad mexicana para apropiarse de Zapata y, en parte también, como el intento por insistir en experiencias que el registro histórico con frecuencia ha ignorado –la fotografía del transgénero zapatista Amelio Robles, en la primera parte de esta exposición, sirve como advertencia para evitar asumir que el pasado fue de alguna manera un lugar más simple–. El controversial Zapata feminizado e hipersexualizado de Cháirez, utilizado para promover la exposición, demuestra de manera vívida cómo Zapata ha sido tironeado desde todas direcciones en un mundo cada vez más urbanizado.

“Otras revoluciones” cierra la exhibición con obras que nos recuerdan que los mexicanos del campo siguen teniendo sus propios usos y lealtades a Zapata, mientras luchan contra la pobreza y la marginación que no distan mucho de las circunstancias que motivaron a los zapatistas originales. La intrigante fotografía de Tom Nebbia de veteranos zapatistas en los setenta contra un muro de pintura descascarada sugiere esa especie de continuidad, mientras que las películas de Mariana Botey y una fotografía de Pedro Valtierra (Mujeres zapatistas cierran un camino, 1998) representan la fuerza del neozapatismo en Chiapas.

En suma, Luis Vargas Santiago y sus colaboradores han realizado una labor extraordinariamente sesuda para reunir una gran cantidad de imágenes que nos permiten estudiar todo un siglo de historia mexicana por medio de la figura de Zapata. Ninguna breve reseña le puede hacer justicia a la complejidad de estas obras y a la riqueza de la exposición en general. A pesar de mis propios esfuerzos para rastrear las maneras en las que Zapata ha sido recordado, utilizado y mitificado a lo largo del tiempo, he aprendido mucho de ella. Siento la tentación de concluir diciendo que hay aquí un Zapata para cada uno, pero como la exposición lo deja claro: Zapata vive y hay pocas dudas de que su historia seguirá desarrollándose en caminos insospechados. ~

Con la colaboración de Anne L. Perry.

Traducción del inglés de Pablo Duarte.

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es historiador y profesor investigador de la Universidad de Texas en El Paso. Su libro más reciente es La trayectoria póstuma de Emiliano Zapata, publicado en español el año pasado por Grano de Sal.


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