El último día del año

La última noche del año en un pueblo recóndito, cabras en medio de la carretera y un poema escrito en el año 757 en el que se busca un augurio para el año que empieza.
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De camino al pueblo en el que vamos a pasar la última noche del año encontramos que un rebaño de cabras ha invadido la carretera. El pueblo es muy recóndito y en él vive muy poca gente, así que es posible que estas cabras no hayan tenido la necesidad de abrirle paso a ningún otro coche en todo el día. Algunas pasean por el lado de fuera del quitamiedos y luego lo saltan con mucha habilidad y elegancia, como un caballo en un hipódromo pero en un ambiente más confuso y jaranero. Pasan junto al coche y algunas curiosean dentro y otras siguen de frente, pero más bien dan la sensación de estar dejándonos que las miremos. Con toda parsimonia se van apartando hacia las cunetas para dejarnos pasar, trepan a las rocas, pero algunas parecen estar pastando en el asfalto y no se retiran. Quizá allí sean capaces de encontrar algo nutritivo. Aunque más bien dan la sensación de estar demostrando que las que están en su territorio y saben comportarse son ellas, por mucho carnet de conducir que tengamos nosotros. Todas me gustan, pero me inspira especial simpatía una que tiene un cuerno a la virulé, como si se hubiese llevado un golpe de pequeña. La asimetría le da un aire atolondrado gracioso y enternecedor.

Antes de que anochezca del todo salgo a la parte de atrás, y a la luz del sol muy bajo me fijo en las ruinas de los edificios comunales donde antes los habitantes del pueblo, cuando eran más de los siete que por lo visto son ahora, guardaban el grano, y miro también las siluetas de las demás casas, y cómo se montan las colinas unas sobre otras y cómo destacan los contornos del par de árboles sin hojas, y se me ocurre que este mismo paisaje, tal cual lo veo ahora, lleva viéndose décadas y quizá siglos, y que el viento frío que siento ahora en la cara no se diferencia en nada del viento que sintió alguien hace décadas o siglos aquí mismo. Luego pienso que no podrían estar viendo lo mismo, porque no tendrían gafas y verían más borroso, así que me las quito para ver como ellos, pero entonces me doy cuenta de que no tendrían los ojos hechos polvo de las pantallas y de mirar siempre a distancias muy cortas, así que me las vuelvo a poner para ver con la misma claridad.

Al echar un vistazo a la biblioteca que hay en la casa tengo la vaga idea de darle el papel de augurio para el año al primer párrafo que lea al abrir uno de los libros al azar. Pero primero me llama la atención uno que no es exactamente un libro, sino una guía turística Berlitz de la ciudad de Venecia, y al abrirla encuentro un ticket de dos amaros que costaron 28.000 liras el 24 de octubre de 1994, en el café Lavena de la plaza de San Marcos. Hasta aquí ha llegado el ticket. ¿Quiénes los tomarían, qué harían después? Por fin saco un libro de Du Fu y encuentro este Poema de la aldea Qiang, escrito en el otoño de 757: “Al oeste, tal altas montañas, nubes rojizas / y el sol bajo que ilumina la llanura. / En el portal de ramas, el griterío de los pájaros, / y el viajero que vuelve tras cruzar más de mil li.  / El asombro de mi esposa y de mis hijos al verme. / Y luego, tranquilizados, nos enjugamos las lágrimas. / En este mundo alborotado, he vivido como huérfano / y ahora regreso vivo, solo gracias al destino. / Cabezas de mis vecinos asoman por todas partes / en lo alto de los muros que cierran / el patio de la casa que habito. / Oigo sus exclamaciones y sus lloros y suspiros. / En lo hondo de la noche / vuelvo a encender una lámpara / y es como vernos en sueños”, que no sé si da el tono del año pero que no es del todo ajeno al ambiente de esta noche, sobre todo percibido como ahora desde el piso de arriba, al que me llegan las voces, un poco atenuadas pero en las que se distingue la animación, de los demás preparando la cena.

Cuando se va el sol el campo se queda negro del todo. No hay ni una luz artificial y da miedo. Algo que dura un buen rato es una línea luminiscente detrás del otero. Quizá este pueblo no esté tan aislado. Quizá si uno sigue la carretera encuentre un poco más allá otro pueblo más grande. Aunque el silencio profundo y un poco escalofriante contradice la hipótesis. Puede que siempre, detrás de los oteros, en las noches muy negras, haya algo que resplandece y es posible ver durante toda la noche. Pero al cabo de un rato, cuando vuelvo a salir para hablar por teléfono con la gente con la que no voy a cenar, la línea luminosa ya no está. Y sigo hablando por teléfono y entonces me doy cuenta de que no tardan en empezar a distinguirse muchísimas estrellas.

En la casa hay dos perros muy grandes pero muy asustadizos. Uno de ellos es un mastín que tiene miedo o vergüenza de los invitados, así que nos recomiendan que no le hagamos ninguna monería y que incluso simulemos que no le vemos, y así se animará a estar dentro de la casa y no se escapará al campo oscuro. Con los cien kilos que debe de pesar, su actitud es sorprendente. Es como un personaje de El mago de Oz. Aparece otro perro de unos vecinos “maltratadores”. Este es más sociable: le encanta que le hagamos cosquillas si salimos al porche y pasa la noche con el hocico pegado a la cristalera con la esperanza de que le dejemos entrar. Encuentro conmovedor que se quede ahí fuera, moviendo el rabo cada vez que nos acercamos, como si esa cercanía con nosotros, aunque sea con un cristal de por medio, le bastase para aplacar el miedo de las criaturas a la oscuridad, o lo que él sienta. Acabamos por dejarle entrar, y como es blanco y negro y se pone cerca de los altavoces, y ensaya unos ciertos movimientos, lo llamamos Música. Entonces nos despistamos y de pronto oigo a la dueña de la casa: “este perro está haciendo pis”, y efectivamente entreveo al perro que ha entrado ni más ni menos que en el cuarto de baño, y mientras se acaba el chorro, me mira a los ojos, y no sé si quiere decirnos “perdón” o “gracias”.

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Es escritora. Su libro más reciente es 'Lloro porque no tengo sentimientos' (La Navaja Suiza, 2024).


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