“En la guerra no hay vencedores, solo vencidos”. “Todas las guerras son civiles porque todos los hombres son hermanos”, “La primera víctima de la guerra es la verdad”. Son frases antibelicistas y con una ligera pátina poética y solemne que todos hemos escuchado y hasta pronunciado alguna vez, especialmente cuando no sabemos qué decir o nos cuesta posicionarnos sobre algún conflicto (¿quién puede o quiere estar al día de todos los conflictos internacionales?). También pueden llegar a ser el recurso del bienqueda y del equidistante. Decir, por ejemplo, que en una guerra sólo hay vencidos en muchos casos equivale a diluir las responsabilidades repartiéndolas por igual, y a obviar hechos con un margen extremadamente estrecho de interpretación.
En el contexto de la guerra de Ucrania la primera víctima de la guerra no ha sido la verdad, sino los civiles fallecidos en las ciudades ucranianas por los bombardeos rusos, así como los combatientes de ambos bandos. Los hechos concretos son los siguientes: el pasado 24 de febrero de madrugada el ejército ruso comenzó a bombardear las principales ciudades ucranianas, a la vez que iniciaba una invasión terrestre por toda la frontera. A fecha de 2 de marzo, el Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos manejaba la cifra de 249 civiles fallecidos (8 de ellos niños) y 553 heridos. Por su parte, el Servicio Estatal de Emergencias de Ucrania informa de que ya han muerto más de 2.000 civiles ucranianos como consecuencia de la guerra. Sea como sea, en medio del baile de cifras propio de la incertidumbre del conflicto, los datos son ya lamentables. Las cifras de refugiados son más fiables y abrumadoras: según la ONU, más de 1 millón de refugiados han dejado ya el país.
Es Ucrania quien está sufriendo las consecuencias más devastadoras de esta guerra, no Rusia. Ni las culpas de su inicio ni las de su desarrollo pueden estar repartidas por igual. El alto representante de la Unión Europea para Asuntos Exteriores, Josep Borrell, vino a decir esto mismo en un discurso pronunciado este martes en el Parlamento Europeo: “Cuando un potente agresor agrede sin justificación alguna a un vecino mucho más débil, nadie puede invocar la resolución pacífica de los conflictos. Nadie puede poner en el mismo pie de igualdad al agredido y al agresor”.
Es verdad que las sanciones económicas impuestas por Occidente dañarán de manera catastrófica la economía rusa, pero no es comparable con la destrucción de infraestructuras y viviendas, el éxodo masivo de la población ucraniana y las víctimas que el conflicto va a dejar en el país más pobre de Europa. Es más fácil “reconstruir” la economía de Rusia, con un PIB similar al italiano y donde no se ha destruido nada, que la de un país que está siendo devastado por las bombas y vaciándose de población.
A las autoridades ucranianas tampoco les hace falta mentir para ganarse la simpatía de la inmensa mayoría de la comunidad internacional, que ha sabido distinguir de inmediato quién es el agresor y quién el agredido y ha apoyado de manera abrumadora al ejecutivo del presidente Volodímir Zelenski en el transcurso de esta semana. Solo estados parias como Tayikistán, Venezuela, Cuba o Bielorrusia apoyan abiertamente la invasión militar ordenada por Putin, que pese a poner en movimiento la máquina de propaganda parece no estar convenciendo ni a su población ni mucho menos a la ucraniana. Desde el pasado verano medios rusos como Rossya 1, RT y Sputnik han publicado noticias delirantes sobre supuestos genocidios en las regiones separatistas de Donetsk y Lugansk sin aportar pruebas de ello, así como teorías conspiranoicas que implicaban oscuras y turbias relaciones entre el gobierno ucraniano y los gobiernos y empresarios occidentales. A ojos del Kremlin esta iba a ser la cabeza de puente de la primera fase de la guerra: la guerra informativa. Tras 8 meses de propaganda (menos sofisticada que la de 2014, es cierto), Putin esperaba encontrarse una población mucho más convencida en casa y otra dócil en Ucrania. La evidencia de los hechos ha pesado más en la percepción de la guerra por parte de los ciudadanos de ambos países que la distorsión retorcida de la realidad.
En las guerras civiles (por norma general todavía más crueles e indiscriminadas que las convencionales), donde cada bando intenta atraer para sí a la comunidad internacional y procura tapar los crímenes propios, la tan manida frase de que la primera víctima de la guerra es la verdad puede tener algún sentido. Pero en el caso de Ucrania, donde las figuras del atacante y el atacado están tan claras y delimitadas, traerla a colación como argumento en favor de la paz sería, paradójicamente, faltar a la verdad. En esta guerra la primera víctima ha sido la población ucraniana; el primer verdugo en morir, las mentiras de las autoridades rusas, que han quedado al descubierto ante lo grave y obvio de los acontecimientos. De las cientos de frases elocuentes que han dicho tantos intelectuales, artistas y estadistas sobre la guerra solo hay una que puede resumir la tragedia, el reparto de responsabilidades y la preeminencia de la verdad de lo que está ocurriendo en Ucrania, la pronunciada por el segundo presidente de Estados Unidos, John Adams: “grande es la culpa de una guerra innecesaria”.
Daniel Delisau es periodista.