Leí Gárgoris y Hábidis en 1979 y me impresionó su erudición. Por eso, cuando años más tarde Dragó me invitó a presentar mi libro Las montañas de Buda en su programa de televisión, iba intimidado. Cuando no le conocías, Dragó imponía. Su personaje eclipsaba su persona. De aquella primera entrevista, que constituye uno de mis mejores recuerdos televisivos, surgieron dos cosas: el gobierno chino me consideró persona non grata, y nació mi amistad con Fernando. En la entrevista demostró que se había leído el libro y que le había interesado, me dejó hablar, me sacó “lustre” como hacen los buenos entrevistadores. Me dio importancia, que es lo que necesita un autor prácticamente novel con un libro bajo el brazo. Cierto es que le interesaba el tema, pero siempre me trató de la misma forma. Tenía el don de hacer que el entrevistador se sintiese a gusto y diese lo mejor de sí mismo. Más tarde, cuando esbocé el proyecto de un libro sobre grandes pensadores y místicos, se volcó en darme contactos, ideas, quería ayudarme. Era un entusiasta de la vida y un formidable contendiente cuando se trataba de proyectos literarios: con esa cabeza tan bien amueblada el diálogo era estimulante, el encuentro siempre resultaba fructífero.
Desde la televisión, que él nunca veía, Dragó fue quien más ayudó a fomentar la lectura en España. Era nuestro Pivot nacional, una cita ineludible en la promoción de libros. Cuando terminó su andadura en televisión, los autores lo lamentamos mucho. Nadie vino a ocupar su hueco, que por cierto sigue libre a día de hoy.
Le seguí tratando al filo de la publicación de mis libros, y siempre salía de sus entrevistas con la moral alta, contento de haber compartido unos minutos con alguien que daba la impresión de admirar tu trabajo. Era elegante en su forma de ser, en su esencia. Sé que esto puede parecer anatema, y que más de uno se escandalizará, pero Dragó era más grande que su personaje, más noble, más profundo. No había mezquindad en él, sino generosidad.
Y descaro. Sus excentricidades y su deseo de provocar eran una manifestación de su ego, que no soportaba lo políticamente correcto, las medias tintas, lo convencional. Necesitaba destacar, aunque para ello se pusiese a muchos en contra. Yo le dije que si hubiera nacido en esta época, le hubieran diagnosticado un síndrome de “oposición desafiante”. Se rio, pero no me dijo que no.
Y luego ocurría algo con Dragó: olvidabas su edad. Era jovial y parecía tener el secreto de la eterna juventud. Te mostraba la treintena de pastillas que tomaba al día o te daba una galletita de marihuana para pasar la tarde con buen cuerpo. Nadie como él para aprender a tomar de manera inteligente substancias psicotrópicas: era un maestro, como lo fue su amigo Escohotado, cuya muerte reciente le sacudió el alma. Sabía que pronto le tocaría el turno, pero siguió como si nada, y murió sin haber conocido decadencia alguna, sin dolor, en su casa rodeado de sus gatos, “esos maravillosos compañeros de escritura”. Y de Emma, su novia.
Su hijo Akela, de 10 años, publicó un tuit tan sencillo como desgarrador: ayer falleció mi padre. Cómo lo siento. Porque Fernando era un padrazo, hablaba con pasión de todos sus hijos, y recuerdo su emoción cuando Ayanta quedó finalista del Planeta.
Adiós, amigo. A todos los haters que a ti te encantaba cultivar, les diré una cosa para que sigan escandalizándose: que eras un tierno. A mí me queda el recuerdo de tu amistad cómplice, de tus travesuras y de tus sabios consejos. Te echaré de menos. ~
es escritor. Su novela más reciente es A prueba de fuego (Espasa, 2020).