La vida exagerada de estos chicos moldavos

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Vladímir Lórchenkov

Para llegar al otro lado

Traducción de Enrique Moya Carrión

Madrid, Nevsky Prospects, 2015, 192 pp.

Para llegar al otro lado es la primera novela de Vladímir Lórchenkov que se publica en castellano. En Rusia, Francia y Estados Unidos ya han tenido la oportunidad de aclamar este artefacto literario, tan ingenioso como los propios cacharros que inventan Vasili y Serafim, dos de los protagonistas de esta tragicomedia que transcurre en Moldavia, aunque con los sueños de todos sus personajes centrados en una Italia idealizada. Allí, sus vidas se transformarían en algo “luminoso y sencillo, como en la infancia”, según imagina Serafim, quien, en la escena que inaugura el texto, cree haber conducido al paraíso terrenal –léase Roma– a cuarenta y cinco compatriotas de su pueblo, haciéndolos pasar por deportistas profesionales. El jarro de agua helada llega inmediatamente después, cuando descubren que ni siquiera han puesto un pie fuera de su patria. Pero los habitantes de Larga, el pueblo natal de esta variopinta colección de antihéroes, seguirán intentándolo incansables, pensando en Italia como en un más allá paradisiaco donde trabajar limpiando casas se perfila como un proyecto más que apetecible. Esa Italia que ansían parece una obra de Marinetti, un país futurista donde “todo está mecanizado, todo engrasado, el hierro atruena, retumba”, como afirma Serafim, el más voluntarioso de los protagonistas, que cometió el pequeño error de aprender italiano empleando un manual de noruego.

A estas alturas ya nos habremos dado cuenta de que en la Moldavia que nos pinta Lórchenkov, cuyos “campos abatidos se cubren de flores desteñidas como los rostros de los habitantes locales”, el disparate se vive con absoluta normalidad: el submarino que fabrican Serafim y Vasili con restos de un tractor, transformado después en un vehículo volador inclasificable, deja en pañales a los de aquellos autos locos de los dibujos animados de Hanna-Barbera, donde personajes de lo más excéntrico competían en una carrera de coches de similares características. En Larga el tiempo se estira y se encoge a voluntad, de modo que los trenes llegan a retrasarse cuatro días; la línea que distingue el bien del mal está tan emborronada que la presencia de un carterista oficial de trolebuses es motivo de celebración y, por ende, este ha de contar con una medalla al mérito del trabajo; asimismo, la lógica de la ciudad permite que los estudiantes de veterinaria se matriculen solamente de segundo y cuarto cursos, sin aprobar ningún otro y, por supuesto, se percibe con naturalidad que el abuelo Ion, dueño de un cerdo lustroso, pretenda autotrasplantarse los riñones de su animal tras criarlo con esmero.

“A Moldavia nadie la necesita”, declaró en una entrevista el propio Lórchenkov acerca de su país, que se independizó en 1991 de la Unión Soviética y hoy en día sigue coqueteando con Rusia y soñando con formar parte de la Unión Europea. Esta afirmación radical y escalofriante del autor se filtra por toda la novela y permite al lector comprender la extraña lógica que rige los actos de sus protagonistas: cuando la realidad es monstruosa, lo coherente es narrarla con sus mismas herramientas, y eso parece saberlo muy bien su autor, quien además trabajó diez años como editor en la sección de sucesos de un periódico de su país.

¿Y si la realidad moldava superase la ficción ideada en esta novela? Esta pregunta surge a medida que avanzamos en las peripecias cada vez más intrincadas de estos personajes. La confirmación de que esto es cierto se encuentra en las numerosas notas a pie de página, que en un principio sirven para aclarar terminología, o para proporcionar información complementaria, pero que pronto establecen un fructífero diálogo entre el texto de ficción y la realidad moldava del siglo XXI, tan ajena a muchos lectores de otras latitudes. La letra pequeña de las notas parece ruborizarse al ir desvelando la información real que subyace en el texto y otorgarle así su carácter de sátira: las agencias de noticias Infotag y Basa-Press no existen solamente en estas páginas sino en la Moldavia tridimensional, los presidentes Voronin y Marian Lupu no son invenciones de Lórchenkov sino que han gobernado el país durante años, y el territorio de Transnistria realmente desea constituir un Estado independiente de Moldavia, a la que actualmente pertenece. Paralelamente, la Historia con mayúsculas se reinventa y fabrica a capricho en esta novela, así que no nos extraña que la lengua rumana sea considerada el verdadero latín, “y no esa lengua inventada que, durante muchos siglos, ha pasado por ser la auténtica lengua latina”, como afirma un científico moldavo en la novela.

Y aunque la mayoría de los detalles tengan un sabor tan intensamente Made in Moldavia, al terminar de leer esta sátira el lector encuentra un aire de familia inquietante que universaliza los disparates que en ella se narran. Y a la espera de que se escriba una obra equivalente en castellano, en la que los políticos corruptos que a diario pueblan nuestras pantallas salgan tan mal parados como los que protagonizan estas páginas, nos tendremos que conformar con seguir leyendo a Lórchenkov. ~

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