Hace unos años, en pleno primer mandato de Donald Trump, la comisaria jefa del Museo Guggenheim de Nueva York quiso gastarle una broma al presidente. Cuando Trump le pidió a Nancy Spector un cuadro de Van Gogh para decorar una de las estancias de la Casa Blanca, la comisaria se lo denegó y le dijo que podía ofrecerle en su lugar una pieza más acorde a su gusto: un retrete bañado en oro de Maurizio Cattelan. Había motivos de sobra para dudar del gusto estético de Trump, pero aquello no dejaba de ser uno de esos inside jokes que tanto gustan en el mundo del arte, chistes para entendidos que solo sirven para halagar la vanidad del bromista y sus amigos; un acto de esnobismo, en definitiva, que no hacía más que confirmar la imagen que muchos votantes se habían formado de las “élites”.
El segundo mandato de Trump está demostrando hasta qué punto son inofensivos chistes como aquel. Como se deduce de un artículo de Elena Vozmediano dedicado a los “artistas de Trump”, burlarse de los gustos del presidente es hablarle al vacío. Cuando se repasan las pinturas y esculturas que cita Vozmediano, ya sean encargos del propio presidente o regalos de sus aduladores, las nociones de buen y mal gusto se retiran, impotentes, a un rincón. Las obras resultan tan serviles que ni siquiera pueden considerarse propaganda, y casi todas supuran un patrioterismo delirante. Son el tipo de imágenes proclives a despertar un chovinismo prepotente entre muchos europeos, convencidos de que los productos más chabacanos de la cultura estadounidense responden a algún tipo de afección congénita o mandato constitucional.
A pesar de contar con pintores y escultores de corte, la estética de este segundo mandato de Trump se está construyendo, sobre todo, a través de imágenes generadas por inteligencia artificial. Su producto más acabado hasta el momento es aquella sórdida recreación de Gaza sin gazatíes, pero ahí están también esas ¿bromas? que lo muestran vestido de papa o luciendo una corona en una falsa portada de Time. Algunas de estas imágenes me rondaban la cabeza en mi última visita a la Academia de San Fernando, y me propuse buscar analogías más o menos razonables en sus colecciones. No hubo mucho éxito, aunque quise ver cierta sintonía espiritual con el Godoy repanchingado de Goya.
Siendo muy generosos, se podría comparar la imagen de Trump ataviado de guerrero intergaláctico publicada en la cuenta oficial de la Casa Blanca con el Hércules Farnesio que se exhibe en el vestíbulo de la Academia. Antes de que me apedreen los amantes de la escultura grecorromana (o yo mismo cuando relea esto dentro de un tiempo), me refiero a su exageración física, a su colosalismo. Hasta ahí las semejanzas. Bueno, quizá haya una más: el Hércules de la Academia también es fruto del deseo de un gobernante, aunque su proceso de elaboración fuera más laborioso que introducir una serie de prompts o palabras clave en un aplicación. (Ya que estamos: ¿quién escribe esos prompts? ¿El propio Trump, o un empleado respondiendo a su vez a los prompts que le sugiere el presidente?)
El Hércules imponente que recibe al visitante de la Academia es una copia en yeso de un original realizado por el escultor Glicón hacia el año 200 a. C., que es a su vez una versión libre de una obra perdida de Lisipo, creada un siglo antes. También es una copia de la figura de Flora —igualmente colosal— ubicada en el lado opuesto del vestíbulo. Su presencia en Madrid responde a un ambicioso proyecto artístico. En 1649, Felipe IV encargó a Velázquez que viajara a Italia para encargar copias de esculturas famosas de la Antigüedad, y a lo largo de un año el pintor viajó por distintas ciudades para elegir cuarenta obras que irían llegando a la corte de Madrid en los años sucesivos. Tras el incendio del Alcázar en 1734, algunas de las esculturas acabaron en la recién creada Academia de Bellas Artes, y hoy pueden verse en la segunda planta del museo (además de las dos del vestíbulo).
Felipe IV era un gran amante de la pintura y tenía una de las mejores colecciones de la Europa de su época, pero parece ser que la escultura le interesaba relativamente poco. Las obras que le encargó traer a Velázquez habrían respondido más a una necesidad decorativa que a un interés puramente estético. En cualquier caso, servían para embellecer las estancias del Alcázar y sin duda aportaban un toque de distinción erudita que no podía faltar en la sede de una corte tan importante como la española.
¿Se puede aprender algo comparando el arte que elegía exhibir un monarca absolutista del siglo XVII y el que eligen los gobernantes de las democracias actuales? La anacronía es una tentación muy poderosa, como nos recuerdan tantas películas de temática histórica pero, ¿son realmente comparables los usos que el poder ha hecho del arte a lo largo de los siglos? Sin duda, algo se quiere comunicar con las obras que decoran las estancias donde tienen lugar cumbres internacionales o firmas de tratados. La diferencia está en las personas a las que va dirigida la escenografía: al fin y al cabo, los gustos —reales o aparentes— de Felipe IV iban destinados a sus iguales, como mucho a algunos criados que pasaran por allí.
Hoy la escenografía es bastante más pública. Por no salirnos de España, cualquier espectador de telediarios habrá visto decenas de veces las obras de arte que decoran el palacio de la Moncloa. Predomina el arte moderno, empezando por los dos grandes lienzos de Esteban Vicente que aparecen en segundo plano siempre que el presidente del gobierno charla con un invitado en el sofá. Diría que este es el gusto dominante en casi todos los países. Lo que parece buscarse es que los cuadros y esculturas que capten las cámaras tengan un aire fácilmente reconocible como sofisticado y actual. Lo clásico —entiéndase: anterior a 1900— parece tener cabida solo si es un clásico muy clásico: si tienes la suerte de poder colgar un Tiziano, no lo escondas. Por lo demás, predomina lo abstracto y la figuración no tradicional, aunque preferiblemente sus vertientes menos inquietantes (Lucian Freud o Paula Rego son apuestas arriesgadas).
Esto venía a ser algo así como el consenso estético de la política contemporánea: aseada, moderna, no declamatoria. Cuando uno compara la oxigenada disposición de los cuadros de la Moncloa con el horror vacui y los apliques dorados del actual Despacho Oval, amenaza con activarse de nuevo esa latente condescendencia estética europea (en España, esto es de lo poco a lo que podemos agarrarnos ya). “Pero de qué nos quejamos —objetarán algunos—. ¿Acaso no ponemos el grito en el cielo cada dos por tres porque los políticos no leen libros? Seguro que las obras de arte modernas de las que se rodean no son más que un barniz. Puede que no comulgues con los gustos de Trump, pero al menos él no siente la necesidad de dárselas de cultureta”. No sé si es un gran consuelo.
Como han escrito ya muchos comentaristas desde que comenzó el segundo mandato de Trump, lo que se ha perdido es la hipocresía. También en lo estético. Y sí, puede que el líder tradicional nos haya estado engañando con una sofisticación de cartón piedra, pero es indudable que si un representante público elige mostrarse como un Rambo del espacio desde una cuenta oficial, te está faltando al respeto. Está por ver si el hecho de haber elegido representarse como un guerrero Sith en lugar de como un jedi —o sea, como uno de los malos de la película— es algo más que un desliz.