La onda sonora que llega a nuestros oídos se presenta de forma continua (comountodo), por lo que, para entender lo que nos dicen, nuestro cerebro tiene que identificar y separar las distintas palabras que la componen. No es este un trabajo baladí, ni sencillo. Para conseguirlo, en la conversación cotidiana usamos dos estrategias en paralelo: una de arriba a abajo, que consiste en adivinar lo que nos están diciendo, teniendo en cuenta el tema de conversación, lo que esperamos que diga el otro, etc. y otra de abajo a arriba, que identifica sonidos y elementos entonativos y, a partir de ahí, busca en el diccionario mental de qué palabras se trata.
El primer proceso, el de adivinar lo que nos están diciendo, explica nuestra costumbre de terminar las frases a los interlocutores más lentos. ¿No encuentras la palabra que estás buscando? No te preocupes, hombre, que yo te la doy. Explica también por qué algunas personas, después de mucho tiempo de convivencia, prácticamente no tienen que terminar ninguna frase. Solo con iniciarlas es suficiente para la comunicación. Y explica, incluso, lo que nos cuesta entender lo que dice alguien fuera de contexto (el inicio de una película, un aviso por un altavoz, un desconocido que nos aborda de pronto). En nuestras interacciones reales, la comprensión oral viene mediada por expectativas y los que diseñan las pruebas que miden esta competencia no deberían olvidarlo.
El segundo proceso, como decía, pasa por centrarse en los distintos sonidos. Pero esto tampoco es tan sencillo como podría parecer. No sé si os habéis parado a pensar que cada vez que pronunciamos un sonido, este es, en cierto modo, único. Nuestros estados emocionales (estar más contenta, más enfadada, más nostálgica), de salud (estar o no constipada), de localización espacial (hablar fuera o dentro de una habitación), de intención comunicativa (contar una anécdota sin transcendencia, revelar un secreto importante o pedir un favor), etc. conllevan cambios físicos en lo que pronunciamos. Y, sin embargo, los hablantes nos seguimos entendiendo. Hay una magia maravillosa que hace que nuestro cerebro identifique los sonidos del habla de un modo instantáneo, sin un esfuerzo consciente. Pero ¿cómo lo hace? Algunos estudiosos han llegado a decir que es una especie de sexto sentido.
La solución a este enigma parte del concepto de Rasgo distintivo. De todas las características de un estímulo, hay muchas que pueden variar indefinidamente y otras pocas que se mantienen constantes cuando hablamos una lengua concreta. A estas últimas (las distintivas) es a las que nuestro cerebro presta atención de forma inconsciente, obviando todas las demás. Una forma muy seductora de explicar este proceso es la teoría de los imanes perceptivos. Cuando aprendemos una lengua, adquirimos una imagen acústica prototípica para cada uno de sus sonidos (que los lingüistas llamamos fonemas). Y una vez adquiridas, estas imágenes funcionan como imanes para la percepción. La metáfora no puede ser más bella: nuestro cerebro recibe una señal nerviosa que depende de los rasgos acústicos del sonido (fundamentalmente, la frecuencia) y dicha señal se interpreta en virtud del imán que tiene más cerca. Este proceso, inconsciente, automático e inmediato es sumamente importante, dado que es el que nos permite distinguir pero de pelo.
Además, estos imanes perceptivos cambian de lengua a lengua, lo que explica un fenómeno que probablemente también os resultará conocido y del que esta semana nos hablaba La Letroteca en Twitter. Su nombre es soramimi y consiste en esa habilidad nuestra de interpretar las canciones en lengua extranjera con los sonidos y las palabras de nuestra propia lengua. Reconoceréis conmigo que el juego resulta muy divertido. Otro asunto es cuando esto nos pasa en una prueba de comprensión oral de una segunda lengua. Y es que cambiar los imanes perceptivos al pasar de un idioma a otro es una de las habilidades más difíciles de adquirir. Sobre todo para los que nos criamos en un ambiente monolingüe y crecimos creyendo que nuestra forma de entender los sonidos era universal. En efecto, la habilidad de cambiar de imanes con rapidez al pasar de una lengua a otra es una nueva ventaja de los niños que nacen en un ambiente bilingüe. Pero incluso nosotros podemos llegar a conseguirlo. Todo consiste, claro, en practicar mucho.
Nuestro cerebro es maravilloso (rápido, eficiente, creativo, plástico) y lo demuestra en cada una de las funciones cotidianas que nos permite hacer.
Mamen Horno (Madrid, 1973) es profesora de lingüística en la Universidad de Zaragoza y miembro del grupo de investigación de referencia de la DGA
Psylex. En 2024 ha publicado el ensayo "Un cerebro lleno de palabras. Descubre cómo influye tu diccionario mental en lo que piensas y sientes" (Plataforma Editorial).