En Rhodesia del Sur ningún miembro de la minoría blanca podía mostrar su desacuerdo con el racismo, y todo disidente era tomado por hereje y traidor. Doris Lessing, que vivió en la ex colonia británica 25 años, retrata ese sistema intolerante a la discrepancia: “No bastaba con decir ‘Fulano no está de acuerdo con nosotros, que somos los poseedores de la verdad’, sino que había que decir también ‘Fulano es malo, corrupto y un pervertido sexual’, por ejemplo”. El tiempo y la distancia nos muestra lo ridículo de esas posiciones, pero también lo difícil que es salir de la norma. De forma automática, nueve de cada diez personas se volverá contra alguien si el grupo lo exige, continúa la escritora en Vosotros al infierno, nosotros al cielo (1985).
No hace mucho esas nueve de cada diez personas se volvieron contra mí en un acoso mediático y popular que se llevó por delante varios años de vida, miles de euros y salud. Fue a causa de una denuncia falsa contra una página web que creé para satirizar el sensacionalismo mediático. La prensa me retrató como un criminal en decenas de artículos, a pesar de que todo lo relacionado con el caso era público y bastaba una búsqueda rápida en internet para encontrar los detalles. Pocos periodistas intentaron cumplir su cometido de informar verazmente, y quienes lo hicieron se encontraron con la censura de sus editores: al haber una autodenominada “víctima” prefirieron el moralismo fariseo de aparentar indignación y no preocuparse mucho por la verdad. La cobertura mediática condujo a linchamientos en redes sociales y cancelaciones en la vida real, como que me despidieran del trabajo. También a que, finalmente, mi presunción de inocencia saltase por los aires ante el tribunal: los jueces no podían desbaratar lo esperado. El resultado fue cárcel y cuantiosas multas en un proceso judicial que aún no está cerrado. No me extiendo en los detalles, que siguen públicos en la web que fue motivo de la condena.
Durante los meses que duró el torbellino, solo unas pocas voces salieron para contrarrestar el linchamiento. Destaco entre ellas a Germán Teruel en Letras Libres y a Juan Soto Ivars, que dos años más tarde recogió el proceso en su libro Nadie se va a reír. No fueron suficientes para detener la avalancha moralista con la que la prensa se retroalimenta como si de un “ciempiés mediático” se tratara, magnífica comparación que debo a Ernesto Castro: de forma semejante a lo que ocurre en la película con los humanos, en la prensa unos medios comen los excrementos informativos de otros.
Estos días está pasando algo similar con Carlos Vermut, y mi cuerpo recuerda la angustia de aquellos momentos. No he venido aquí a dudar de los testimonios de quienes le acusan ni a darlos por ciertos: ello requeriría un estudio pormenorizado y sosegado de las versiones y las pruebas. Solo pido prudencia a la hora de juzgar desde nuestro sillón orejero hechos que conocemos por terceros, y la prensa y las redes no son más fiables que el chismoso del pueblo. Ojalá mi caso pueda servir para reflexionar sobre ello; a quien vea diferencias con el de Vermut le pido que siga leyendo.
Hoy se conocen bien los efectos de la saturación de medios y plataformas: crispación social. Hay una dura competencia por la atención del público, y la mejor baza para conseguirla es explotar las emociones más primitivas. Mediante el rumor, el morbo y la desinformación, editores y algoritmos persiguen una indignación que parasite las buenas intenciones de la ciudadanía. Si un tema engancha y crea la suficiente expectación van tejiendo telenovelas a su alrededor, con todos sus elementos maniqueos: malos, buenos, y algo o alguien a quien salvar. La prensa se pone a sí misma y al público en el grupo de los buenos, e inmediatamente se autoposicionan en él líderes de opinión, políticos, etc. Los nueve de cada diez. Esas historias son simplemente basadas en hechos reales, aunque tienen la capacidad de crear realidad. Antonin Artaud, hablando sobre teatro, nos da la clave para interpretar correctamente a la prensa: “La imagen de un crimen presentada en las condiciones teatrales adecuadas es infinitamente más terrible para el espíritu que la ejecución real de ese mismo crimen” (El teatro y su doble, 1938). Pero todo esto no es más que el papel de plata con el que prensa y redes envuelven el contenido principal que ofrecen: la publicidad.
Mientras escribo esto nueve de cada diez personas están participando en el linchamiento a Vermut. Tiran piedras tanto gente anónima como personalidades de la política y el arte. Aquí piden el recuento de quienes no condenan al (ex) director, allí desprecian su padecer, como en otra época pedirían recuento de homosexuales o despreciarían a los cristianos nuevos. Creen que contribuyen a un mundo mejor al ser parte de esas nueve de cada diez personas y reaccionar impulsivamente contra un mindundi en redes porque el cuarto poder (¡el poder!) lo señala con el dedo. Como en mi proceso, no pueden tomar distancia de la indignación natural que les genera, pero puede que estén participando de algo tan grave como lo que están condenando.
Me permito ahondar en un ejemplo. A raíz de la acusaciones contra Vermut, una internauta se burla de la presunción de inocencia al tiempo que pormenoriza el sufrimiento de “la mayoría de las mujeres”: “Años de calvario por culpa del silencio, porque nadie nos cree o porque tenemos tanto miedo a no ser creídas que nos autodisciplinamos para permanecer calladas, con el miedo por dentro, la ansiedad, el insomnio, las somatizaciones (…). Dejamos de frecuentar espacios, lugares cotidianos, bares, calles, grupos de amistades”. No quiero comenzar una competición de victimismo, pero eso es, palabra por palabra, por lo que pasé yo. César Strawberry también da cuenta de algo similar en el proceso judicial que él experimentó. La internauta concluye con un llamamiento a acabar con el mal (“La solución es clara: involucraos en la lucha contra la violencia sexual, erradicad la existencia de violadores”) que me vuelve a recordar al mismo texto de Lessing: “Una vez superado este periodo de purga, vendrá una época de felicidad absoluta, de realización personal, en que el pecado ya no existirá. He aquí la estructura de pensamiento cristiano”. Cuanto más bello es un ideal, más dura es la forma de tiranía en la que se acaba convirtiendo.
La de Carlos Vermut va a ser otra telenovela basada en hechos reales. Yo contribuyo a ella con este texto. El mismo periódico que ofreció en exclusiva las acusaciones lamentaba al día siguiente la escasez de linchadores. Irán saliendo noticias sobre el proceso en los próximos meses y años e irá apareciendo más gente dándose golpes en el pecho. Pero a pesar de ello no van a desaparecer las agresiones y no se va a creer más a las víctimas; no van a salir ganando las mujeres ni la justicia. Solo va a sacar tajada el periódico que dio la información en primer lugar y, subsidiariamente, el resto del ciempiés mediático y las marcas publicitadas a las que van a exponer a sus lectores.
Si este artículo cae en manos inapropiadas tal vez me valga un nuevo linchamiento. Lo envío para su publicación con cierto miedo, pero ya no hay de dónde despedirme y he aprendido a identificar las falacias recurrentes en estas ocasiones: la falsa dicotomía de estar a favor de las víctimas o de la violencia sexual, el argumento ad hominem de “ya están los machitos defendiéndose entre sí”, la máxima de “el fin justifica los medios”, etc. Para evitarlos, y aunque debería ser innecesario, tomo aquí un par de líneas para explicitar de la forma más entendible para todo el mundo mi posición ante cualquier tipo de agresión: 🤮.
También he aprendido a romper, tímidamente, la espiral del silencio: no ser una de esas nueve de cada diez personas. Intento hacer aquí el texto que me hubiera gustado ver publicado en los peores momentos de mi proceso. Pero no es este un artículo en defensa de Carlos Vermut, a quien no conozco, sino un alegato a favor de la presunción de inocencia y un llamamiento a la prudencia. Debemos tomar siempre una posición crítica con la información que parezca complementar sin fisuras nuestra visión del mundo. En la era de la información es más difícil que nunca enterarse de algo.
Por lo demás, desearía que el caso fuera tratado con las debidas garantías y hubiese justicia para todas las partes, pero ambas cosas son ya imposibles. Lo mejor que podemos hacer hoy para contribuir a un mundo mejor es mantenernos alejados de la prensa. Luis Buñuel decía en sus memorias que la información es el cuarto jinete del Apocalipsis, y esta es la prueba de que tenía razón.