El año pasado se hizo viral en redes sociales chinas un poema escrito por el doctor Zhao Xiaogang, director encargado de cirugía torácica del Hospital Pulmonar de Shanghái. Su tema es el cáncer de pulmón, el más diagnosticado en China, y sus primeros versos dicen:
Soy la opacidad de vidrio esmerilado en el pulmón
una vaga figura envuelta en misterio y extrañeza,
como observar la luna entre las nubes,
como observar hermosas flores en la niebla.
No será coincidencia que uno de los movimientos poéticos más importantes de China a finales del siglo XX, cuando se asentó un panorama gris sobre ciudades prácticamente desérticas, como lo es Beijing, se bautizara “los poetas de la niebla”. Bei Dao abrió así su poema en prosa “Olas”:
Las calles y los tejados eran apenas visibles bajo una delgada capa de niebla, y cien mil ventanas resplandecían bajo el sol poniente, brillando con una luz extraña.
Niebla. Fue la explicación que dieron durante casi treinta años las autoridades y los pequineses a la bruma que escupían las plantas de carbón y las acerías, que llegaron a producir casi la mitad del acero mundial durante las primeras décadas del siglo XXI. En China no se hablaba de contaminación del aire antes del 2008 y el Estado no pensó en hacer nada para reducirla antes del 2011.
“Yo sabía que eso era smog porque viví en Los Ángeles, pero la gente realmente creía que se trataba de simple niebla. No teníamos en ese entonces información sobre la contaminación del aire, y eran más graves los escándalos de contaminación de alimentos, como la leche y la carne”, dijo Peggy Liu, la directora de JUCCCE Greening China Together, una de las principales organizaciones no gubernamentales dedicadas a la protección del medio ambiente en China. “Fue cuando vinieron los atletas a entrenar para los Juegos Olímpicos que la contaminación se hizo noticia mundial. Solo entonces los chinos comenzaron a entender y a reconocer el problema”.
La inquietante pregunta que a menudo me han hecho quienes viven fuera es: “¿crees que tendrás problemas de salud más adelante por haber vivido en Beijing?”. No hay respuesta y quizás he preferido no explorarla demasiado. Me acostumbré a que el sol de mediodía se parezca a la Luna o a Marte. Tanto que dejé de usar la máscara contra la contaminación y asumí una resignación malsana, incluso irresponsable.
Pero de pronto, hace tres meses, de un día para otro la contaminación en Beijing se acabó.
El cielo de un imposible azul abrió el invierno, época del año que, a causa de la calefacción, es la que normalmente tiene los más altos índices de materia particulada 2,5 –esos trocitos del grosor de una telaraña que se asientan en lo más íntimo de los pulmones y el torrente sanguíneo–.
Comenzaron los rumores, que es el medio de información en el que más confían los ciudadanos de un sistema totalitario. Que los orfanatos y casas de ancianos a las afueras de la ciudad se habían quedado sin calefacción, por ser obligados a apagar sus calentadores de carbón. Que los niños debían soportar temperaturas bajo cero en los colegios públicos. Que hubo despidos masivos por las industrias que se cerraron para limpiar la capital de China.
Hubo algo de cierto en todo esto. La calefacción de carbón en las afueras de Beijing fue rápidamente reemplazada por gas natural o eléctrica, que generó un aumento en los costos de la energía y en la producción de la misma (una serpiente que se muerde la cola, pues a la larga la electricidad también depende del carbón). El proceder aprisa para cumplir los objetivos anuales de reducción en la contaminación causó problemas logísticos. El suministro de gas fue escaso al principio y los calentadores eléctricos eran de mala calidad.
“A mis padres se les dañó el calentador que les dio el gobierno”, me dijo un amigo pekinés cuyos padres viven en las afueras y solían calentarse con carbón. “Ahora están pasando mucho frío. Cuando voy donde ellos los fines de semana no me puedo quitar la ropa de invierno para dormir”.
En Beijing respirábamos aire limpio y nos encogíamos de hombros ante situaciones como ésta, ocultando cierta satisfacción culpable. Durante una conversación salpicada de sarcasmo con una amiga dije: “En fin, todo tiene su precio”.
“Ya hablas como un chino”, respondió ella, que lo sabe porque es china.
El milagro ejecutado por el gobierno comunista me inspiró ilusiones más ambiciosas. Quizás sí era posible ganar esa lucha contra el cambio climático que, al igual que Jonathan Franzen , yo pensaba que estaba perdida.
“El principal motivo para la reducción en la contaminación de Beijing es que se han cerrado muchas refinerías de acero y aluminio que no cumplían con la reglamentación ambiental”, dijo Sophie Lu, directora para China de Bloomberg New Energy Finance. “También se han mejorado las plantas de carbón. Todo esto ha reducido las emisiones. Ya que todas las empresas son estatales, en realidad el impacto económico no es tan grande”.
Pero hace un mes regresó la contaminación y no ha amainado sino cuando sopla el viento, que es poco. Quizás el costo económico, aunque no era “tan grande”, resultaba demasiado alto para sostenerlo indefinidamente. Una golondrina, en este caso, no hizo la primavera.
Así que falsa alarma, o al menos la lucha continúa y se gana con pasos pequeños, a largo plazo: ese que el planeta ya no nos permite.
Me costó bastante escribir este extraño texto, concebido cuando la contaminación parecía cosa del pasado. Hoy puedo decir que en teoría ha bajado, pero no se nota.
Así que mi conclusión es opaca e inasible.
Es niebla.
(Bogotá, 1981) es un periodista que escribe para medios hispanoamericanos. Ha estado radicado en Sudáfrica y en China, y actualmente reside en Colombia.