Hace ya algún tiempo que vengo destacando el singular espacio que ocupa la obra narrativa de Pedro Sorela en el actual panorama peninsular y ahora he de insistir de nuevo en ello, y doblemente, porque en Ya verás –su última obra– el autor retorna al mundo abarcado en Viajes de Niebla (1997) y al de Trampas para estrellas (2001), sus dos novelas anteriores.
Siguiendo el esquema tripartito que caracteriza algunas obras de Sorela, Ya verás está dividida en tres partes. La primera –“Media historia del aviador y la tresmarina”– nos transporta de nuevo a Tres de Marzo, la capital de un imaginario país sudamericano, Santiago (ambos espacios de ficción se corresponden, respectivamente, con las Bogotá y Colombia reales), donde transcurría parcialmente Viajes de Niebla, pero en la historia que ahora se nos cuenta y que transcurre mediado ya el siglo XX, asistimos al momento en que aquel mundo de antes irá desvaneciéndose y cerrándose para derivar en lo que ya sabemos, o leemos en estas páginas: “por entonces Tres de Marzo tenía la reputación de ser la ciudad más peligrosa de América, junto a Nueva York, y una de las más arriesgadas del mundo. Allí, ya se decía entonces, allí era más caro
llevar a una novia a un restaurante que contratar a un asesino, y allí, según la prensa extranjera, los criminales de cuello blanco tenían tanto dinero que encargaban sus leyes a medida a un parlamento de sastres”.
En ese espacio y en aquel tiempo donde aún eran posibles los juegos y los viajes, transcurre parte de la niñez y la adolescencia de un joven –el narrador– que empieza a oír de labios de su padre la extraña historia de un piloto, Bernard, y una niña bien, Marina Uría. Extraña y trágica esa historia, por su desenlace. Extraña y enigmática porque así, tal como se hablaba de ella –entre alusiones y silencios, a ráfagas–, aquella historia que el joven querrá luego contar aflora en el relato, sorteando las vacilaciones y lagunas de la memoria. Y es que, según viene siendo rasgo destacado en la narrativa de Sorela, en la historia que se cuenta cabe también el cuento de esa historia. O, si se prefiere, dentro de la ficción, cabe la metaficción, aunque yo prefiero eludir la terminología de rigor para aproximarme en lo posible a un lenguaje –el de este autor– que, ante todo, sugiere y evoca (dado que no estamos metidos dentro de uno de esos artilugios que cuando enseñan el engranaje producen ruidos).
Lo singular de Ya verás, entre otras cosas, es el modo en que el autor va haciendo aflorar ante el lector –mostrándole– esguinces de aquel mundo desaparecido, fragmentos de una historia (y sus ecos) que sucede en escenarios que llevan incorporados a los personajes, o al revés, como escribe el narrador: “Acaso sea cierto que no hay escenarios, sólo personajes que llevan el escenario ya puesto”. Un narrador que se autorretrata como lector apasionado y como artista adolescente, alguien que, de muchacho, “hacía girar todos mis atractivos en torno al único que me parecía indiscutible, y era mi capacidad de hacer como si la vida real se pareciera a los libros en los que vivía como en la más exigente de las patrias”, dado que los sucesos de la vida real, las historias que contenían los periódicos le parecían “relatos de ciencia ficción desprestigiados por su barroquismo y el envoltorio de papel que manchaba”. Un muchacho desvelado por recordar para poder contar aquellas historias de las que su padre hablaba sólo a medias: “pedazos de historia o historias incompletas, si se quiere, y ésa es, creo, la razón más profunda de las que me convirtieron en escritor: el desafío, el deseo –eso hago– de alguna vez completarlas”. De ahí que en las páginas de Ya verás leamos reflexiones como ésta: “Aún no sé si la memoria es verdad o falsifica, y sospecho que no lo sabré nunca, pero en cualquier caso es lo único que pone orden y jerarquía en el tiempo”. U otras apuntaciones todavía más breves, que pespuntean el discurso narrativo: “Así, con una sospecha, comienzan las intrigas”.
La segunda parte de Ya verás –“Teatro en el cielo”– es un canto al arte de viajar –tan vinculado en Pedro Sorela a la propia escritura–, que tiene como centro a la joven Sol (o Soledad), “la azafata que corregía los destinos”, una criatura misteriosa y singularísima cuya identidad no desvelaré. El mundo de Sol –móvil, casi etéreo, proteico– atrae y genera una serie de historias de frontera que en algunos casos son perfectos y deliciosos microrrelatos (lo cual entronca esta novela con el otro libro reciente de Sorela: los Cuentos invisibles, a los que se alude también aquí). “Teatro en el cielo” contiene asimismo una elegía: la que cifra la muerte del Viaje en la era de la globalización y del turismo de masas:
Filas y filas de asientos sujetos entre sí que igualan a la gente sentada. Basta que uno solo estornude para que toda la fila se sacuda, igual que muñecos riendo sin chiste. Puede que lancen alaridos de fútbol o que enarbolen los sombreros comprados en sus vacaciones… Es inútil: las compras de relojes y chándals hacen que los viajeros se parezcan hasta que resulta imposible diferenciarlos, salvo en detalles
sin importancia: hombre, mujer, anciano… No se sabe muy bien cuál es la utilidad pero alguna debe de tener desde el momento en que todos los aeropuertos del mundo quieren parecerse y que sus pasajeros se parezcan.
Lo que esta veta narrativa tiene de crítica de la realidad presente enlaza particularmente con la tercera parte de la novela –“Nieve sobre un pez”–, en que reaparece el mundo de Trampas para estrellas, es decir, el espacio del Instituto Superior de Alta Exploración El Polo, donde ejerce de Profesor aquel joven artista soñador que había vivido su adolescencia en Tres de Marzo y que ahora, en su madurez, proyecta su lúcida
mirada sobre una realidad que atañe al mundo universitario, a los holdings de la información y poderes mediáticos, a la especulación inmobiliaria
y mobbing urbano y a los comportamientos y valores de una sociedad siempre entregada al espectáculo, pivotando entre la mascarada y la farsa, y regida por un pragmatismo tan obsceno como acomodaticio.
Allí reaparece Sol, y con ella la sorpresa y la posibilidad de la aventura (el viaje), de otra historia que no desvelaré porque para eso –para que el lector la conozca de primera mano y le llegue en estado de gracia, sin mediaciones innecesarias– ha escrito Pedro Sorela una novela que en nada se parece a lo que más abunda en las librerías. Una novela, Ya verás, que, como las otras del autor, no está aquejada del mal que diagnostica el Profesor: “El principal problema de la literatura moderna es que no le ocurre nada y, como enfermos sin más dolencia que el tedio, a la larga muchos escritores se tienen que inventar problemas o copiarlos del cine y a sus dolencias se les ve pronto el lado de mentira”.
Y lean ustedes también con mucha calma el arranque de esta tercera parte –el capítulo “Pájaros felices en el Aula 303”–, que encierra una excelente poética (y ética), la del autor, verbalizada a través de ese alter ego que es el Profesor.