El testigo irri tante
“Cuando digo que soy un escritor judío, no estoy diciendo que yo sea judío. ¿Pues qué judío es aquél que no recibió una educación religiosa, que no habla hebreo, que apenas conoce, en el fondo, las fuentes de la cultura judía y que no vive en Israel, sino en Europa? Alguien para quien Auschwitz es la identidad judía principal y quizá única no puede calificarse de judío en cierto sentido.” Imre Kertész (Budapest, 1929) revisa en el balcón del hotel Renaissance su intervención en el congreso “inútil” El legado de los supervivientes del Holocausto, que se celebra en abril de 2002 en Jerusalén. Contemplando la pálida puesta de sol en la ciudad que vio nacer a los dioses y en la que aquella misma mañana habían saltado por los aires cuerpos humanos destrozados al estallar el autobús procedente de Jaifa, busca los motivos por los que no puede solidarizarse con el pueblo al que pertenece. Un ejercicio de humildad y de sinceridad sin tabúes el discurso que pronunciará esa misma tarde titulado “Jerusalén, Jerusalén” (El País, 13-10-02), tan brillante y emocionado como parcial: “Nunca he desempeñado el papel de árbitro imparcial: se lo dejo a los intelectuales europeos, y no europeos, que juegan ese papel de manera tan excelente como a menudo dañina”. Un discurso tan interrogativo y tan proclive al autoanálisis como el resto de una obra narrativa y ensayística sólo reconocida tras la caída de los regímenes comunistas en los años 90. A partir de entonces se multiplican las traducciones de novelas como Sin destino, Kiddish por el hijo no nacido y El fracaso o de los ensayos Un instante de silencio en el paredón: el Holocausto como cultura y el recientemente publicado en España Yo, otro. Crónica del cambio. Se suceden también los bolos literarios por las grandes ciudades europeas y los premios que culminan el pasado mes de octubre con la llamada telefónica desde Estocolmo al Colegio de Ciencias de Berlín, donde trabajaba como profesor invitado y le permitía seguir escribiendo hasta el momento, al menos, en que cuelga el teléfono ya como Premio Nobel.
Traductor de Freud, Nietzsche, Canetti, Joseph Roth y Wittgenstein, Kertész es un escritor tardío que publica su primera novela, Sin destino, en 1975. La censura soviética en Hungría silencia ese y posteriores títulos que exploran, bajo el patrón de un dolorido autoanálisis, una interpretación del mundo a partir de un cuestionamiento radical de todas las ideologías y creencias de la civilización occidental en el siglo XX. Es la obra de una individualidad herida de muerte tras la supervivencia en campos de exterminio como Auschwitz y Buchenwald, causa de un trauma primigenio que se revela como experiencia fundamental en torno a la que se erige la propia identidad o, al menos, la búsqueda de ella.
Yo, otro. Crónica del cambio es un libro misceláneo escrito a la manera de un diario sin fechas en que se anotan las deliberaciones inconexas de un largo viaje por diversos escenarios y ciudades centroeuropeas. Deliberaciones inconexas porque no surgen de generalidades sino de la experiencia concreta e individual de un ser humano que inicia su cuaderno en 1991 con una escéptica mirada sobre los supuestos cambios políticos en Hungría y concluye en 1996 con la muerte de su esposa.
“¿Quién ha resucitado alguna vez, pero no para anunciar un milagro, sino con la mera intención de seguir viviendo y sin tomar conciencia siquiera de la resurrección? ¿Puede uno imaginar a Lázaro en el papel de Chaplin?” La libertad recobrada tras el kandarismo húngaro plantea la necesidad de marcharse muy lejos, pero también la seguridad de que no se hará. “Entonces tendría que renacer, transformarme… pero ¿en quién, en qué?” Lo que se inicia es una especie de peregrinaje físico y moral inmerso en la tradición de la doblez, de la distancia, de la doble personalidad, del estar dentro pero estar fuera, libre de prejuicios, dirigiendo la mirada hacia los individuos y no a las colectividades o grupos, desde la sinceridad del que no tiene nada que perder, descreído de los consensos y radicalmente apátrida: “Creo que siempre he querido vivir así: en un agradable piso alquilado (que no sea mío), entre muebles acogedores (que no sean míos), sin un hogar, con independencia, haciendo lo que me toca (en este caso traducir a Wittgenstein), en el extranjero, en un lugar donde me acompañan recuerdos de hechos que imagino, pero que tal vez nunca existieron…” La conciencia de no venir de ningún sitio y no ir a ningún sitio (Albert Camus como lectura de cabecera que se percibe en unos cuantos pasajes de Sin destino y también aquí junto a Kafka, Primo Levi o el propio Wittgenstein) surge de esa variante europea desarraigada que no consigue identificarse plenamente con la condición de judío que le ha sido impuesta. Kertész se siente partícipe de una minoría asumida como forma de vida espiritual basada en la “experiencia negativa”, a la que llega a través de su identidad judía: “Considero una iniciación todo lo que he tenido que vivir por ser judío. Iniciación en el conocimiento más profundo del ser humano y la situación del hombre en la actualidad.” En última instancia, esa iniciación se convierte en liberación: nación, patria y hogar son conceptos inaccesibles para quien vive como un exiliado y asume esa perspectiva como reveladora de su propia identidad: “Sólo poseo una identidad, la identidad del escribir.” Una escritura entendida desde los postulados de Ibsen cuando afirmaba que escribir es tanto como juzgarse a sí mismo. Por ello escribir supone un constante desafío para Kertész, intentando pensar de forma clara y sincera, enunciando dentro de sí lo que piensa, con claridad, con sinceridad, apartando todo tabú. Una escritura de marcado carácter filosófico, donde el pensamiento domina la narración. Pero en Yo, otro. Crónica del cambio el autor ni siquiera intenta poner orden en sus pensamientos dispersos y, en ocasiones, visiones apocalípticas a lo largo de ciudades como Viena, Hamburgo, Berlín, Múnich, Basilea, París, Tel Aviv (donde su necesidad del sol, el mar y la vida nos recuerdan a Mersault) y siempre la vuelta a temperaturas bajo cero, Budapest, el hogar no percibido como tal. El trasfondo sociopolítico de la transición en grandes capitales europeas a la caída de los regímenes comunistas es analizado en el libro desde la perspectiva personal de quien ha sido aislado por la dictadura comunista hasta hacerse invisible. Kertész reflexiona sobre los fenómenos que tuvieron lugar en ciudades como Budapest o Berlín tras la reunificación. Consciente en su propia carne de que es una forma de vida la que cambió y no sólo unos regímenes políticos, Kertész deja de ser un escritor marginal para convertirse, de repente, en un escritor conocido y recorre las ciudades citadas como invitado a lecturas, conferencias o discursos en torno al tema del Holocausto. Pero lo que le interesa a Kertész, y así se refleja en las páginas de Yo, otro, es el proceso de construcción de su propia identidad en un contexto totalitario como el vivido. De ahí que desenmascarar prejuicios dirigiendo la mirada hacia los individuos y no las colectividades sea el leiv-motiv del libro. En un proceso de constante autoanálisis, ese “yo extraño arraigado en mí” no cesa de plantear preguntas tanto sobre la propia evolución personal, el miedo a la frivolidad, a la ligereza, como sobre la evolución de la civilización occidental: sigue siendo importante la vida basada en la moral en un sentido clásico o basta con el crecimiento desaforado de poder; se precisa aún la seriedad humana entendida en un sentido básico para hacer prosperar la vida…
Pero también estamos ante un libro de respuestas, como la ofrecida ante la “estúpida” pregunta de que si ve alguna diferencia entre el fascismo y el comunismo: “El comunismo es una utopía, el fascismo, una práctica. El movimiento partidista y el poder unen a ambos, y es asimismo el fascista el que pone en práctica el comunismo.”
La traducción está en buenas manos con Adan Kovacsics, experto en literatura húngara y en la obra de Kertész en concreto. También la edición de la obra de Kertész bajo el sello El Acantilado ha estado hasta el momento en buenas manos, cuidada bajo criterios de honestidad, asumiendo riesgos cuando tiene mérito asumirlos. Ahora el pez grande lo tiene muy fácil. ~