Esta es la quinta entrega de Palabras latinoamericanas, una serie que busca entender el presente de la región a través de la literatura, y viceversa, a partir de palabras clave.
En algún momento de Las malas (2019), la novela autobiográfica de la argentina Camila Sosa Villada, un personaje exclama: “Yo me hice travesti porque ser travesti es una fiesta”. Al inicio de La Virgen Cabeza (2009), novela de la también argentina Gabriela Cabezón Cámara, se lee: “Pura materia enloquecida de azar, eso, pensaba, es la vida”. La mezcla de ambas citas bien podría servir para caracterizar el estilo de la novela trans, que, contra lo que pueda pensarse en una literatura más bien recatada en lo sexual como lo es la latinoamericana, goza de una reciente pero ya rica tradición.
Fue en la década de los setenta cuando este estilo tomó forma, en el cruce textual de un cubano con un argentino en el París que ya agonizaba como capital de la experimentación de cualquier índole. Digamos que Copi puso la fiesta, el teatro y el desvarío, mientras que Severo Sarduy se encargó del léxico, el hipérbaton y la intelectualización. En nada se parece la literatura de ambos, aunque comparte el mismo sustrato: una alegría vital expresada en la sintaxis subvertida y las escenas disparatadas; un ánimo provocador, más que nada por pasarla bien, pues los burgueses dispuestos a escandalizarse ya eran difíciles de encontrar, y un cuestionamiento radical a cualquier identidad estática y rígida –la sexual, más llamativamente, pero de la mano con la lingüística, la retórica y la nacional, pues hablamos de literatura–. Todo esto se lee en las frenéticas y carnavalescas novelas de Copi –El baile de las locas (1977), La guerra de las mariconas (1982)o La vida es un tango (1981), la única escrita en español– y en las enredadas y difíciles novelas de Sarduy –De donde son los cantantes (1967) y Cobra (1972)–, a veces renuentes a entregar la luz que sin duda las colma.
No fue casual ni espontáneo que se creara un estilo jovial, excesivo y por momentos melancólico en torno de personajes travestis –el término “transgénero” todavía no se había popularizado ni mucho menos distinguido de “travesti”–, que destruían toda convención sexual y narrativa a su paso. En su célebre reseña de El lugar sin límites (1966), que más bien puede leerse como un manifiesto, Sarduy es categórico al afirmar que “el travestismo, tal y como lo practica la novela de Donoso, sería la metáfora mejor de lo que es la escritura”. Copi y Sarduy vieron en la figura del travesti el símbolo perfecto del choque entre significados y significantes –como apuntó el segundo en “Escritura / travestismo” – y la destrucción de toda certeza identitaria, al tiempo que se construía una nueva, en perpetua formación y búsqueda de sí misma.
Esta propuesta travesti no dejaba de ser profundamente intelectual en su planteamiento. El encargado de popularizarla fue Manuel Puig, quien se dio cuenta de que la disidencia sexual podía subrayarse en los ambiguos textos de Foucault, pero donde se expresaba con mayor naturalidad, por reprimida que estuviera, era en la cultura popular. A las reflexiones teóricas de Sarduy, Puig les agregó el melodrama de la telenovela y el diálogo cinematográfico, y también la posibilidad de la ternura y el entendimiento como fin último y secreto del discurso rupturista. En El beso de la mujer araña (1976), Luis Molina –uno de los personajes más inolvidables de Puig–, con completa naturalidad y sencillez, formula la que probablemente sea la primera declaración trans de la gran novela latinoamericana: “Yo y mis amigas somos mujer […] Nosotras somos mujeres normales que nos acostamos con hombres”. No es casual que la declaración haya sido pronunciada en una celda, donde Molina purga una condena por su orientación sexual, y esté dirigida a Valentín, un revolucionario convencido de que la rebelión política se limita a la lucha de clases y de que él sí, a diferencia de Molina, es un auténtico y respetable preso político. A ninguno de los dos presos se les habría ocurrido que la revolución de uno estaba destinada a triunfar, mientras que la del otro conocería todas las formas de la derrota.
La conexión entre intertextualidad e intersexualidad –en palabras, de nuevo, de Sarduy– de estos tres grandes heterodoxos terminó trágicamente con las dictaduras latinoamericanas y con el sida –del que murieron Copi y Sarduy–, epidemia que, con sus connotaciones moralistas y estigmatizantes, anunciaba el fin de la fiesta en nombre de las buenas costumbres y el regreso al orden. Parecía que, en el mejor de los casos, ante tal panorama desolador, solo quedaba administrar la muerte, como narraba Mario Bellatin en Salón de belleza (1994), en un estilo lacónico, contrapuesto al de la palabra exuberante de sus predecesores.
Pero el estilo trans ya estaba allí, con su vocación nocturna y marginal, con su fulgor y su algarabía, con sus excesos deliberadamente fuera de lugar. Había que rescatar este estilo y transformarlo, tanto en el texto como en la vida, como lo hizo desde los arrabales de Santiago de Chile Pedro Lemebel, quien escribió algunas de las crónicas más hermosas de la literatura latinoamericana, que pueden leerse como una poética de la noche y una política del cuerpo, y viceversa (ver “Cuerpo”, en esta serie). En lo que respecta a la novela, el siglo se inauguraba con Sirena Selena vestida de pena (2000), de la puertorriqueña Mayra Santos-Febres, que representaba exactamente todo lo que la novela no debía ser en esos tiempos de prosa bien portada, tramas coherentes y narraciones eficientes.
En Sirena Selena vestida de pena el estilo dinámico, eufónico y lúdico se regodea en el sonido, el sentido y el ritmo de las palabras con todo el repertorio de las figuras retóricas, y recrea un español puertorriqueño que no le hace el feo al anglicismo, al lirismo ni al kitsch, con boleros de música de fondo. La lengua es inestable y fluida como Sirena, la joven trans que aspira al estrellato y que pasa la noche en la esquina, el cabaret o el hotel de lujo siempre cantando boleros como nadie, pues “del centro del pecho le sale un gorjeo de pena percudida, pero siempre fresca, tan antigua y tan fresca como el mismísimo mal de amores sobre la faz de la tierra”.
Aparte de narrar el viaje de San Juan a Santo Domingo y de Santo Domingo a Nueva York en busca de la fama, la novela describe la transformación a través de la cual Sirena se convierte “en quien en verdad era”, como lo atestigua el juego de pronombres que del masculino pasa poco a poco a un femenino predominante. Con la trabajada espontaneidad que solo consiguen los narradores más dotados y artificiosamente construida con los materiales más relucientes de la lengua –en un barroco que fluye y que no se corta el paso a sí mismo–, esta novela puertorriqueña reivindicaba la posibilidad de elegir la identidad o de serle fiel pese al mundo en contra –Sirena no estaba para debates metafísicos a punto de salir al escenario– y, de pasada, se rebelaba contra una estética literaria cada vez más homogénea y estandarizada.
A pesar de su riqueza literaria, de haber formado una breve pero existente genealogía con un estilo específico y una misma visión de mundo caracterizada por su mutabilidad, la novela trans permanecía en los márgenes, en sintonía con la comunidad que representaba y cuyas reivindicaciones no tenían mayor espacio en el debate público ni en la política institucionalizada. No obstante, ya bien entrado el nuevo milenio, de la mano de colectivos y de ONGs, y con un apoyo decidido de una parte influyente de la sociedad, las demandas de las personas trans cobraron protagonismo y se generaron avances legales inconcebibles pocos años atrás. Estos logros no fueron aislados; se consiguieron junto con otras conquistas de colectivos tradicionalmente discriminados, entre las que destacan la interrupción voluntaria del embarazo o el matrimonio igualitario. El proceso no estuvo exento de polémica y aun de violencia, con la siempre inestimable ayuda de las redes sociales, un caldo de cultivo favorable a toda clase de conspiraciones.
Si la primera parte de este texto se dedicó a explorar el surgimiento y el afianzamiento de un estilo literario con el que se ha representado a las personas trans, fue con la intención de mostrar que desde hace décadas existe una reflexión estética y social sobre su identidad, cuya especificidad y realidad son tales que dieron pie a una retórica. En muchas ocasiones, no sin cierto oportunismo y también con una genuina intención de comprender, la literatura reacciona a las transformaciones de la sociedad o a ciertos acontecimientos de gran repercusión; pero existen otras, más sugerentes desde el punto de vista literario, en que la literatura anuncia los cambios por venir, y lo que pareciera iniciarse con una mera indagación estética se convierte en un pronunciamiento ético y un avance social. A este último apartado pertenece la literatura trans, que seguía produciendo obras de sorprendente calidad, como La Virgen Cabeza, que continuaba la línea de Sirena Selena pero con cumbia villera en lugar de bolero. El barroco plebeyo de esta novela, la primera de Gabriela Cabezón Cámara, se volvería imprescindible en la nueva literatura latinoamericana (ver “Risa”, en esta serie).
En la novela trans también podrían hallarse algunas de las pistas que explican la transfobia, que, sin pudor alguno, se expresa en distintos ámbitos con una normalización alarmante; un desprecio que no se toleraría de estar dirigido a otro colectivo. En la época de las políticas de las identidades, la trans resulta especialmente compleja, pues opera en un sentido paradójico: al tiempo que reclama sus derechos y se construye al igual que la de otros grupos, cuestiona la noción misma de identidad, en este caso de género, y plantea que toda certeza identitaria es ilusoria. De esta forma, se confirma mientras se cuestiona, naturaliza su condición al tiempo que problematiza las demás y formula de manera permanente, más allá de las respuestas de moda, la interrogante de si en lo que sea que seamos y en lo que sea que nos defina predomina el destino o la voluntad, la naturaleza o la cultura, la objetividad impuesta o la libertad de la subjetividad. Para una época alérgica al matiz y rendida a las simplificaciones, lo trans, en esencia contradictorio, resulta demasiado complejo.
En este contexto de reconocimiento de los derechos de la comunidad trans irrumpió Las malas, de Camila Sosa Villada, ya no como una propuesta marginal y experimental, sino en el centro mismo de la literatura, a nivel estético y como fenómeno editorial. Las malas retomaba los aspectos medulares de la retórica trans –ese lirismo desesperado, rabioso y frenético– y lo actualizaba de manera portentosa con la hibridación de distintos géneros literarios, tan en boga en la literatura contemporánea. Así, el libro oscila entre el testimonio autobiográfico –el descubrimiento de la identidad de niña encerrada en un nombre y en un cuerpo de niño, el rechazo de la familia y las noches de prostitución en el parque Sarmiento de la ciudad de Córdoba– y una novela cercana en algunos momentos al realismo mágico, poblada por travestis que cambian la piel por plumas y se convierten en pájaros o que, bajo la luna llena que alumbra sus noches de amores pasajeros, se transforman en lobizonas.
Entre ambos extremos, entre el testimonio biográfico –la fusión de autora, narradora y protagonista permite leerlo así– y la novela fabulosa, están la crónica que describe a la comunidad travesti que se acaba convirtiendo en familia, la solidaridad de quienes comparten las noches clandestinas de trabajo y fiesta, y el humor y la ternura que afloran en medio de la sordidez y de la violencia. Al igual que en el resto de las novelas trans, el resplandor de la lentejuela y el reflejo de la bola de espejos discotequera concentran la luz, pero si brillan es por la oscuridad que reina tras ellas.
Es desolador leer cómo las mujeres trans de estas novelas van desapareciendo porque fueron asesinadas –el transfeminicidio de La Manuela en El lugar sin límites marca otro punto inaugural de la novela trans– o porque murieron de alguna adicción o de una enfermedad curable pero letal por estar marginadas del sistema de salud. Es igualmente desolador leer que prefieren no hablar de su pasado porque provienen de un lugar –una familia o un país– que las expulsó. Por más que intentan insertarse en la sociedad, esta las expulsa a la calle o las encierra en una celda, y, en la rara ocasión en que lo logran, el costo que tienen que pagar por ello es darle la espalda a la comunidad que las arropó. Así se lo reprocha la protagonista de Las malas sin ninguna complacencia, al contar cómo convirtió a sus compañeras de noche y exilio en material literario, tras abandonarlas y, cuando regresó a buscarlas, ya no encontró a ninguna porque era demasiado tarde y el mundo que alguna vez habitó ya solo era literatura.
Tras el éxito de Las malas, la novela trans podía optar por dos caminos: el de su normalización o el de su radicalización. Eligió ambos.
La normalización puede leerse en Inacabada (2023), de la chilena Ariel Florencia Richards, que narra el viaje de Juana, una joven trans, a un congreso en Nueva York para presentar una ponencia sobre obras de arte inconclusas. Con los viáticos del congreso, Juana invita a su madre para intentar, durante el viaje, recuperar la intimidad perdida y hablar sobre su transición y nueva identidad. Socialmente, Inacabada es una gran noticia, pues el espacio de la protagonista ya no es el parque prostibulario, la cárcel, la clínica de adicciones o el hospital psiquiátrico –como sí lo es en los cuentos neoyorquinos de Las biuty queens (2019), de la también chilena Iván Monalisa Ojeda–, sino el museo, la biblioteca y el hotel, ya no de paso sino turístico. Además, la inserción de Juana en la sociedad se da de manera natural –se mueve con facilidad en los más altos círculos académicos, a diferencia de la protagonista de Las malas, que oculta su identidad en la universidad–, y el mayor conflicto que su condición le presenta es la aceptación por parte de su madre, quien tampoco la rechaza tajantemente, a diferencia otra vez de la novela de Sosa Villada, cuyo padre la amenaza de muerte. Literariamente, sin embargo, Inacabada me resulta algo decepcionante, por su estilo plegado a la escritura neutra y al minimalismo homogéneo y eficaz que sigue primando en la novela contemporánea.
Aun así, Inacabada, al contrastar con la prosa de la novela trans, exhibe una posibilidad: que esa fiesta estilística en el fondo sea una condena, pues surgió como una respuesta a la marginación. No deja de resultar lógico y tranquilizador que, conforme la comunidad trans conquista sus derechos, la rebelión estilística resulte innecesaria o pueda incluso convertirse en un pastiche con mayores señales de agotamiento que de vitalidad. Salvo que se diera un paso más allá, como lo da Chapeo (2021), del dominicano Johan Mijail.
La novela cuenta la errancia por Santo Domingo de un par de amigxs –así se identifican–, en busca lo mismo de sexo que de la visa estadounidense, de playa, piel y música que de una reivindicación de la posibilidad de ser sin renunciar a su origen ni a su sexualidad. El paseo rápidamente se convierte en un manifiesto, escrito en una neolengua que mezcla, imposible y virtuosamente, los términos más espantosos de la academia con el idioma más salvaje del sexo, en la que conviven con total naturalidad Foucault y Nicky Jam con Fanon y Daddy Yankee. Al tiempo que se dinamita el “régimen heteroblancociscolonial” –esa “memoria corporal que existe únicamente para dar sustento al esquema de enriquecimiento de los otros”–, se reivindica la cultura popular, del reguetón más sexualizado (“por qué nos gustaba tanto el perreo y no los hombres que perreaban detrás de une”) al espiritismo caribeño, en busca no de construir un nuevo sujeto, sino de aceptar y resucitar, al fin, “los cuerpos y las cuerpas que fueron lanzados al mar”.
Aunque parezca imposible en esta época de cinismo y complacencia, Chapeo resulta, al fin, políticamente incorrecta, y compila, de manera insolente, en las no muchas páginas en las que no pasa gran cosa, los principales discursos subversivos que están en el aire, del anticolonialismo más radical al lenguaje inclusivo más cortés. Lo mejor de todo es que lo hace con humor y una completa irreverencia, como cuando el protagonista acude al Museo del Hombre Dominicano a preguntarle al director por “las mujeres negras, las mujeres indígenas y las mujeres sin vagina”. En cada una de sus páginas, Chapeo obliga al lector a tomar postura a favor o en contra de su discurso, con lo que recuerda que ese capricho que es el gusto literario también es un posicionamiento político.
Naturalmente, las reflexiones que pueda suscitar la literatura trans de ninguna manera pueden desviar la atención sobre lo prioritario: garantizar los derechos básicos a las personas que la encarnan. En este sentido, aparte de su riqueza literaria, la lectura de este conjunto de obras permite acercarse a la identidad trans y ver, durante unas cuantas páginas, el mundo desde su mirada. Con ello, y aunque no sea su objetivo explícito, estas obras permiten entender a una comunidad históricamente marginada e intervenir en su inclusión en la sociedad.
Ojalá que dentro de no mucho puedan leerse como el testimonio pasado de una injusticia y no como una denuncia presente. Pero, aun así, en esa utopía de la normalización de cualquier forma de ser, mantendrán su potencial subversivo: de la misma forma en que cada novela cuenta el tránsito de género de su protagonista, leídas en su conjunto evidencian la inestabilidad de cualquier identidad. La novela trans nos dice que, al igual que ella y que sus protagonistas, todo siempre se está transformando para mantenerse fiel a sí mismo. ~