Estos diarios se escriben solos, afirma el autor en la primera página de la vigésimo segunda entrega de los suyos, correspondiente al año 2008. Y tiene razón, por más que en algún momento añada la coletilla de que también hay que corregirlos “siete u ocho veces” antes de darlos a la imprenta. Alude Trapiello sin alarde, aunque también sin falsa modestia, al hecho comprobable de que, a estas alturas, su diario se ha convertido ya en una presencia incontrovertible, que sus allegados aceptan como una realidad, o una fatalidad, inseparable de su autor. Le ocurre con sus amistades literarias, que de alguna manera “posan” para la posteridad cuando interactúan con él, o ensayan curiosas estrategias para conjurar el peligro de verse retratados de un modo no favorable: hay, por ejemplo, como puede leerse en esta entrega, quien escribe su contra-diario, o su parodia adelantada del diario al que pretende neutralizar.
El propio diarista anota, refiriéndose a su familia: “Lo mejor es que hiciéramos como los Tolstói, que todos llevaban tres o cuatro diarios cada uno”. Está legitimado el autor, por supuesto, a bromear con el peso y la presencia que estos libros han ido adquiriendo en su entorno; lo que es también un modo de señalar su inevitabilidad, el hecho de que casi se escriban involuntariamente, lo que es tanto como decir que se benefician de la evidencia, más que documentada en la historia de las artes, de que hay procedimientos creativos que, a partir de cierta edad, o de cierto grado de desarrollo de las propias capacidades, se convierten en gestos naturales de quien los ha practicado durante toda su vida.
La escritura de estos diarios fluye como la respiración: todo artificio parece haber desaparecido de ellos, incluso algunos de los más acreditados, como el habitual elemento fantástico que solía adornar el relato del primer día del año con el que invariablemente se abre cada entrega. También en esta, que el autor ha titulado Diligencias para poner una nota de oficiosidad y empeño burocrático en lo que ya no es otra cosa que su modo natural de interiorizar sus experiencias, el público –quiero decir, los propios personajes que comparecen en el diario, y que son también sus lectores– pide al autor un cuento de fantasía: que hable con los pájaros, como suele hacer, o que aparezcan misteriosos invitados venidos de otro tiempo.
Pero lo que el autor les brinda es el relato del simple vuelo de una lechuza, sin misterio ni fantasía alguna, salvo quizá la que su mujer, M., ha querido ver en él: que esa lechuza, símbolo de la filosofía, de algún modo se había dirigido a ella. Y es curioso que el diarista, convertido ahora en simple testigo de una fantasía delegada, seguramente inducida por su propio hábito de inaugurar el año bajo el signo de lo mágico, se limita a encogerse de hombros, a riesgo incluso de provocar –Trapiello no oculta nada– una desavenencia conyugal. Porque el verdadero elemento fantástico, el que no podía faltar, es el que hemos anticipado y el propio autor había anunciado desde la página primera: estos diarios se escriben solos, como solos se pintaron los últimos cuadros de Velázquez o se escribieron los poemas de vejez de Bergamín, por citar dos precedentes gratos al autor.
Y es esa naturalidad la que dicta que, a la altura de su vigésimo segunda entrega, la presente recupere la variedad, el gusto por la discontinuidad y la querencia juguetona que caracterizaba a las primeras, en detrimento de las largas crónicas, a veces de más de un centenar de páginas, que tanto peso habían tenido en algunas de las más recientes. En Diligencias, por el contrario, el autor recupera el ágil contrapunto entre la narración de su intimidad familiar, sus impresiones de flâneur urbano y su dificultosa convivencia con el medio en el que profesionalmente ha de desenvolverse, el mundillo literario; y no tiene inconveniente en ocupar decenas de páginas intermedias con aforismos –más abundantes en esta entrega, se diría, que en cualquiera de las anteriores– o simples destellos de observación que de algún modo apostillan o complementan lo que se ha dicho por extenso en los fragmentos más largos.
Ni que decir tiene que este desorden aparente, esta voluntaria textura de “silva de varia lección”, se rige por un calculado sistema de recurrencias, variaciones y ecos, como una sinfonía. Véase, por ejemplo, el tema que Trapiello enuncia en el breve prólogo, el del escritor que urde su obra a solas en una playa y presupone la presencia del lector: “¿Qué estamos haciendo aquí? Tú, leyendo este prólogo, yo escribiéndolo”; y que adquiere un sorprendente giro cuando, trescientas páginas más adelante, el autor, leyendo un suplemento literario en una playa de Cádiz, toma por interlocutor de sus pensamientos a un niño paralítico cerebral al que sus padres y hermano han dejado solo bajo la sombrilla, mientras se bañan. Si al lector del prólogo el autor le reconocía el derecho a marcharse –“Tú, si te aburres, puedes levantarte e irte”–, está claro que ahora las prerrogativas de su impedido interlocutor son otras: quizá el poder de cuestionar con su simple presencia, que es la de las desvalidas criaturas velazqueñas, el mundo de impostura al que el autor pasa revista. El diario se escribe solo, sí, pero ante testigos; y es obligación del testigo preguntarse por su papel.
Hay también recurrencias de más largo alcance, si acaso más sutiles: las que hacen resonar en la memoria del lector ecos de bromas, parodias, juegos verbales que tuvieron su importancia en otras entregas. Cuando Trapiello recurre, por ejemplo, en la página 18 de esta, a las palabras “infamia” e “ignominia”, solo los muy fieles recordarán que el autor se burló hace años del uso abusivo de esos términos pomposos por parte de ciertos escritores en permanente pose de indignación. Lo mismo puede decirse de otras recurrencias verbales.
Y cabe postular que esa música casi oculta, en la que quizá apenas reparamos, como apenas notamos las muletillas de un interlocutor al que estamos acostumbrados a tratar, apela a un nivel de familiaridad con el lector que supera ampliamente el que podamos esperar de cualquier obra literaria; y que es esa confianza inducida la que permite que los momentos culminantes del relato –cuando el autor, por ejemplo, se cruza en el portal con una anciana enferma, a la que conducen al hospital, y anota cómo ésta se despide con la mirada de su entorno cotidiano– aparezcan despojados de todo patetismo y obren en el lector el efecto de que le han abierto una ventana a cosas en las que a menudo no repara o no se atreve a mirar cara a cara.
Y ya vamos agotando el espacio que es prudente dedicar a una reseña. No hemos mencionado a ninguno de los personajes del medio literario a los que el autor suele aludir por sus iniciales, ni al desenlace, por la muerte de su protagonista, de la novela de QR, una vieja y amarga historia que se entremezcla con los recuerdos de juventud del autor y a la que este se había referido en entregas anteriores. Sobre el valor del componente satírico de los diarios de AT hay opiniones encontradas. Es, qué duda cabe, un potente aderezo, sin el cual al relato crudo de la pura intimidad le faltaría el adecuado contrapunto; por más que, como ha ocurrido con otros elementos de este diario, ha ido adquiriendo con el tiempo nuevos matices.
Da la impresión de que Trapiello ha cobrado afecto a sus viejos antagonistas, a quienes parece agradecer que luzcan de vez en cuando las “habilidades” que los han puesto bajo su punto de mira. Y aunque todavía no les perdone según qué cosas –la estafa subvencionada del arte moderno, la mentira oportunista, el nihilismo irresponsable–, puede decirse que ha aprendido a verlos como parte de un circo al que es difícil sustraerse y que quizá sea mejor tomarse con humor. Lo hay, abundantemente, aunque tornasolado de muy humanas melancolías, en Diligencias. Si es que ambas cosas, humor y melancolía, no han de ir siempre unidas.
es escritor y crítico literario. En 2016 publicó el diario Efémera (Takara Ediciones).