Vivimos obsesionados por la imagen pública, y al mismo tiempo la reputación puede destruirse rápidamente: por un desliz, por un error actual, por un malentendido o por un fallo de un pasado que, con la tecnología, nunca queda atrás. Hemos pasado de imaginar internet como un reino de libertad al capitalismo de vigilancia, donde empresas gigantescas se enriquecen con nuestra información, con datos de nuestras vidas y de las de quienes nos rodean, que entregamos casi sin darnos cuenta o como si no tuvieran importancia. Las fronteras de lo privado y lo público se han desdibujado, y establecer nuevos límites es una de las tareas de nuestro tiempo.