Durante siglos, los editores han convocado epítetos no siempre favorables: “cohortes del diablo” los llamó Goethe, “intermediarios útiles”, los definió Wilde, una caricatura mercantilista que desentona con la célebre recomendación de sir Stanley Unwin: “Si buscas ante todo dinero, no te hagas editor.” Criatura híbrida, que combina la capacidad crítica del buen lector con el talento práctico del empresario, el editor parece destinado a maquinar desde la invisibilidad los felices encuentros entre autores y lectores. “Una digna sombra”, ha dicho Andrea Palet para resumir los atributos del editor ideal.
El siglo XX ofreció a un puñado de figuras españolas e hispanoamericanas oportunidades únicas para transformar la cultura literaria de la lengua, ya sea con la publicación de clásicos del pensamiento, la apuesta por escritores desconocidos o la difusión de ideas que permitieran entender una época. Los perfiles que presentamos en este número –cuyo título rinde homenaje a un libro de Mario Muchnik– describen contextos diversos, sensibilidades únicas, problemas económicos de toda índole, pero están unidos por esa misma tenacidad que caracteriza a las empresas imposibles. Sus historias ejemplares nos recuerdan que editar es algo más que un arte, un oficio y un negocio. Es una forma de ordenar el mundo.