En el país del miedo

Toda la retórica de Donald Trump regresa una y otra vez al miedo. 
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Hace un par de meses visité Nueva York para grabar un reportaje sobre Donald Trump. Aproveché para visitar por primera vez el museo que recuerda los ataques terroristas del 11 de septiembre. Construido en las entrañas de las Torres Gemelas, el museo es una caverna tétrica y solemne. Los hierros retorcidos, las voces de los sobrevivientes y los rostros de los desaparecidos comunican una angustia que no tiene paralelo en nuestros tiempos. Hay, claro está, otros grandes horrores contemporáneos, pero algo hay distinto en el calibre teatral del 11 de septiembre, la magnitud del ataque y su repetición audiovisual (“el momento en el que todo el mundo tuvo miedo al mismo tiempo”, me dijo de manera memorable Antonio Navalón alguna vez).

De todo el museo, me quedo con el recuerdo de una pieza en exhibición. No es la famosa cruz hecha de vigas, ni el camión de bomberos doblado como juguete de latón. Pienso, en cambio, en una caótica fusión de materiales llamada The composite. El colapso de las torres fue tan violento que varios pisos de los edificios quedaron fundidos en trozos de fierro, concreto y quién sabe cuántos materiales más. El resultado es algo que parece un meteorito: una representación deforme y concentrada del dolor. Aquel día en el museo me le quedé viendo por varios minutos, tratando de hallar la silueta de algún objeto intacto, algo que mantuviera la semblanza del orden y, pues sí, la paz. Sólo encontré una forma de la angustia hasta entonces desconocida para mí. Para ser franco, sentí temor.

He recordado mi visita al museo en el sur de Manhattan para tratar de explicar lo que ocurre con Donald Trump y, más allá de Trump, con la política estadounidense en general. ¿Cuál es el factor que explica lo que ha pasado? Uno de ellos, por supuesto, es la frivolidad de la cultura de este país. Baste un dato revelador: en el año 2000 había cuatro programas de realidad (reality shows) en la televisión estadounidense. Hoy, el número es cercano a 200. A eso hay que sumar la polarización noticiosa y el efecto de las redes sociales, poco propicias (por decir lo menos) para el debate tolerante, y el resultado es un caldo de cultivo perfecto para el populismo histérico. Trump y los que lo apoyan son la manifestación colectiva de lo que representa aquella pieza que tanto me estremeció en el museo del 11 de septiembre: el factor del miedo.

El 11 de septiembre introdujo la amenaza terrorista a la psique estadounidense. No está de más recordar que, hasta antes de 2001 (y, quizá, de 1993 en el mismo WTC), el territorio continental de Estados Unidos sólo había sufrido un ataque planeado desde el extranjero, perpetrado por un tal Pancho Villa en 1916. Se dice fácil, pero el sentido de invulnerabilidad del país cambió para siempre hace 15 años. Una de las muchas consecuencias ocurrió en la arena política, donde el miedo comenzó a jugar un papel central en la toma de decisiones, desde la polémica estrategia de inteligencia hasta la invasión de Irak, descaradamente promovida por el gobierno de George W. Bush con el miedo como principal “argumento”.

Desde entonces, el temor ha rondado la vida pública estadounidense, amenazando con trastornarla de manera definitiva. De hecho, el miedo sólo se ha mantenido al margen de la lista de preocupaciones (e incentivos electorales) en Estados Unidos porque no había surgido un político suficientemente descarado para intentar aprovecharlo de verdad y, claro, porque no había ocurrido un nuevo ataque en territorio estadounidense. Ambas cosas han cambiado en la segunda mitad de 2015. Toda la retórica de Donald Trump regresa una y otra vez al temor: miedo a los inmigrantes, miedo al poder económico de otros, miedo al Estado Islámico, miedo a todos los musulmanes. El mensaje de Trump no podía ser más claro: Estados Unidos vive amenazado y el terror, el verdadero terror, está a la vuelta de la esquina. Se trata, por supuesto, de un miedo irracional: es más probable morir de sífilis que en un ataque terrorista. Pero el temor es enemigo natural de la razón y Trump lo sabe (o lo intuye) bien. Así se explica el éxito de su estrategia, y mucho más ahora que la realidad le ha regalado una justificación tras la masacre de San Bernardino.

De ahí que Trump se haya fortalecido rumbo a la candidatura republicana. El horror en San Bernardino parece haber justificado su retórica de exclusión y prejuicio. De seguir por el mismo camino, será complicado que el Partido Republicano maniobre para elegir a otro candidato. La lógica indica que, si Trump finalmente se impone, Hillary Clinton tendrá al alcance las llaves de la Casa Blanca. Pero hay que tener cuidado: el miedo, latente en la sociedad estadounidense por 15 largos años, parece haber comenzado a despertar. Subestimar su poder de convocatoria sería un error. Y ni hablar de lo que podría ocurrir si la realidad, últimamente tan cruel, nos tiene reservado otro episodio de sangre y horror en Estados Unidos. Entonces sí, sálvese quien pueda.

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(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.


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