Héctor Manjarrez
Útil y muy ameno vocabulario para entender a los mexicanos
México, Grijalbo,
2011, 301 pp.
Si uno se asoma a este o aquel manual de dialectología, uno termina por descubrir que un mexicanismo es la palabra, frase o acepción usada “de modo característico y exclusivo” en el español de México. Si uno persiste y consulta algunas de las muchas recopilaciones existentes de mexicanismos (el Índice de mexicanismos [2000] reúne 138 publicadas desde 1761), uno se topa justamente con palabras, frases y acepciones, simples o complejas, cultas o populares, sincrónicas o diacrónicas, que en teoría distinguen la lengua de los mexicanos. Uno también encuentra que muchas de esas recopilaciones presumen de ser más o menos científicas y de haber empleado los criterios más modernos de la lexicografía a la hora de seleccionar sus vocablos y definir y anotar sus acepciones. Al final es fácil acabar convencido de que los mexicanismos, cómo no, existen y están ahí, obvios y redondos, listos para ser capturados y transcritos en un nuevo diccionario.
Pero los mexicanismosno existen así nada más ni están expuestos en la superficie. Para empezar, esas voces rara vez tienen una proyección nacional y nunca se limitan a las fronteras del Estado: o son localismos que circulan en unas partes y no en otras, o son expresiones que el emigrante ya arrastra consigo y que justo ahora repite en un rancho de California o en un dinner de Brooklyn ante un boliviano que pronto imitará y diseminará la frase –con lo que esta, ay, dejará de ser un mexicanismo y pasará a ser patrimonio de otros. Aparte, esas voces podrán circular por toda la república pero jamás lo harán parejamente: significan cosas distintas en cada uno de los círculos sociales que atraviesan. Finalmente y más importante: ¿cómo diablos identificar un mexicanismo? ¿Cómo saber si esta o aquella palabra, en apariencia tan mexicana, es de veras exclusiva del español de México? ¿Cómo asegurar que chancludo, parranda y ¡sobres!, por ejemplo, son expresiones que suenan solo en el país y no también en un oscuro barrio de Tegucigalpa o entre algunos ancianos de Asunción? Para asegurarlo habría que contar –como ha señalado Gabriel Zaid– con una serie de diccionarios que registraran confiablemente el castellano hablado en cada uno de los países hispanos y realizar, entonces, una detallada comparación de todos ellos para ver qué palabras comparten unos países con otros y cuáles, en efecto, despuntan en solitario. Desde luego que no existen esos diccionarios y por lo mismo, digan lo que digan las academias, no hay mucho de ciencia en esto de pescar mexicanismos y demás geolectos. A final de cuentas, el lingüista –da lo mismo si es experto o aficionado– elige arbitrariamente unas palabras y discrimina inexplicablemente otras, a la vez que se obstina en fijar en unas pocas líneas significados siempre múltiples y siempre cambiantes.
Todo esto para decir que acaban de aparecer dos recopilaciones de mexicanismos: el vapuleado Diccionario de mexicanismos (2010) de la Academia Mexicana de la Lengua y el Útil y muy ameno vocabulario para entender a los mexicanos de Héctor Manjarrez (ciudad de México, 1945). La primera, está claro, es una investigación realizada por un equipo de lexicógrafos y avalada por una institución académica; la segunda es obra de un escritor que anotó durante diez años palabras y expresiones escuchadas aquí y allá, y al que solo avala su trabajo anterior: cuentos, novelas, ensayos. La primera contiene cerca de 11,400 voces –muchas menos que las treinta mil del Diccionario (1959) de Francisco J. Santamaría– y acompaña cada una con marcas gramaticales, de uso y de ámbito geográfico; la segunda incluye alrededor de 2,800 expresiones y ofrece solo una definición y uno o dos ejemplos de su empleo. La primera –¡horror!– elige como norma el español de España –es decir: la variante peninsular– y difunde, por carambola, una noción bastante colonizada de mexicanismo (todo aquello que se pronuncia en México y no en España); la segunda –más astuta– elude fijar una norma y recoge con generosidad expresiones usuales en México, sin atender demasiado sin son o no exclusivas del país o si se entienden o no en la muy ilustre Castilla. La primera –finalmente– se obstina en ser científica y, por lo mismo, arrastra escrupulosa, metódicamente su absurda definición de mexicanismo; la segunda sospecha que todo diccionario es al fin y al cabo una pieza de creación y, por lo mismo, apuesta al humor y el relajo. Un áspero trabajo académico y un divertido diccionario personal: ¿qué es mejor?
Por supuesto que no hay manera de saberlo. En el Diccionario uno agradece la limpieza editorial y las marcas gramaticales, pero echa de menos definiciones más atinadas y ejemplos más inspirados. En el Vocabulario uno admira el buen oído de Manjarrez y celebra muchas de sus definiciones y casi todos sus ejemplos, pero extraña algo del rigor de recopilaciones más sistemáticas. En última instancia no importa decidir qué libro es mejor. Importa notar que ambos ejercicios son válidos y, claro, insuficientes: la lengua no es propiedad de nadie –ni de los académicos ni de los escritores–, y todo intento por detenerla y definirla no puede ser sino un fracaso más o menos escandaloso.
Hablando del Útil y muy ameno vocabulario para entender a los mexicanos: es una lástima que al ingenio de Manjarrez no lo haya acompañado un trabajo editorial más riguroso. Tan sencillo: el libro hubiera ganado montones si un editor hubiera uniformado algunos criterios y organizado de mejor manera las entradas. Se habría evitado que algunas voces aparecieran registradas dos veces (“pechonalidad” y “mucha pechonalidad”, por ejemplo) y que otras pocas (“dar el batazo” en vez de “dar el gatazo”) fueran transcritas con erratas. Más importante: se habría depurado la disposición alfabética de las entradas e impedido que expresiones como “darse color” y “feria” aparecieran, desatinadamente, bajo las letras C (de “color”) y U (de “una feria”). Tampoco le habría venido mal al libro imitar la estructura típica de casi todos los diccionarios y presentar, primero, el lema (digamos: “poner”) y luego, al interior de la entrada, todas las variaciones y locuciones posibles (“˜ como dado”, “˜ inyección”, “˜ parejo”, “˜ un cuatro”). De ese modo el libro se hubiera ahorrado algunas páginas y muchas repeticiones.
Bah. La verdad es que al final estos desperfectos editoriales terminan siendo secundarios y que el Vocabulario resulta –de la A a la Z– un libro atestado de hallazgos y virtudes. Para empezar por alguna parte: ese sentido del oído que tanto se le ha elogiado a Manjarrez luce aquí como nunca y detecta expresiones que la Academia, con su equipo de lexicógrafos, no registra:
pomingo. Domingo con pomo, chupe, trago: “Este sabadito alegre tira para pomingo.”
teikirisi. Tómatelo con calma, no te encrespes.
Además: este libro supone otra vuelta de Manjarrez al pasado inmediato –y no tan inmediato– del país (Christopher Domínguez: “Manjarrez cosecha lo que para Reyes es el más ingrato de los tiempos en literatura: el pasado inmediato”), viaje del que regresa con expresiones ya casi en desuso o, de plano, de su propia imaginación histórica:
ahumar. Videograbar a un servidor público cuando recibe dinero de un particular que es precisamente el que lo graba.
babadrai (o babadry). Dícese del pulque, que es muy espeso (y por analogía con el refresco Canada Dry): “Ya casi no hay pulcatas donde echarse su babadrai.”
fufurufu. Rico, elegante, creído: “¿Te crees muy fufurufu?”
Martatitlán. Durante seis años se le llamó así a la residencia presidencial y de Marta Sahagún, esposa de Vicente Fox; también: Los Pinos, Ciudad Sahagún: “Te fotografiaron al salir de Martatitlán, no te hagas.”
(las) nenas abiertas de América Latina. Parodiando cierto libro de Eduardo Galeano, se decía de las refugiadas políticas de Sudamérica, a las que se les imputaba cierta facilidad para encamarse, en comparación con las mexicanas de entonces, más recataditas.
Pero sobre todo, y para acabar de una vez: el humor, la inventiva, los repetidos fogonazos:
desapoderamiento ilícito. Jerga policiaca para denominar el robo: “Aquí al señor lo aprehendimos en flagrancia de desapoderamiento ilícito de un vehículo cuatro puertas color gris.”
dona. Ano: “Lo único que no enseña Madonna es la dona.”
emo. Persona joven que disfruta de estar deprimida.
muy aplaudido. Muy viejo, muy ruco, muy arrugado: “Redford ya se ve muy aplaudido.”
purrún. Problema, bronca, pedo; excremento: “No hay purrún con el purrún de tu perro, no te preocupes, nomás límpialo.”
pedo premiado. Emisión humana de gas acompañada de líquido: “Se me salió un pedo premiado en el baile, olvídate.”
tomar café. Morirse: “No, mi abuelito no votó, él ya tomó café hace tiempo.” ~
es escritor y crítico literario. En 2008 publicó 'Informe' (Tusquets) y 'Contra la vida activa' (Tumbona).