Durante un largo trecho de la década de los noventa, San Sebastián se convertía cada año en la capital de Europa Central. Eran apenas cinco días de julio en los que políticos, periodistas, escritores e intelectuales del club de Visegrado (Polonia, Hungría, República Checa y Eslovaquia) se reunían en el Palacio de Miramar para contrastar ideas y experiencias de una transición que contaban en directo. Tras las largas sesiones de mañana, un breve paseo desembocaba en el restaurante Txomin, donde las conversaciones continuaban en una animada confusión de idiomas variopintos que periodistas españoles con habilidades lingüísticas inusitadas, como Attyla Nagy, Jorge Ruíz Lardizábal o Fernando Valenzuela, se afanaban en traducir. Después de un escueto menú vasco de aperitivo, tres platos y dos postres, llegaba el momento culminante: los brindis. Era un momento abierto a todo el mundo pero con dos constantes. El turno lo abría siempre de manera formal Miguel Ángel Aguilar, organizador de los encuentros desde la Asociación de Periodistas Europeos, y lo cerraba Adam Michnik, periodista polaco profundamente tartamudo, en un francés macarrónico con el que lograba deslumbrar a todos con su inteligencia y arrancar carcajadas desmesuradas a los participantes más serios. En su copa no podía faltar un buen chorro del brandy Cardenal Mendoza, l’accent catholique. Si el tiempo acompañaba, algunos se bañaban en la playa de Ondarreta. Ya no se hacen sobremesas como las de entonces.
El camino que llevó a Michnik a San Sebastián no fue fácil. Nacido en Varsovia en 1946, en un país devastado por la Segunda Guerra Mundial (murieron casi siete millones de polacos, más de un 20% de la población), la militancia comunista de su padre y de un medio hermano hicieron de él un joven socialista. Sin embargo, pronto dio muestras de una inteligencia inquieta y de un temperamento heterodoxo: a los quince años fundó un club de debate llamado “Buscadores de contradicciones” que fue rápidamente prohibido, a los dieciocho vivió su primer arresto por difundir una crítica “Carta abierta al partido” y en el 68, en la estela de la primavera de Praga, fue expulsado de la universidad. Habitual de las cárceles polacas, donde pasó más de seis años, pudo sin embargo fundar con Jacek Kuroń y un puñado de disidentes el Comité de Defensa de los Trabajadores (kor), el primer vínculo entre trabajadores e intelectuales que acabaría posibilitando el nacimiento de Solidaridad y eventualmente la caída del régimen comunista.
En respuesta a su inquietud juvenil, fue encontrando contradicciones a muy buen ritmo. En sus viajes a Occidente comprobó que los partidos socialistas ignoraban las peticiones de ayuda de los trabajadores de Europa del Este: importaba más la lucha contra el imperialismo yanqui que la opresión soviética. Judío de nacimiento y socialista de formación, descubrió el valor de la Iglesia católica como depósito de coraje y dignidad y defendió la necesidad de aliarse con ella. Encarcelado por el general Jaruzelski, supo ver el riesgo que hubiera significado una intervención soviética en 1981 y los argumentos en defensa del estado de sitio que la evitaron. En 1991, en Santander, fugaz primera sede de los encuentros estivales, Michnik y Jaruzelski protagonizaron un emocionante abrazo que muchos no entendieron, pero que respondía a la idea del periodista de una Polonia libre y abierta a todos los que quisieran participar en ella y su temor ante las demandas revolucionarias de justicia que surgidas de la libertad acaban en la guillotina, el Terror o las purgas estalinistas.
Tras una breve estancia en el parlamento, Michnik centró su actividad en el periódico que fundó en 1989, Gazeta Wyborcza (“Gaceta electoral”, ya que la idea era cubrir solo esas primeras elecciones) y que aún dirige. Sus artículos, trufados de historia, política y observaciones brillantes, recogidos en varios libros muy recomendables (en español solo está disponible En busca del significado perdido, Acantilado, 2013), producen a veces un escalofrío incómodo, el del reconocimiento inesperado:
¡Detengámonos a pensar un poco! El primero de agosto de 1944 estalló la Insurrección de Varsovia que, tras sesenta y tres días de lucha heroica, acabó en una capitulación y en una total y absoluta catástrofe. La flor y nata de la generación más joven fue masacrada, murieron decenas de miles de civiles, la capital de Polonia quedó reducida a escombros, y los beneficios políticos de aquella empresa fueron nulos. Aun así, hoy en día conmemoramos y celebramos públicamente aquel acto de patriotismo polaco que costó tanta sangre y resultó tan inútil, y lo hemos puesto en un pedestal. En cambio, la exitosa Mesa Redonda que abrió a los polacos –y no solo a ellos– el camino pacífico hacia la libertad, es considerada a menudo un contubernio despreciable y un delito de alta traición.
Miembro de esa brillante generación centroeuropea que gestionó con brillantez la salida del comunismo y con peor fortuna la llegada y consolidación de la democracia, ahora ve con espanto la deriva de estos países, con Hungría y Polonia a la cabeza. Pero su voz se sigue rebelando ante las injusticias y los ataques a la libertad que percibe, no duda en cuestionar los dogmas y las ideas recibidas y a menudo sorprende tanto a amigos como a enemigos (por ejemplo, con su encendida defensa de la guerra de Irak). En una reciente columna en Gazeta Wyborcza, Michnik arranca afirmando: “Hay que decirlo alto y claro, ahora todos somos ucranianos.” Y le imagino en pie, brindando con una copa de Cardenal Mendoza y sonriendo por la nueva batalla que se abre y el merecido Premio Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades que acaba de ganar. ~
Miguel Aguilar (Madrid, 1976) es director editorial de Debate, Taurus y Literatura Random House.