Una vez que se acaban las ovaciones –genial, brillante, espectacular, perfecta, “Mejor que Breaking bad”–, uno de los adjetivos que suelen acompañan las opiniones de la gente que no gusta de Better call Saul es “aburrida”. Una googleada rápida basta para comprobarlo: un foro aquí, un puñado de tuits allá, un podcast por acá, un artículo por allá. No es una opinión mayoritaria, por supuesto, pero sí ha asomado la cabeza una y otra vez a lo largo de las seis temporadas de la serie.
Y no es difícil entender por qué. Incluso los grandes defensores de Better call Saul han citado el ritmo pausado como uno de los rasgos que hacen notable a la serie: slow-burning es uno de los calificativos que más se repiten en críticas anglosajonas. Bettert call Saul se permite largas secuencias en las que los personajes hacen tan poco o lo hacen tan lentamente que podría dar la impresión de que no están haciendo nada, o momentos que parecen suspendidos en el tiempo en los que, digamos, un helado es lentamente colonizado por un ejército de hormigas.
Esto puede resultar más o menos exasperante para algunos espectadores: en un texto publicado en La Razón, el escritor Carlos Velázquez afirma que la última temporada fue “una suma de malos momentos y fisuras de toda clase”; que “se invertía demasiado tiempo en un personaje por completo intrascendente” y que uno de sus villanos principales moría “de la forma más aburrida”.
Otra versión —más sofisticada— de este argumento fue publicada en The Atlantic, donde Spencer Kornhaber llama a la serie “tediosa”: “Tediosa del tipo que muestra frecuentes escenas de cepillado de dientes; tediosa del tipo que plantea un arco de varias temporadas acerca de la indemnización del litigio de una casa de retiro; tediosa del tipo contiene lentos y repetitivos comentarios acerca de la condición humana”. Más adelante, sin embargo, Kornhaber sopesa las virtudes de la serie en una conclusión bastante laudatoria salvo por la desastrosa observación de que observadores futuros de la serie no deberían dudar en acelerarla cuando sientan la necesidad.
Una aparente paradoja comienza a aparecer frente a nosotros. He aquí una serie, un spin-off para ser exactos, un spin-off de una de las series constantemente mencionadas a la hora de hablar de la mejor televisión del siglo, un spin-off que duró una temporada más que su antecesora y que cosechó un éxito de crítica, audiencia y premios que muy pocos programas logran alcanzar; una serie que básicamente convirtió en estrella a un actor y cómico de casi 60 años y que aunque excelente nunca pareció destinado a protagonizar un blockbuster ¡de acción! como el que ahora protagoniza; una serie, en suma, que también aparece constantemente mencionada a la hora de hablar de la mejor televisión del siglo. Al mismo tiempo, a esta serie se le ha llamado, lo mismo por entusiastas que por detractores, “lenta”. ¿Cómo se explica la permanencia de la aburrida Better call Saul en una época donde la oferta televisiva se ha multiplicado como los hongos en temporada de lluvias y, tal como los hongos, tiene una vida igual de efímera?
La respuesta al problema, como suele ser, está en el mismo problema. Es la lentitud de Better call Saul lo que la ha hecho exitosa; más aún, es esa lentitud la clave de lo que podríamos llamar “éxito artístico”. Pero me explico.
En primer lugar, la lentitud de Better call Saul va completamente a contracorriente de la tendencia dominante. Si de por sí la televisión es un medio de gratificación instantánea, el streaming, que ha intensificado la dispersión del espectador, ha derivado en series planeadas de tal forma que los gustos están acaso demasiado calculados. Porque la televisión tiene eso: se encarga de proveer gratificación instantánea y relativamente fácil, pero el proceso para lograr ese efecto dista mucho de ser instantáneo o fácil. Lo formulaico también aburre; el confort del espectador es necesario solo en las cantidades justas: las que lo mantengan pegado al asiento desde que empiece hasta que acabe el episodio y garanticen que tenga el dedo listo para apretar play. En ese sentido, la comodidad va siempre —o por lo regular— cargada de cierta dosis de tensión; esta tensión puede prolongarse o acortarse, pero no puede nunca desaparecer. Y en el caso de Better call Saul, esta tensión es llevada siempre al máximo.
Porque lo que suele llamarse “aburrido” de Better call Saul rara vez es insignificante. Permitáseme un ejemplo. El octavo episodio de la sexta temporada, “Point and shoot”, abre con una calma toma cenital de una playa donde las olas llegan a romper. El vaivén del mar deposita de pronto un zapato sobre la arena: es de vestir y es fino; la cámara recorre la playa para revelar que el otro zapato yace en una duna, apenas delante de un Jaguar con una placa amarilla que con letras rojas reza “Namaste”: la famosa placa de Howard Hamlin, el exitoso abogado que en el episodio anterior murió de un tiro en la cabeza a manos de Lalo Salamanca tras acudir a casa de Jimmy McGill y Kim Wexler.
La secuencia dura casi dos minutos y nos da una información valiosa e intrigante: de alguna manera, el automóvil de Howard Hamlin ha llegado de la casa de Jimmy McGill a una playa anónima; los zapatos parecerían indicar que Howard mismo acompañó a su automóvil. (En cierto modo, la pieza musical que suena en el automóvil, “Mazurka in the style of Chopin”, de Leslie Howard, es otra pista que solo tendrá sentido más tarde: el coche está en la playa porque Mike Ehrmantraut montó una escena de suicidio para Howard.)
Más allá de la información que nos da, que no es poca, la escena funciona para establecer tono. Algo que distingue a Better call Saul es su tono, agridulce como pocas series, irremediablemente tenso. Y este tono tan inusual solo puede adquirirse a través de la forma, del uso inteligente del lenguaje audiovisual. Cuando Better call Saul se toma cinco casi seis literales minutos para mostrar a Mike desarmando por completo un coche en busca de un rastreador solo para encontrarlo, después de casi rendirse, en la tapa del tanque de gasolina (“Mabel”, el primer episodio de la tercera temporada), la serie no solo está dosificando inteligentemente su información, desarrollando personajes –¿qué cosa más Mike habrá pasado que ese deshuece vehicular?– o alargando la tensión y la expectativa hasta lo indecible, sino que además está haciendo todo eso adrede.
Lo que sucede cuando se le lanza el maldito epíteto de “aburrida” a Better call Saul es que se hace desde una visión en el mejor de los casos limitada y en el peor de los casos míope de los alcances de una ficción. Se dice “aburrido” como si fuera lo peor que se le pudiera decir a una obra audivisual, ya no digamos una ficción. Lo que revela ese argumento es que se concibe la televisión –y quizá por extensión el cine, o la ficción, o la narrativa en su totalidad, qué sé yo– como algo cuya meta última es entretener, y que falla estrepitosamente cuando no la está alcanzando en todo momento.
Peor aún, pareciera que se dice “aburrido” como si esa sensación solo pudiera ser producto del error, el descuido o la incompetencia, nunca de la deliberación. Pero esto es una asunción dolorosamente equivocada; el entretenimiento es solo uno de las experiencias que pueden proveernos las ficciones. Quizá lo tengo claro porque soy un irrenunciable fanático del horror, pero el placer de una ficción puede emanar de distintos sitios, muchos de ellos ni siquiera placenteros o entretenidos por sí mismos; cualquiera que haya leído un clásico culebrón decimonónico entenderá que no todo lo valioso resulta a priori entretenido. En televisión abundan los ejemplos: ahí está The wire, que tarda más o menos diez episodios en ponerse buena pero que una vez que levanta lo único que hace es seguir avanzando. La primera temporada de The office es un desastre, pero vale la pena quedarse a lo que viene. La segunda temporada de Twin Peaks es por momentos insufrible, pero ahí está The return para justificarla. Buenas cosas vienen para aquellos que esperan (a veces, y si esperan en los lugares adecuados).
En el caso de Better call Saul, creo que aquellos momentos pretendidamente aburridos contienen, en sí, una enorme riqueza que continúa la tradición de Breaking bad –una serie de la que nadie parece querer recordar que nos avisó por primera vez de un accidente aéreo con toda una temporada de anticipación, a través de ominosas tomas de un oso de peluche chamuscado flotando en una alberca– al tiempo que manifiesta la posibilidad de una narración ligera pero significativamente distinta.
Porque Better call Saul no es tampoco una rareza lynchiana; es una serie que sigue las normas básicas de la televisión –por momentos colindando orgullosamente con el melodrama– atravesadas por una escritura tantito más paciente. Este interés minucioso en las sensaciones que se buscan provocar en el espectador resulta paradójicamente refrescante en el acelerado panorama contemporáneo.
Es verdad: la serie no le da a sus espectadores lo que quieren ver , o no solo eso. No es (o no solo es) un thriller de violencia narca ni una serie de hombres difíciles. Al contrario: es la historia de un tipo mucho más vulnerable, mucho más patético, mucho más como nosotros. Y como es más parecido a nosotros, su existencia se ve atravesada por el tedio, por lo laborioso –hay que ver a Jimmy enfrentarse a un trámite, a un pago, al llenado de documentos falsos o auténticos–. También por lo otro, claro, por los tiroteos y los mexican standoffs y los villanos memorables: Gus, Lalo, y por los antihéroes entrañables: Mike, Nacho, Kim, y hasta por Howard, el pobre Howard, un personaje que necesitaba seis temporadas de desarrollo para que su muerte le estrujara el corazón a la audiencia y la pusiera en contra de Kim y Jimmy (o Saul, o Gene).
El final de Better call Saul es el colofón tardío de la era de los difficult men, de los encantadores sociópatas al estilo tipo Tony Soprano o Vic Mackey. Saul Goodman es probablemente el último de aquellos hombres difíciles que poblaron la pantalla durante más de una década, y su historia es una especie de revisión a aquel estereotipo que se siente ya de otra época. Su permanencia, no obstante, es un recordatorio de las posibilidades de un medio –y un público– que por momentos parece acaso demasiado limitado por la ansiedad del entretenimiento.
Luis Reséndiz (Coatzacoalcos, 1988) es crítico de cine y ensayista.