Hace unas semanas escribía en estas páginas un análisis sobre la Ley de memoria democrática (aquí), que ha suscitado un interesante debate con unos colegas de la Universidad Complutense de Madrid, Daniel Simancas y Alberto José Ferrari (aquí). De esta guisa, aprovechando la cordial oportunidad que nos ofrece este foro, quisiera prologar esta sana discusión contestando a tres cuestiones que plantean.
La primera es nuestra diferente aproximación a si la Ley de memoria democrática supone una impugnación o enmienda a nuestro mito fundacional, el abrazo y la reconciliación tras la Guerra Civil, en particular cuando la misma abre la puerta a que puedan iniciarse causas penales por crímenes cometidos durante la Guerra y la Dictadura. Coincido con mis colegas en que en su retórica la Ley reconoce la importancia que tuvo el consenso para Transición y el valor de la “reconciliación” que presidió la misma. Sin embargo, bajo este guante de seda, la Ley impacta en el corazón de la Ley de Amnistía, que fue presupuesto para aquel “abrazo” que los españoles se dieron en la Transición, al establecer que los crímenes de guerra, de lesa humanidad, de genocidio y de tortura no son amnistiables y resultan imprescriptibles.
Es verdad que esta ley llega cuando son pocos los supervivientes de aquel momento a los que se les puede exigir responsabilidad alguna. Hace una década esta medida habría sido dinamita. Aun así, todavía queda viva alguna persona que podría verse afectada. Y sostener, como hacen mis colegas, que este nuevo criterio interpretativo no va “dirigido a la incoación de procedimientos penales contra eventuales responsables de los crímenes de la Guerra y la Dictadura, sino más bien a facilitar la tutela de los derechos de las víctimas a la verdad y a la reparación”, supone, a mi modesto entender, una lectura voluntarista de la ley alejada de su sentido literal. En primer lugar, porque da pie a que cualquier ciudadano pueda ahora querellarse en los tribunales españoles exigiendo que, de acuerdo con esta nueva disposición, se entienda que pueden juzgarse aquellos hechos pasados (toda vez que los considera no amnistiados y no prescritos).
Esto generará una indudable tensión judicial, por un lado, con la invocación de tratados internacionales que así lo entienden y de esta ley, y, por otro, con las garantías constitucionales (en especial, el principio de legalidad penal y de no aplicación retroactiva de normas sancionadoras), como adelanté en mi artículo. Pero es que, además, la propia ley crea un Fiscal de Sala cuya primera función es la “investigación de los hechos que constituyan violaciones de Derecho Internacional de Derechos Humanos y del Derecho Internacional Humanitario, incluyendo los que tuvieron lugar con ocasión del golpe de Estado, la Guerra y la Dictadura” (art. 28). In claris non fit interpretatio…
La segunda divergencia versa sobre si esta ley abunda en una concepción “militante” de nuestra democracia al imponer toda una serie de deberes de memoria democrática (acompañados del correspondiente régimen sancionador) con el objeto “de preservar la memoria colectiva de los desastres de la guerra y de toda forma de totalitarismo” (art. 34). Y, en concreto, matizan las críticas que realizaba en mi artículo original al deber que impone la ley de retirar de edificios privados o religioso elementos contrarios a la memoria democrática con proyección a un espacio o uso público. Sostienen mis colegas que esta medida no es inconstitucional y que la misma debe entenderse limitada a “a elementos estáticos, esto es, a símbolos adosados a fachadas privadas (como, por ejemplo, los carteles del antiguo Instituto Nacional de la Vivienda que llevan incorporados el yugo y las flechas y que todavía están presentes en los portales de muchos edificios españoles), pero no a símbolos dinámicos, es decir, símbolos independientes de la fachada colocados en los balcones o ventanas de una vivienda, como podría ser la bandera franquista colgada en un balcón”.
Nuevamente creo que mis estimados colegas hacen una lectura voluntarista de la ley, al realizar un distingo que no se encuentra en la misma. Además, diferenciar símbolos dinámicos y estáticos resulta en buena medida artificioso. Pondré un ejemplo. Imaginemos una familia de nostálgicos del comunismo estalinista que deciden blasonar su casa con la hoz y el martillo, con vistas a la vía pública, o poner un relieve de Stalin en su fachada a la calle. ¿No estamos aquí ante un elemento contrario a la memoria democrática con proyección hacia un espacio público -como prohíbe la ley-? Y, si en lugar de un busto colocan un mástil con una bandera gigante, ¿estaríamos ante un símbolo dinámico o estático? Pero es que, además, siguiendo con el ejemplo que ponen mis colegas: ¿qué daño hace que se mantenga en una fachada el escudo del Instituto Nacional de la Vivienda? No son placas conmemorativas de una dictadura (como mucho, recuerdan que se construyó un edificio por un ente público en un momento pasado) y no puede verse en ellas ni exaltación ni humillación, por lo que no creo justificada la intervención del legislador. Que sean los propietarios de las viviendas los que decidan si las mantienen.
La libertad de expresión por supuesto que tiene límites. Pero, hasta el momento, entendíamos que la mera apología (sin provocación a la violencia y sin humillación a víctimas) de un régimen dictatorial o de sus autores estaba amparada. Precisamente porque nuestra Constitución contempla como valor superior del ordenamiento jurídico el “pluralismo político”. Esto incluye renunciar a sancionar jurídicamente ideas y expresiones por mucho que nos parezcan basura desde nuestra perspectiva como demócratas.
De igual forma, puedo considerar un auténtico despropósito que en la Macarena de Sevilla continuara enterrado en lugar privilegiado un personaje de ignominioso recuerdo como Queipo de Llano. Ahora bien, a mi entender resulta ilegítimo desde la perspectiva constitucional que el legislador imponga su exhumación para trasladarlo a un cementerio (art. 38.3). Esta disposición me parece una intromisión en la autonomía constitucionalmente reconocida a las entidades religiosas, en particular, y en la propia libertad individual, que tan bien ha estudiado el prof. Josu de Miguel en su delicioso ensayo Libertad. Una historia de la idea (Athenaica, 2022).
Creo que quienes ahora defienden algunos excesos de esta ley descuidan los riesgos de instaurar mecanismos iliberales en la confianza de que el Gobierno que apadrina esta regulación hará una aplicación sensata de sus previsiones. Permítame que desconfíe, no ya solo del presente sino de lo que pueda venir en un futuro. ¿Qué dirán quienes defendieron esta ley si un Gobierno con presencia de partidos de la extrema derecha se dedica a aplicarla en su literalidad contra los nostálgicos del comunismo?
Por último, quisiera insistir en que tampoco me parece legítimo que se hayan suprimido títulos nobiliarios concedidos por el Rey de España. Ciertamente, como señalan mis colegas, el Rey constitucional debe ejercer sus facultades de conformidad con el marco legal, pero siendo la concesión de títulos nobiliarios una prerrogativa regia, el legislador creo que debe limitarse a regular aspectos externos o formales, sin poder entrar en la decisión última de concesión o retirada. Tal facultad, de acuerdo con nuestro Derecho histórico, le corresponde en exclusiva al Monarca. Por no entrar en otras posibles afectaciones a derechos de los particulares ni en las dudas en términos de potencial arbitrariedad que comporta la medida (a este respecto, puede verse este breve análisis cuyas principales conclusiones hago mías –aquí-).
Es profesor de Derecho constitucional de la Universidad de Murcia.