Hernán Díaz, escritor estadounidense nacido en Argentina, ha adquirido notoriedad reciente en el ámbito hispanoamericano gracias a su segunda novela, Fortuna, que ganó este año el premio Pulitzer de ficción. A lo lejos, su primera novela, editada en inglés en 2017 y traducida por Impedimenta en 2020, no pasó desapercibida, ya que fue galardonada con el Prix Page America y el New American Voices Award. Se trata de la historia de Håkan Söderström, un joven inmi-
grante sueco que llega a California en plena Fiebre del Oro y emprende una peregrinación imposible en dirección a Nueva York en busca de su hermano Linus. Por cortesía de la editorial, reproducimos un fragmento de este cautivador relato de iniciación que cabalga sobre los mitos fundacionales de la frontera estadounidense.
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Para Anne y Elsa
Håkan Söderström nació en una granja al norte del lago Tystnaden, en Suecia. La tierra exánime que trabajaba su familia pertenecía a un hombre adinerado al que no habían conocido nunca, aunque periódicamente recaudaba su cosecha a través de un administrador. Con los cultivos mermando año tras año, el propietario había ido apretando el puño, forzando a los Söderström a subsistir a base de setas y bayas del bosque, y anguilas y lucios del lago (donde Håkan, animado por su padre, se aficionó a los baños helados). La mayoría de las familias de la región llevaban vidas similares, y al cabo de escasos años, a medida que los vecinos iban abandonando sus casas, rumbo a Estocolmo o más al sur, los Söderström empezaron a quedarse aislados, hasta perder todo contacto con el resto de la gente, salvo por el administrador, que acudía unas pocas veces al año a recaudar su cuota. El hijo menor y el mayor enfermaron y murieron, lo que dejó solos a Håkan y a su hermano Linus, cuatro años mayor que él.
Vivían como náufragos. Había días en que nadie en la casa pronunciaba una palabra. Los niños pasaban todo el tiempo que podían en el bosque o en las granjas abandonadas, donde Linus contaba a Håkan una historia tras otra: aventuras que afirmaba haber vivido, relatos de proezas supuestamente escuchadas de primera mano a sus heroicos protagonistas y descripciones de lugares remotos que, de algún modo, parecía conocer al detalle. Dado su aislamiento —así como el hecho de que no sabían leer—, la fuente de todos aquellos relatos no podía ser otra que la prodigiosa imaginación de Linus. No obstante, pese a lo descabellado de las historias, Håkan nunca ponía en duda sus palabras. Confiaba en él sin reservas, tal vez porque Linus siempre lo defendía de manera incondicional y no dudaba a la hora de asumir la culpa de sus pequeñas faltas y recibir los golpes correspondientes. Cierto es que seguramente Håkan habría muerto de no ser por su hermano, pues este siempre se aseguraba de que tuviera comida suficiente, se las apañaba para mantener la casa caldeada mientras sus padres estaban fuera y lo distraía con historias cuando la comida y el combustible escaseaban.
Sin embargo, todo cambió cuando la yegua se quedó preñada. Durante una de sus breves visitas, el administrador le dijo a Erik, el padre de Håkan, que se asegurara de que todo fuera bien; ya habían perdido demasiados caballos por culpa de la hambruna, y su señor agradecería una nueva incorporación a su mermado establo. Pasó el tiempo, y la yegua engordó de manera un tanto anormal. Erik no se sorprendió lo más mínimo cuando el animal parió gemelos, y, quizá por primera vez en su vida, decidió mentir. Con ayuda de los chicos, despejó un claro en el bosque y construyó un corral secreto; allí llevó a uno de los potros en cuanto se destetó. Pocas semanas después, el administrador acudió y reclamó a su hermano. Erik mantuvo escondido a su potro, cuidando de que creciera fuerte y sano, y, llegado el momento, se lo vendió a un molinero de un pueblo lejano, donde nadie lo conocía. La noche de su regreso, Erik informó a sus hijos de que partirían hacia América al cabo de dos días. El dinero que había ganado con el potro solo bastaba para pagar dos pasajes. Y, en cualquier caso, él no iba a huir como un criminal. La madre no dijo nada.
Håkan y Linus, que nunca habían visto una ciudad, se apresuraron a llegar a Gotemburgo, donde esperaban pasar uno o dos días, pero apenas tuvieron tiempo de tomar el barco que los llevaría a Portsmouth. Una vez a bordo, dividieron el dinero, por si algo le sucedía a alguno de los dos. Durante esa etapa del viaje, Linus le habló a Håkan de las maravillas que los aguardaban en América. No hablaban inglés, así que el nombre de la ciudad a la que se dirigían era para ellos un talismán abstracto: Nujårk.
Llegaron a Portsmouth mucho más tarde de lo esperado, y todo el mundo se apresuró a embarcar en los botes de remos que los conducirían a tierra. En cuanto Håkan y Linus pusieron un pie en el muelle, se vieron arrastrados por una gran corriente de gente. Iban pegados el uno al otro, casi al trote. De cuando en cuando, Linus se volvía hacia su hermano para instruirlo sobre las rarezas que los rodeaban. Trataban de absorberlo todo mientras buscaban su siguiente barco, que había de zarpar esa misma tarde. Comerciantes, incienso, tatuajes, carros, violines, torres, marineros, almádenas, banderas, vapor, mendigos, turbantes, cabras, mandolina, grúas, malabaristas, cestas, fabricantes de velas, carteles, rameras, chimeneas, silbidos, órgano, tejedores, narguiles, buhoneros, pimienta, muñecas, peleas, lisiados, plumas, ilusionista, monos, soldados, castañas, sedas, bailarinas, cacatúa, predicadores, jamones, subastas, acordeonista, dados, acróbatas, campanarios, alfombras, fruta, tendederos. Håkan miró a la derecha; su hermano había desaparecido.
Acababan de pasar frente a un grupo de marineros chinos que estaban comiendo, y Linus le había contado a su hermano un par de cosas sobre su país y sus tradiciones. Después habían seguido caminando, embobados y con los ojos abiertos de par en par, observando las escenas que se desarrollaban ante ellos; entonces Håkan se había vuelto hacia Linus, pero este ya no se encontraba allí. Miró a su alrededor, retrocedió sobre sus pasos, cruzó el muro, siguió adelante y regresó al punto donde habían desembarcado. El bote se había marchado. Volvió al lugar donde se habían separado. Se encaramó a una caja, sin aliento y tembloroso, llamó a su hermano a gritos y contempló el torrente de personas que avanzaba ante él. El regusto salado de su lengua se convirtió de pronto en un estremecimiento paralizante que se propagó por todo su cuerpo. Apenas capaz de sostenerse sobre sus trémulas rodillas, corrió hacia el muelle más cercano y preguntó por Nujårk a unos marineros montados en una lancha. No le entendieron. Al cabo de varios intentos, probó con «Amerika». Eso lo entendieron de inmediato, pero negaron con la cabeza. Håkan fue muelle por muelle preguntando por Amerika. Por fin, después de varios fracasos, alguien le respondió «América» y señaló un bote de remos, y a continuación un barco anclado a tres cables de la costa. Håkan se asomó al bote. Linus no estaba allí. A lo mejor ya había embarcado. Un marinero le ofreció la mano y Håkan subió a bordo.
En cuanto llegaron al barco, alguien le reclamó el dinero, se lo arrebató y le indicó un rincón oscuro bajo cubierta, donde, entre literas y baúles y fardos y toneles, debajo de linternas oscilantes colgadas de vigas y cáncamos, varios grupos de emigrantes ruidosos trataban de hacerse un pequeño hueco en el entrepuente, que olía a repollo y establo, preparándose para el largo viaje que les aguardaba. Håkan buscó a Linus entre las siluetas distorsionadas por la luz parpadeante, abriéndose paso entre bebés dormidos, mujeres macilentas que reían a carcajadas y hombres robustos y llorosos. Cada vez más desesperado, corrió de nuevo a cubierta, entre multitudes que agitaban los brazos y marineros atareados. Los visitantes estaban abandonando el barco. La plancha fue retirada. Gritó el nombre de su hermano. Se izó el ancla; el barco zarpó. La multitud lanzó una ovación.
Eileen Brennan lo encontró medio muerto de hambre y presa de la fiebre pocos días después de zarpar, y ella y su marido, James, un minero de carbón, lo cuidaron como si fuera uno de sus hijos, obligándolo amablemente a comer y atendiéndolo hasta que recuperó la salud. Él se negaba a hablar. Al cabo de un tiempo, Håkan por fin salió del entrepuente, pero se apartó de toda compañía; se pasaba los días escrutando el horizonte.
Aunque habían salido de Inglaterra en primavera, y para entonces el verano debería estar bien avanzado, cada día hacía más frío. Transcurrieron varias semanas y Håkan seguía negándose a hablar. Entonces, más o menos en las fechas en que Eileen le dio un capote informe que había cosido a partir de diversos harapos, divisaron tierra.
Navegaron hacia unas aguas inusualmente marrones y largaron el ancla frente a una ciudad pálida y baja. Håkan observó los edificios pintados de un rosa y un ocre descoloridos, buscando en vano las referencias que Linus le había descrito. Varios botes de remos atestados de cajas iban y venían del barco a la costa arcillosa. Nadie desembarcó. Cada vez más preocupado, Håkan le preguntó a un marinero ocioso si aquello era América. Fueron las primeras palabras que pronunció desde que gritara el nombre de su hermano en Portsmouth. El marinero le dijo que sí, que aquello era América. Conteniendo las lágrimas, Håkan le preguntó si estaban en Nueva York. El marinero escrutó los labios de Håkan cuando este volvió a pronunciar aquel engrudo de sonidos líquidos, «¿Nujårk?». Mientras la frustración de Håkan iba en aumento, una sonrisa empezó a ensancharse en la cara del marinero, hasta convertirse en una carcajada.
—¿Nueva York? ¡No! Nueva York no —dijo el marinero—. Buenos Aires.
Y volvió a reír, aporreándose una rodilla con una mano y sacudiendo a Håkan por el hombro con la otra.
Esa tarde, zarparon de nuevo.
Durante la cena, Håkan intentó comunicarse con la pareja irlandesa para averiguar dónde estaban y cuánto tardarían en llegar a Nueva York. Les llevó un rato entenderse, pero al final no quedó lugar para la duda. Mediante señas y con la ayuda de un trocito de plomo con el que Eileen trazó un tosco mapa del mundo, Håkan comprendió que estaban a una eternidad de Nueva York, y que a cada instante que pasaba se alejaban aún más. Supo que navegaban hacia el fin del mundo, para doblar el cabo de Hornos, y luego poner rumbo al norte. Aquella fue la primera vez que oyó la palabra «California».
Después de capear las furiosas aguas del cabo de Hornos, el clima se volvió menos severo, y la ansiedad de los pasajeros, en cambio, creció. Se hicieron planes, se discutieron posibilidades, se formaron sociedades y grupos. En cuanto comenzó a prestar atención a las conversaciones, Håkan se dio cuenta de que la mayoría de los pasajeros discutía sobre un único tema: el oro.
Por fin largaron el ancla en lo que parecía ser, extrañamente, un concurrido puerto fantasma: estaba repleto de barcos a medio hundir, saqueados por las tripulaciones, que habían desertado para partir rumbo a las minas de oro. Pero las embarcaciones abandonadas habían sido ocupadas de nuevo e incluso las habían transformado en tabernas flotantes o en tiendas donde los comerciantes les vendían sus bienes a los mineros recién llegados, a cambio de sumas exorbitadas. Esquifes, gabarras y barcas navegaban entre aquellos negocios improvisados, transportando clientes y mercancías. Más cerca de la costa, varios navíos de mayor tamaño se habían ido lentamente a pique, al tiempo que las mareas hacían que sus cascos podridos adoptaran las más caprichosas posiciones. De manera intencionada o no, unos pocos barcos habían embarrancado en aguas poco profundas y se habían convertido en posadas y tiendas, con andamios, cobertizos e incluso anexiones a edificios situados en la costa, llegando así a tierra firme y proyectándose hacia la ciudad. Más allá de los mástiles, se extendía un gran número de tiendas de campaña, con lonas de color pardo encajadas entre casas de madera renegridas por el humo; o bien la ciudad acababa de surgir, o bien parte de ella acababa de venirse abajo.
Solo habían transcurrido unos meses desde que se hicieran a la mar, pero, para cuando atracaron en San Francisco, Håkan había envejecido años; aquel niño escuálido se había convertido en un joven alto de rostro endurecido, atezado por el sol y el aire salado, fruncido en una permanente mirada de soslayo cargada tanto de duda como de determinación. Había estudiado con gran detalle el mapa que Eileen, la irlandesa, había trazado para él con el trozo de plomo. Aunque su decisión lo obligaba a atravesar todo el continente, concluyó que el camino más rápido para reunirse con su hermano sería por tierra. ~
Traducción de Jon Bilbao.
(Buenos Aires, 1973) es escritor. Su primera novela, A lo lejos, fue galardonada con el Prix Page America y el New American Voices Award, entre otros. Por su segunda novela, Fortuna (2023), obtuvo el premio Pulitzer de ficción en 2023.