La herencia de Milan Kundera

Milan Kundera, nacido en Brno el 1 de abril de 1929, murió en París el 11 de julio de 2023. Novelista complejo que abarcó lenguas e historias, e importante teórico de la literatura, llevó a su culmen cierto arte del rechazo. Radical y lúcido, nunca cedió a los cantos de  sirena de la fama y la notoriedad. Norbert Czarny, su antiguo alumno, ofrece una mirada sensible y personal sobre su obra.
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Poco después de la publicación de La insoportable levedad del ser, le señalé a Milan Kundera que la nota biográfica de la contraportada figuraba que había nacido en Praga. “Pero ¿usted es de Brno?” Me sonrió y, con su acento arrastrado, haciendo rodar las erres, dijo: “No pasa nada, no tiene importancia.”

Todo lo que tenía que ver con su biografía le era indiferente. No quería que la Pléiade contuviera la menor indicación biográfica. Le bastaba con una nota de la obra. Y esto es escribe en El arte de la novela: “Novelista (y su vida). ‘El artista debe hacer creer a la posteridad que no ha vivido’, decía Flaubert. Maupassant impidió que su retrato apareciera en una serie dedicada a escritores famosos: ‘La vida privada y la figura de un hombre no pertenecen al público’. Hermann Broch sobre sí mismo, Musil y Kafka: ‘Los tres carecemos de una verdadera biografía’. Lo cual no quiere decir que sus vidas carecieran de acontecimientos, sino que no estaban destinadas a ser distinguidas, a ser públicas, a convertirse en biografías. A Karel Čapek le preguntan por qué no escribe poesía. Su respuesta: Porque odio hablar de mí mismo’. El rasgo distintivo del verdadero novelista: no le gusta hablar de sí mismo.”

Después de nuestro intercambio sobre la capital de Bohemia y Moravia, no volví a verle ni a saber de él. No solo yo: todos los que querían entrevistarle, saber más de él y de lo que pensaba, eran rechazados. Cito sus palabras: “Entrevista. 1) El entrevistador te hace preguntas que le interesan a él, pero que no te interesan a ti; 2) de tus respuestas, solo utiliza las que le convienen; 3) las traduce a su vocabulario, a su forma de pensar. A imitación del periodismo americano, ni siquiera se molestará en que estés de acuerdo con lo que te ha pedido que digas. La entrevista aparece. Te consuelas: pronto se olvidará. En absoluto: ¡será citada!”

No quería existir como personaje público, ni arriesgarse a convertirse en una “celebridad”. Han aparecido y aparecerán libros que arrojarán luz sobre el hombre, con anécdotas, momentos, palabras de ingenio. Antes de que lleguen a las librerías, contentémonos con recordar solo qué tipo de transmisor fue.  Llegó para enseñar literatura comparada a Rennes, donde Dominique Fernandez y Albert Bensoussan le introdujeron en la facultad, se convirtió en profesor de la EHESS, dirigida entonces por François Furet, que tenía mucho interés en que enseñara allí. Entre los novelistas que Kundera invitó a participar en su seminario se encontraban Danilo Kiš, Tadeusz Konwicki y Kazimierz Brandys. Petr Kral acudió para hablar del surrealismo checo. La guionista y directora Agnieszka Holland presentó Danton, escrita con Andrzej Wajda. El Muro de Berlín aún no había caído, pero los debates sobre la revolución seguían siendo intensos.

Pero ¿no había sido el propio Kundera conocido y reconocido por otro intermediario? Ya en 1972, Philip Roth conoció a escritores de Europa Central y creó una colección en Penguin para presentarlos al mundo anglosajón. La amistad entre los dos novelistas nunca terminó y, en una entrevista con Jean-Pierre Salgas, Philip Roth hizo una promesa post mortem al autor de La broma.

Kundera no soportaba los focos de la televisión y menos aún los “debates de ideas”. El tiempo le ha dado la razón, ya que estos “debates”, salvo raras excepciones, se han convertido en debates sobre egos, emociones y reacciones. O monólogos paralelos. Lo vio venir.

Tuve la suerte de tener a Milan Kundera como profesor en la EHESS. Durante cinco años asistí a sus clases y aprendí, y lo que le debo me sigue marcando cuarenta años después. No quiero decir nada del hombre que conocí, ni puedo: era cortés, modesto, divertido, impresionantemente inteligente y riguroso. Unas palabras sobre su humor. Tenía ese sentido del humor centroeuropeo que compartíamos, naturalmente, o casi. Procedía de una pequeña nación atrapada entre potencias depredadoras y, sin abusar del adjetivo, imperialistas. Para un país tan frágil, la amenaza era constante y, a principios de los años ochenta, Checoslovaquia vivía bajo el yugo de la Unión Soviética.

Esa Bohemia, como él la llamaba, aun cuando fuera moravo, había sido siempre un terreno fecundo y, desde el formalismo de Jakobson hasta Kafka, Hašek y Hrabal, sin olvidar a Janáček (que también nació en Brno) y al filósofo Jan Patocka, son innumerables los intelectuales y artistas que han dado categoría a este país. Añadamos a la lista, entre otros, a los cineastas Milos Forman, Ivan Passer y Agnieszka Holland. Kundera fue su profesor de guión en la FAMU, la Escuela de cine y televisión de Praga. Su consejo era paradójico: escriban historias que no puedan filmarse. De ahí surgirán momentos maravillosos y extraños en Los amores de una rubia o Iluminación íntima

Hay que poner a Kundera en su sitio, empezando por darle la identidad que siempre ha reivindicado: la de novelista. Este término se repite con insistencia en la mayoría de sus ensayos y en las entrevistas que ha concedido. El novelista no es el “prosista” al que se refiere Sartre. La diferencia es importante, y la deja clara en El arte de la novela: “El escritor tiene ideas originales y una voz inimitable. Puede utilizar cualquier forma (incluida la novela) y todo lo que escribe, al estar marcado por su pensamiento, llevado por su voz, forma parte de su obra. Rousseau, Goethe, Chateaubriand, Gide, Camus, Malraux. El novelista no presta mucha atención a sus ideas. Es un descubridor que, por ensayo y error, se esfuerza por revelar un aspecto desconocido de la existencia. No le fascina su voz, sino una forma que persigue, y solo aquellas formas que responden a las exigencias de su sueño pasan a formar parte de su obra. Fielding, Sterne, Flaubert, Proust, Faulkner, Céline. El escritor está inscrito en el mapa espiritual de su tiempo, de su nación, en el de la historia de las ideas. El único contexto en el que puede captarse el valor de una novela es el de la historia de la novela. El novelista solo rinde cuentas ante Cervantes.”

Se repiten los mismos nombres que marcaron su juventud: Rabelais, Cervantes, Diderot y Sterne. Encarnan lo que él llama “el primer tiempo de la novela”. En este primer tiempo, el escritor sigue jugando con la forma. La verosimilitud no es un criterio absoluto: Sancho Panza puede perder ciento tres dientes, y el narrador de Jacques el fatalista olvida nombrar la batalla en la que Jacques fue herido en la rodilla. Semejante despreocupación es inimaginable en Balzac o Zola. Mientras tanto, los cánones del género novelístico cambian, y los tiempos con ellos. Cervantes y Diderot gozaban de una gran libertad; no se sentían obligados a contarlo todo, sobre todo lo que les parecía tedioso. La novela posbalzaciana no sabe o no puede evitar esa “información, las descripciones, la atención inútil a los momentos aburridos de la vida, el psicologismo que hace conocer de antemano todas las reacciones de los personajes, en fin […] la falta fatal de poesía”.

Poesía, fantasía, inventiva, juego, libertad, ironía. Estos son algunos de los términos que se repiten en los textos “teóricos” de nuestro escritor. Entrecomillo lo de teóricos: mientras los estudiantes de literatura nos ahogábamos en textos abstrusos llenos de términos tomados de la ciencia, Kundera escribía en un lenguaje límpido y estructurado que un alumno de secundaria podía entender fácilmente. “Cuanto más culto, más tonto”, decía su querido Gombrowicz. Esto se aplicaba a uno de sus blancos favoritos, los “kafkólogos”, o al menos a algunos de ellos, como Deleuze y Guattari.

Los novelistas que amaba encarnan la “sabiduría de la incertidumbre” propia de los tiempos modernos, cuando se socava el asidero del dogma: “Entender el mundo como ambigüedad con Cervantes, tener que enfrentarse, en lugar de a una única verdad absoluta, a una multitud de verdades relativas que se contradicen (verdades encarnadas en egos imaginarios llamados personajes), poseer como única certeza la sabiduría de la incertidumbre, requiere una fuerza no menos grande”. Esta fuerza es también una lucha contra lo que Rabelais llama los “agelastas”, los que no ríen, los que no tienen sentido del humor. En su artículo sobre la ironía, Kundera cita a Conrad: “¡Recuerde, Razumov, que las mujeres, los niños y los revolucionarios aborrecen la ironía, la negación de todo instinto generoso, de toda fe, de toda devoción, de toda acción!” En eso estamos ahora más que nunca, se mire por donde se mire. (Pero perdonemos a las mujeres y a los niños).

Kundera evoca a su manera a los agelastas y a los revolucionarios en La broma, su primera novela. Leen la postal enviada por Ludvik a la mujer que ama. La leen porque ella se la ha dado. Sabemos lo que ocurre después en la Checoslovaquia de los años cincuenta. El héroe es desterrado, castigado.

Con respecto a la poesía, el término requiere desarrollo y explicación. Kundera ha abierto mucho camino y ha suscitado mucha polémica en torno a la palabra lirismo. Empecemos por decir que no le gustaba mucho que jugaran con las palabras, no sentía ninguna conexión ni interés por la poesía romántica francesa. A lo que se podría replicar que un Ponge, un Michaux o un Tardieu están lejos de tales excesos del corazón. Pero dejemos a un lado las lanzas y volvamos a sus palabras exactas de 1984 en La Quinzaine littéraire: “Creo que un novelista nace siempre sobre la casa demolida de su lirismo. Así que demolí mi lirismo. Tenía poco más de 25 años. Ese periodo es el ecuador de mi vida, su cesura. Para mí, todo lo que ocurrió antes es prehistoria, solo tiene interés por el conocimiento que puedo tener de mí mismo.”

La vida está en otra parte es el mejor ejemplo de esta desconfianza hacia la poesía en todos sus excesos. Jaromil fue educado como un futuro Rimbaud; se hizo delator, se puso al servicio del régimen y traicionó todo lo subversivo que podía tener la poesía. Denigra este lirismo con expresiones como “tener corazón” y “sufrir por los demás”. Un pasaje de La vida está en otra parte es aún más elocuente: “El muro detrás del cual estaban encarcelados hombres y mujeres estaba enteramente cubierto de versos y, delante de este muro, la gente bailaba. Oh no, no era una danza de la muerte. Aquí bailaba la inocencia. La inocencia con su sonrisa sangrienta.” 

La imagen del baile redondo se repite en El libro de la risa y el olvido, es siniestra.

Dicho esto, además de haber publicado poesía, en una obra que consideraba inacabada y que nunca volvió a publicar, Kundera amaba cierto tipo de poesía. En particular la de Apollinaire, que había traducido, y las de Holan y Skacel. No es de extrañar. Siempre defendió un cierto tipo de arte moderno, inventivo, que se abría a lo nuevo sin negar ni destruir lo clásico: “Desde mi más tierna juventud, estuve enamorado del arte moderno, su pintura, su música, su poesía. Pero el arte moderno estaba marcado por su ‘espíritu lírico’, por sus ilusiones de progreso, por su ideología de una doble revolución, estética y política, y poco a poco todo eso me fue disgustando. Sin embargo, mi escepticismo sobre el espíritu vanguardista no pudo cambiar mi amor por el arte moderno.”

Por eso Kundera puede considerarse un moderno antimoderno. No rinde culto a la modernidad como Occidente. No compartía el entusiasmo de los surrealistas, por ejemplo, y, a diferencia de ellos, leía y apreciaba a Anatole France. Así que releyó Los dioses tienen sed a la luz de su experiencia en Checoslovaquia, cuando era un joven militante comunista. Se siente cercano a Brotteaux, el hombre “que se negaba a creer”. Y le fascina la posición del novelista: “No, el novelista no escribió su novela para condenar la Revolución, sino para examinar el misterio de sus actores, y con él otros misterios, el misterio de la comedia que se desliza en los horrores, el misterio del aburrimiento que acompaña a las tragedias, el misterio del corazón que se regocija en las cabezas cortadas, el misterio del humor como último refugio de lo humano… ”. Hace la conexión entre Francia y Diderot o Voltaire, lo que no es sorprendente, pero que a menudo se ve como un reproche, como la incapacidad de Francia de situarse en su tiempo, de asumirlo de frente, cuando en realidad, para Kundera, es uno de los que mejor lo hacen.

En Los testamentos traicionados esta relectura ofrece otra mirada sobre lo que creemos, pensamos y leemos a este lado de Europa. Como novelista, Kundera tiene una visión del género que recuerda a la de Hermann Broch, uno de sus maestros. El autor de Los sonámbulos no quería quedarse confinado en el contexto de “Mitteleuropa”, que lo comparar con Zweig y Schnitzler. Sus iguales o modelos eran Gide y Joyce. En Los testamentos traicionados Kundera cuenta la visita a Praga de García Márquez, Fuentes y Cortázar. Una misteriosa alquimia acercó su Centroeuropa a Latinoamérica. El barroco, que había llegado a Latinoamérica como el arte del conquistador y a Centroeuropa con la represión de la Contrarreforma, los unió, y una bella frase resume este encuentro: “Vi dos partes del mundo iniciadas en la misteriosa alianza del mal y la belleza.”

No es de extrañar que reconociera la importancia de la obra de Patrick Chamoiseau, de quien escribe en Un encuentro, o que apoyara a Rushdie en cuanto se publicaron Los versos satánicos; tampoco es de extrañar, a la vista de todo lo anterior, que defendiera a Hrabal cuando este publicó libros bajo el régimen comunista: “Un solo libro de Hrabal hace un mayor servicio a la gente, a su libertad de espíritu, que todos nosotros con nuestros gestos y proclamas de protesta”, escribe Kundera. El apoliticismo de Hrabal se convirtió en un arma, pero sobre todo su humor y su imaginación, contra la ideología que nivela y toma todo al pie de la letra. Ya lo era Švejk, la respuesta de Jaroslav Hašek a sus maestros y dirigentes.

Hay algo paradójico en este homenaje. El adjetivo que utilizo era una de las palabras favoritas de nuestro novelista. Se habla poco de sus novelas, de su manera de combinar intriga y meditación, poesía y prosa a veces de lo más trivial, herencia de Rabelais y Gombrowicz, historia y sueños. Hemos hablado de su concepción de la literatura, de su rechazo de la politización y la “peopolización”, y terminamos con un debate sobre la traducción. Kundera escribió sus últimas novelas en francés. No tienen el alcance de sus grandes novelas hasta La inmortalidad, e incluso podemos preguntarnos por La fiesta de la insignificancia. Su apego a la lengua y al país que le habían acogido era muy fuerte. Tanto que durante sus años de seminario decidió revisar todas las traducciones de sus novelas. Empezó por La broma, y el relato que hace de su descubrimiento del texto es divertido: “En Francia, el traductor reescribió la novela, embelleciendo mi estilo. En Inglaterra, el editor recortó todos los pasajes reflexivos, eliminó los capítulos musicológicos, cambió el orden de las partes y recompuso mi novela. En otro país. Me encuentro con mi traductor: no sabe ni una palabra de checo. ‘¿Cómo has traducido?’ Responde: ‘Con el corazón’, y me enseña mi foto, que saca de su cartera. El resto está en Los testamentos traicionados.

Kundera no quiso que en la edición de La Pléiade aparecieran comentarios o notas. Le bastaba con lo que había escrito, y los ecos encontrados en sus ensayos eran para él el mejor comentario sobre sus novelas, ya que eran una reflexión sobre este género tan querido y tan practicado. No faltan razones para releer a Kundera, con o sin comentarios.

Ahora está “domu”, en casa, en checo. Ha redescubierto la lengua de su infancia, las alegrías de su juventud, y escucha, en los cielos, Sur un sentier broussailleux de su querido Janáček.

Traducción del francés de Aloma Rodríguez

Publicado originalmente en En attendant Nadeau

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Es profesor de literatura y ha colaborado en La Quinzaine Littéraire,  L'École des Lettres y En attendant Nadeau.


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