Foto: Matteo Nardone / Pacific Press via ZUMA Wire

Visiones desde la cuarentena: Roma (segunda entrega)

En su aislamiento, la gente está casi obligada a pensar en sí misma y, por lo tanto, a pensar en el Ser, en la vida y en la muerte, en la finitud, en su propia transitoriedad. En esta serie reunimos reflexiones desde la cuarentena más extensa de la historia.
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No sé si “esta guerra nos mejorará” (a lo largo de la Historia algunas catástrofes mejoraron al hombre, mientras que otras lo empeoraron). Por supuesto, no es que la gente, encerrada en sus celdas de aislamiento, pueda limitarse a ver las ficciones televisivas o a hacerse el pan en casa (según el llamamiento de un feo y retórico poema que todo el mundo, en Italia, comparte por WhatsApp). La gente está casi obligada a pensar en sí misma –nos hemos convertido todos en “filósofos” por necesidad– y, por lo tanto, a pensar en el Ser, en la vida y en la muerte, en la finitud, en su propia transitoriedad (no solo el individuo, sino nuestra misma especie está aquí solamente de paso, ¿no?). Según el inefable Žižek, la pandemia hace que la metafísica despierte en cada uno de nosotros. Ahora bien, desde que cumplí los veinte años no he dejado de plantearme el mismo interrogante: ¿cómo podríamos aceptar la finitud, faltos de cualquier ilusión (religiosa, sentimental, política…), sin volvernos locos? Me viene a la mente un poema de Camillo Sbarbaro, de hace un siglo, en el que el poeta se pone a mirar a la gente por la calle, describe los rostros, las expresiones, y concluye:

 

“Y conozco el engaño por el cual viven, / el dolor que puso esa arruga / en sus labios, las esperanzas siempre decepcionadas / y la inutilidad de su vida / amarga y su destino último, la oscuridad. / Porque cada uno de ellos trae consigo / la condena de existir: pero caminan / olvidados de esto y de todo, cada uno / ocupado en el instante que pasa, / distraído por su vicio predilecto.”

Bueno, a mí también me pasa, miro a las personas en la calle –con aspecto alegre o deprimido, sociable o huraño, ansioso o sereno– todos encerrados en su autoengaño, es decir, con su destino último del que se han olvidado. Me viene a la mente también Giorgio Gaber, el gran músico, autor y actor teatral: “far finta di essere sani” (fingir que estamos sanos). Desde luego, unos pocos no fingen, están verdaderamente sanos. Y no se autoengañan. Conozco, a lo sumo, a un par de ellos.

Es verdad, en cada uno de nosotros no existe tan solo el yo (angosto, limitadísimo), sino también algo más grande, un principio universal, una relación con las estrellas, una fraternidad con el cosmos. El finito encierra el infinito. Conceptualmente, lo entiendo. Y, de vez en cuando, he experimentado esta “fraternidad”. Pero luego vuelvo a descubrirme apegado, de una manera dolorosa y estulta, a ese yo tan angosto y perecedero. Caigo nuevamente en la ilusión de poseerlo. Un querido amigo mío acepta serenamente la finitud, pero bajo una condición que yo nunca podría compartir: porque, fundamentalmente, –dice él– no ama la vida. Nunca ha estado a gusto en ella. No es mi caso: a veces puedo ser moralista, otras veces hiperreflexivo, etc., pero mi karma es vitalista. Me siento apegado de manera pertinaz a la superficie de las cosas y a mis “vicios predilectos”, distraído por el “instante que pasa” y por la felicidad obtusa que hasta una canción podría evocar. Por mis venas corre siempre un furor dionisíaco, incoercible, incluso cuando logro adoptar una disposición contemplativa. Amo la vida, for better or worst. Y la vida que amo es también la de mi yo perecedero, fatalmente destinado a perderse en el “gran mar del ser” (Dante).

Vuelvo sobre la finitud. En mi adolescencia había escogido como guía espiritual a un marxista atormentado, inteligentísimo y de inmensa cultura, Franco Fortini (judío convertido a la iglesia valdense). Una vez escribió que la muerte sería menos dramática si supiéramos que lo que amamos, tras nuestra muerte, se hallará protegido del olvido, y que otros continuarán nuestras batallas (creo que en una ocasión declaró que deseaba ser enterrado en China, en la China de Mao, que le parecía, en ese entonces, el heredero del humanismo). Lo que hoy no me convence de este asunto es ante todo el hecho de que pone el significado de la vida en la lucha y en el compromiso, como si una existencia humilde y contemplativa, totalmente falta de compromiso y más acá de la Historia, fuera menos digna. Y, además, pone demasiado el acento en el futuro, que para mi generación había sustituido al cielo. Diría, en cambio, que la muerte podría volverse un poco menos dramática tan sólo si lográramos, al menos de vez en cuando, mirar el rostro del instante: es decir, si en el instante presente yo lograra experimentar alguna plenitud de vida –que resume la totalidad del universo–, alguna simultaneidad de pasado y de futuro, de manera que el pensamiento de la muerte –al menos por un instante– no pudiera ni siquiera entrar en ella.

 

Traducción de Fabrizio Cossalter.

 

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(Roma, 1952) es uno de los principales críticos literarios italianos.


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