Al penetrar en el vasto continente de esta Poesía reunida, es posible afirmar lo que ya sabemos: que desde la aparición de su primer libro, Las urgencias de un Dios (1950), Enriqueta Ochoa (Torreón, 1928-ciudad de México, 2008) dio muestras vehementes de madurez y originalidad. Habría que insistir, incluso, en que el poema que da título a ese volumen inicial es uno de los textos perdurables de la poesía mexicana. Por un lado, despliega imágenes poderosas, apoyado en una estructura melódica definida mayormente por libres combinaciones de endecasílabos y heptasílabos. Por otro, plantea un acercamiento muy directo y, por momentos, desafiante a Dios, lo que habría de colocarlo junto a los grandes poemas mexicanos del siglo xx que buscan dar cuenta de esa huidiza y multiforme presencia (Canto a un dios mineral, Muerte sin fin). En esta vena, la poeta dialoga con el decir poético de San Juan de la Cruz en sus constantes incursiones místicas:
Recordad que Dios es el espejo
más contradictorio y bifurcado,
acomodado a todas las pupilas.
Yo lo esculpo a mi modo y le doy
[forma.
También elabora, cercana a Saint-John Perse, una mitología adánica de la infancia:
Con tres doncellas me heredó mi
[madre:
la que vive en los altos,
toda hecha de luz; de ese viento
[dorado
con que el sol nos habita.
Es cierto que a estas alturas de los enunciados filosóficos Dios ha muerto, y para nombrarlo hay que parirlo nuevamente. Así, Dios se vuelve una presencia familiar que habita el vientre como un amargo regalo y, en su indecisa postura, no termina de emerger. De este primer libro destacan también la nostalgia de “Triple habitación” y el misticismo un tanto panteísta de “Mentido paraíso”.
En su búsqueda de la visión divina, el cristianismo de Ochoa tiene elementos paganos, pues esa mirada atenta de las cosas y el entorno admite al cuerpo como medio para experimentar la divinidad. Por eso también es interesante que esta poesía que clama por Dios, a veces optimista, a veces desencantada, no pregone el hábito y la celda monacal, sino que se define como la de una “virgen terrestre” que busca a Dios pero que ha procreado, y por lo tanto ha sentido al varón “dilatarse con toda su soledad”. Es una poesía no ascética sino vitalista.
Posteriormente, encontramos Los himnos del ciego (1968), en que destacan poemas que reflexionan sobre el ejercicio de poeta: “el que canta es un ciego/ con los ojos de faro/ y los labios de raíz oscura”. Como resultado surge, a su vez, la preocupación sobre la imposibilidad del decir: “he terminado como siempre/ astillándome, al querer penetrar, escalando tinieblas,/ el corazón de las cosas”. Y a pesar de esa imposibilidad de cantar la maravilla, esta voz no se detiene, pues en los cuatro primeros apartados de esta Poesía reunida (Las urgencias de un Dios, Los himnos del ciego, La vírgenes terrestres y Retorno de Electra) Ochoa transita con solidez sus temas recurrentes, entre ellos, el desolado paisaje de la derrota amorosa y el abandono, en poemas como “Dido” y en los posteriores “Para evadir el cierzo de la muerte que llega” y “El testimonio”.
Si bien la intensidad de las metáforas y las imágenes es una constante en la poesía de Ochoa, a lo largo de este volumen experimentamos la sensación de repetición y recurrencia temática; es decir, comprobamos que su obra se sustenta en la variación de temas que difícilmente abandona. En ese sentido, Canción de Moisés (1984) y Bajo el oro pequeño de los trigos (1984 y 1997) incluyen poemas que son, algunas veces, reelaboraciones de los presentes en libros anteriores, y acaso estos nuevos gocen de un medio tono mucho más marcado. Con todo, sería injusto afirmar que la voz se haya agotado del todo:
Yo fui la piedra de escándalo:
contra mí se levantaron las lágrimas
de todos mis hermanos…
La piedra con la que los otros
[ tropezaban
encendidos de vergüenza.
Así, la evolución de esta voz a lo largo de los años ha sido gradual, no radical; si acaso se observa una incorporación del léxico de la astronomía (cosmos, galaxia, planeta, órbita) mucho más acusada en poemas recientes (“Se estampa contra mí la mano del universo” o “Gira la luz en el oleaje de las galaxias”), que se funden con el ya conocido universo de la naturaleza terrestre, que tanto la distingue. En todo el volumen sólo hay un cambio de registro, que va del melódico verso de factura eficaz a la prosa poética. Asaltos a la memoria (2004) se compone de apuntes autobiográficos (infancia, familia), mediante un prosaísmo afectado por giros poéticos que no trasciende más allá de la anécdota bien contada.
Hacia el final, el inédito Los días delirantes revela poemas de una sencillez y contundencia que reafirman la veta inagotable de la autora. Destacan poemas como “Alguien debe llevarte al centro de todas la galaxias”, dedicado a Marilyn Monroe, con una soltura de versos poco común, ya que no atiende al eje rítmico de versos impares acostumbrado por la autora, y que recuerda el poema famoso de Ernesto Cardenal. Hay también homenajes a Octavio Paz, Rilke, Pessoa, entre otros. La sección “Final” tiene ese impulso conmovedor de la buena poesía: “La noche avanza/ en el centro del agua desnuda de los astros,/ tiembla.”
Leer esta Poesía reunida de Enriqueta Ochoa significa explorar un extenso continente en que los paisajes, muchas veces en las alturas, se multiplican en una determinada cantidad de variaciones, en una rica variedad de imágenes sustentadas en una arquitectura de pulidas cadencias. Pero esta, muchas veces, alucinante topografía no está exenta de algunos escarpados y descensos. ~